04/09 - Moisés el Profeta y Teopta («que vio a Dios»)


La imagen que las Sagradas Escrituras nos da de Moisés es la de un maravilloso guía de su pueblo, excelentemente dotado en el arte de saber gobernar, el legislador más inteligente de la historia y el más fiel ejecutor de la voluntad de Yahvé, con el cual llega incluso a entretenerse en momentos de intimidad. A él le cabe el honor de ser el escogido por Dios para dar a conocer, con una simplicidad sublime, cuales son las normas que no sólo han de valer para su generación, sino también para todas las generaciones futuras. Pero no hay que perder de vista que Dios, más que Moisés es en realidad el autor de estas leyes: los diez mandamientos. Yahvé es en el fondo, el legislador, es el padre de Israel y Moisés es su instrumento.


L. Dennefeld, en su obra “Histoire d’Israël et de l’ancien Orient”, publicado en París en el año 1935, defiende que Moisés pensó en el sacerdocio y en el culto al verdadero Dios, el ceremonial que habían de seguir los levitas en torno a la tienda-santuario que guardaba el arca de la alianza y en torno al altar y dio las instrucciones litúrgicas a seguir en los diferentes sacrificios. Quitarle a Moisés esta preocupación por el culto divino y afirmar que el llamado código sacerdotal en su integridad, se hizo después del exilio (Éxodo) para el servicio del Templo construido en tiempos de David, es confundir el resultado de una evolución secular con una legislación inicial. ¿Cómo representar un legislador genial, como Moisés, que vivía en un mundo profundamente religioso, que gozaba de íntimos coloquios con Dios y que él no pensara ni en el sacerdocio ni en el culto que habría de tributarse a Yahvé? Moisés, un verdadero hombre de Dios, es el primero y el más ilustre de entre los profetas del Antiguo Testamento, hombres elegidos por Dios para que venerasen su santo nombre y marcasen al pueblo sus directrices. Podríamos compararlo con San Pablo: Moisés es el elegido por Dios para dirigir al pueblo de Israel y San Pablo, es el instrumento elegido por Cristo para establecer el nuevo Israel, o sea, la Iglesia o nuevo pueblo de Dios.


En Moisés hubo una doble influencia: la de su madre natural, que era hebrea y cuya educación lo predestinaba a mantenerse fiel a Yahvé y la de la corte de Egipto, que hizo de él un egipcio culto, capaz de gobernar a su pueblo y de darle unas leyes con una capacidad poco común en el ambiente de su tiempo. Pero además, Moisés se robusteció en el desierto del Sinaí cuando recibió la primera manifestación divina, que le ordenaba la pesada misión de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto; era inútil resistirse a este estímulo divino recibido desde la zarza ardiente.


Posteriormente, en el Sinaí tuvo lugar el pacto solemne entre Yahvé e Israel, sellado por Moisés con la sangre de las víctimas ofrecidas como sacrificio a los pies del monte. La fe inquebrantable en la alianza con Yahvé fue el pilar fundamental de la propia existencia de Israel. Moisés fue el mediador y, posteriormente, el juez de dicha alianza, celoso guardián del honor de Yahvé, pero al mismo tiempo, pastor amoroso del pueblo que le había sido confiado. Fue Moisés, el autor del código de la alianza (Éxodo, 20, 22-26), y un genial legislador conforme a su preparación cultural e intelectual en la corte del faraón. Por todo esto, hay que decir que la vida y la misión de Moisés fue de una extraordinaria complejidad, que fue la figura más importante del Antiguo Testamento – más aun que Abrahán – y que fue uno de los más grandes genios religiosos de todos los tiempos.


Vivió ciento veinte años, aunque su vocación divina, imprevista y repentina, destaca en su dedicación exclusiva en los últimos cuarenta años de su vida al servicio de Dios y al servicio de su pueblo. En los primeros ochenta años, Dios lo había preparado para que pudiese desempeñar semejante tarea: nació durante el período más cruel de la persecución egipcia contra los israelitas (en la primera mitad del siglo XV a.C. en tiempos de Tutmosis o entre finales del siglo XIV o principios del XIII a.C.), cuando “todo recién nacido debía ser lanzado al río Nilo”. Él era el tercer hijo de Amram y Jochabed, que pertenecían a la tribu de Leví, siendo sus hermanos mayores, María y Aarón. Era precioso como una flor y, después de haber estado oculto durante tres meses, fue puesto en una cesta de papiro, untada con asfalto y brea y depositada entre los juntos de la ribera del Nilo, “permaneciendo la hermana del niño a una cierta distancia para ver qué sucedía” (Éxodo, 2, 4).


