San Teoctisto fue un devoto cristiano que vivió en un monasterio (o “laura’) cerca de Jerusalén y que soñaba con llegar a ser un asceta del desierto.
En algún momento de la segunda década del Siglo V, este ferviente “abad” (supervisor espiritual de un monasterio) comenzó a ayunar y rezar en la soledad del desierto de Coutila, no lejos de Jericó, junto a su mentor espiritual San Eutimio el Grande –el fundador y director de la influyente laura de Farán.
Por muchos años los dos amigos se retirarían periódicamente, especialmente durante el tiempo de Cuaresma, a los áridos desiertos para rezar y ayunar. Finalmente descubrieron una cueva en el desierto de Judea, en Wadi Mukellik, muy cerca de una corriente de agua rugiente, que aparentaba ser el lugar perfecto para el culto, por lo que la convirtieron en una Iglesia.
No pasó mucho tiempo para que los dos devotos del desierto sean reconocidos en toda la región como hombres santos que vivían su vida ascética con crudeza y cuyo estilo de vida les permitía tener visiones místicas del Dios Cristiano. Pero cuando los seguidores de San Eutimio acudieron a su lado en números cada vez más crecientes (guiados por los asombrados pastores de Betania), éste huyó una vez más hacia el desierto, dejando el monasterio bajo el cuidado de su amigo. Una de las razones de la creciente fama de San Eutimio fue el haber curado milagrosamente a un joven, Terebón, hijo de Aspebeto, jefe de los Sarracenos, quien se encontraba aquejado de una enfermedad mortal. San Eutimio curó al joven haciendo la señal de la cruz sobre él, en un ritual de sanación que produjo muchas conversiones entre las filas de los árabes. Cuando se difundió la noticia del milagro, multitudes de peregrinos asombrados acudieron a la presencia del monje y de su amigo con el afán de aprender todo lo que pudieran sobre ellos.
Aunque San Teoctisto se anticipó a la aparición de los “Padres del Desierto” de la Santa Iglesia en más de dos siglos, su estilo de vida ascética en el desierto llegó a ser un modelo de austeridad y simplicidad para toda la Iglesia. En algunas zonas de Palestina estos primeros ascetas formaron pequeños monasterios en los cuales comían poco, rezaban constantemente y pasaban su vida trabajando de manera reverente. Sin embargo otros devotos prefirieron una vida más estricta como ermitaños en el desierto, pasando años de soledad y alejados de las distracciones de la ciudad.
Para muchas de estas almas valientes, las áreas desérticas alrededor del Mar Muerto: un desolado paisaje cerca de Jericó que tiene el nivel más bajo del planeta (unos 122 metros bajo el nivel del mar) que proporcionaba el lugar perfecto en el cual podrían dedicarse exclusivamente a la adoración de Dios. Tal como lo han notado muchos comentaristas, era posible deambular durante días enteros por el desierto de Palestina sin encontrarse con ninguna otra persona. Cubierto de espinas, de vegetación que no necesita agua y de vastas áreas donde no hay otra cosa que arena, el mundo del desierto carecía de casi cualquier comodidad para el ser humano.
Viviendo solos y sin ningún tipo de supervisión, los ermitaños del desierto se privaban, muy frecuentemente, del sueño, de la limpieza, de ropas apropiadas y de intimidad sexual. Era una forma de vida muy severa, aparentemente sin sentido, en la cual sin embargo los hombres y mujeres que abrazaban esa manera de hacer las cosas encontraban un enorme gozo en sacrificar esas “cosas del mundo” para dedicarse completamente a la oración. De entre esos santos del desierto solo hubo unos pocos más alegres, más llenos de oración y de agradecimiento hacia Dios que el humilde Teoctisto, quien frecuentemente es descrito por los historiadores de esa época como un hombre lleno de gozo y de espíritu alegre (cuando sus obligaciones le permitían encontrar un tiempo para salir de las tierras desérticas aledañas al Mar Muerto, él deambulaba alegremente al mismo tiempo que seguía comprometido con sus inacabables devociones espirituales).
Hoy en día resulta difícil imaginar el grado de abnegación que llegaron a abrazar santos como Teoctisto y Eutimio. La mayor parte de su vida la realizaron al aire libre y alimentándose únicamente de hierbas; dormían sobre el suelo y expuestos a toda clase de climas; y muy raramente buscaban algún tipo de la comodidad que proporciona la vida ordinaria. A pesar de la exigencia de su estilo de vida, que incluía ayunos extremos y un trabajo extenuante, San Teoctisto vivió una vida longeva y, cuando finalmente murió, alrededor del año 450, el Patriarca de Jerusalén, Anastasio, viajó al monasterio para dirigir el servicio funerario.
De muchas formas se dice que San Teoctisto fue quien creó y formalizó el papel de los monjes como parte de la vida de la Iglesia. Ese papel nació a partir de la relación única entre dos personas, una relación en la cual el Abad Teoctisto formó a los aspirantes a la vida monástica en su propio monasterio, y luego los envió con San Eutimio para una mayor exigencia y disciplina en los rigores de la vida ascética. Este concepto –un monasterio para “principiantes” y otro para aquellos que han alcanzado un mayor nivel espiritual- llegó a ser, finalmente, el procedimiento habitual en el Cristianismo Oriental. Ciertamente, el piadoso San Eutimio continuó enviando nuevos candidatos desde su refugio de ermitaño a San Teoctisto para recibir consejo espiritual y entrenamiento, hasta los últimos días de su vida.
La Tradición de espiritualidad monástica a la que San Teoctisto consagró su vida ha llegado a ser una de las hebras principales en ese gran tapiz del Cristianismo tradicional, y la Iglesia no sería la misma sin los dones espirituales que han brotado de los Padres del Desierto. La vida de este santo de Tierra Santa nos proporciona un brillante testimonio de que Dios Todopoderoso puede sostenernos de manera mucho más rica y satisfactoriamente que la simple comida, bebida o cualquier otro bien terrenal.
Fuente: laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com
Adaptación propia