Ellos sabían que la hija del Faraón descendía hacia el río para pasear y bañarse, por lo que preveían que el cesto sería descubierto y la princesa se interesase por el niño, cosa que ocurrió y que fue observado por su hermana María. Viendo que el niño lloraba, la princesa ordenó que se buscase a una nodriza y la propia hermana de Moisés se brindó a buscar a una, por lo que finalmente, fue la propia Amram quién crió a su propio hijo. Cuando el niño creció, la madre lo llevó a la hija del Faraón, quién se hizo cargo de él y le puso el nombre de Moisés, nombre egipcio que simplemente significa “niño pequeño” (común entre los nombres teóforos, como Ahmosis, Tutmosis…). Leed el capítulo segundo del Libro del Éxodo.


De esta manera, la Divina Providencia procuraba al futuro guía y legislador de su pueblo, una educación cultural perfecta, hebrea de nacimiento y egipcia de adopción, por lo que tuvo acceso a la literatura egipcia, a la literatura acádica (a los mitos, leyendas y legislación babilónicas) y a la lengua, costumbre y leyes de los hititas. Asimismo, un elemento decisivo fue la formación religiosa que mamó de los pechos de su madre, lo cual fue predestinado por Dios, que había dirigido los acontecimientos de modo que la influencia de la corte no lo apartase del sufrimiento del pueblo. La Biblia no da muchos más detalles sobre los más de cuarenta años que Moisés pasó en palacio, sino el final del mismo y solo de manera indicativa y significativa.


El Libro de los Hechos de los Apóstoles (Act., 7, 23) nos dice: “Cuando hubo cumplido la edad de cuarenta años, le vino al corazón el visitar a sus hermanos, los hijos de Israel”. Fue entonces cuando pudo comprobar cuán penosos eran sus trabajos, “observando como un egipcio golpeaba a uno de los hebreos, sus hermanos. Entonces, mirando a todas partes y viendo que no aparecía nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena” (Éxodo, 2, 11 y sig.).


La grandiosidad de la capital, la fertilidad de sus tierras, el encanto de aquella región, el lujo y el bienestar de la corte no hicieron que Moisés se olvidara de la suerte que corría su gente, a los cuales, se acercaba para animarlos, instruirlos quizás, tal vez, añorando las glorias del pasado, desde Abrahán hasta José, recordando las promesas hechas por Dios a estos antepasados y exhortándolos a la confianza y a la esperanza de su cumplimiento. En el estudio de la cultura babilónica y de las costumbres ititas, revivía la historia, el marco geográfico, las costumbres de sus ancestros. Tomó más conciencia de lo que significaba las tradiciones de su pueblo, la superioridad absoluta derivada de la revelación divina que había determinado que Israel fuera el depositario de esos designios. Eran unas tradiciones admirables que habían sido guardadas celosamente por los patriarcas y transmitidas fielmente de generación en generación. Todo esto, hizo tal vez que Moisés viera que detrás de aquella dura persecución egipcia estaba la mano de Dios, que quería recuperar a los indolentes hebreos a fin de que volvieran a desear la tierra de Canaán, “la tierra prometida”. Era la ocasión providencial para dar cumplimiento a la primera parte de la alianza hecha por Dios con Abrahán: “Haré de tu descendencia una gran nación” (Génesis, 17, 1-8).


Pero el asesinato del egipcio fue conocido en la corte del Faraón. Entre los judíos no faltaban los delatores, que a fin de conseguir algunas ventajas eran capaces de vender a los suyos. “Al día siguiente salió y vio a dos hebreos que reñían; entonces dijo al que maltrataba al otro: ¿por qué golpeas a tu hermano? Y él respondió: ¿Quién te ha puesto a ti por príncipe y juez sobre nosotros? ¿Piensas matarme como mataste al egipcio? Entonces Moisés tuvo miedo y dijo: Ciertamente esto ha sido descubierto. Oyendo el Faraón acerca de este hecho, procuró matar a Moisés, pero Moisés huyó del Faraón y habitó en la tierra de Madián” (Éxodo, 2, 13-15). No estaba lejos de la verdad, se veía una conexión expresa entre la respuesta del delator y la noticia que había llegado a oídos del Faraón. Fue un episodio que, aunque doloroso, tuvo que golpear la mente de Moisés haciéndole ver que aunque fuera benevolente con los suyos, tenía que tener mucho cuidado. En realidad, ese episodio era un presagio: sería la respuesta del pueblo de Israel a quien tanto bien le hizo sacándolo de Egipto y al que tantas pegas puso en su deambular por el desierto.


Moisés se marchó al desierto, más allá de los límites orientales del delta del Nilo, viviendo durante algún tiempo en la parte sur-oriental de la península del Sinaí. Allí, vagó como un nómada entre las tribus madianitas que estaban emparentadas con los hebreos. Moisés encontró una buena acogida en casa de uno de ellos, llamado Jetro, quién le dio a su hija Séfora como esposa. En el silencio del desierto y cuidando el rebaño de su suegro, revivió como fugitivo, el deambular de los patriarcas por las tierras de Canaán bajo la suprema vigilancia de la Divina Providencia y recordó el gemido de su pueblo bajo el yugo de los opresores. La soledad, sus pensamientos, así como la dura vida de los nómadas del desierto, creó en él el ambiente más propicio para dedicarse a la meditación. Egipto le había dado una vida cortesana, una cultura, una vida social, el conocimiento de muchas personas, pero también le había dado una mezcla de bondad, de incomprensión y de maldad: la naturaleza en su expresión más genuina, desnuda y grandiosa al mismo tiempo. Había visto las obras de los hombres que tanta sangre había derramado en las construcciones faraónicas y ahora percibía claramente, sin distracción alguna, la presencia indiscutible de un Ser Supremo. “El hombre es como la hierba, sus días florecen como la flor del campo: sacudida por el viento, desaparece sin dejar rastro alguno. Pero el amor del Señor es eterno y siempre está con los que le temen; su justicia está con los hijos de sus hijos, con los que cumplen su pacto y se acuerdan de sus preceptos para hacerlos realidad”, cantaría David siglos más tarde. (Salmo 103, 15-18). Moisés tuvo conciencia de su propia debilidad, pero también la tuvo sobre la magnanimidad de Dios para con su pueblo.


El mismo Yahvé lo atestiguará: “Oíd mis palabras: Cuando haya entre vosotros un profeta, me revelaré a él en visiones y en sueños, hablaré con él. No así a mi siervo Moisés, que ha demostrado que es el más fiel en toda mi casa. Con él, yo hablaré cara a cara, claramente y no a través de figuras y verá la presencia de Yahvé». (Números, 12, 6-8). El sentimiento de profunda humildad aparece vivamente en las primeras apariciones. Dios lo llama, mientras él está en el Monte Sinaí, desde una zarza en llamas que no se consume: “Moisés, Moisés; quítate las sandalias de los pies porque el lugar que pisas es un lugar sagrado” (Éxodo, 3, 4-5). Es Dios mismo el que le habla; la zarza ardiente es el símbolo de su santidad; Él es el Dios de los Patriarcas, ha escuchado el gemido de su pueblo bajo la opresión de Egipto y quiere intervenir para liberarlo y conducirlo a Canaán, formando una nación. “Yo te enviaré al faraón para que los deje salir en libertad. Entonces Moisés, respondió a Yahvé: ¿quién soy yo para que vaya al Faraón y saque de Egipto a los hijos de Israel? Y Dios le respondió: Ve porque yo estaré contigo” (Éxodo, 3, 10-12). “Entonces Moisés respondió diciendo: He aquí que ellos no me creerán, ni oirán mi voz porque dirán: no se te ha aparecido el Señor” (Éxodo, 4, 1). Y el Señor le dio el poder de hacer milagros atestiguando con estos signos extraordinarios la misión que Dios le había encomendado. Leer Éxodo, 4, 2-9.


Pero Moisés insiste: “¡Ay, Señor! yo nunca he sido hombre de fácil palabra… Y Yahvé le respondió: ¿Quién dio la boca al hombre? o ¿Quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Yahvé? Ahora pues, ve y yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que hayas de hablar. Y Moisés le dijo: ¡Ay, Señor! envía tu mensaje por medio del que debes enviar”. (Éxodo, 4, 10-13). Pero Dios, que conoce cómo somos, le concede asociarse con su hermano Aarón para que le sirva como portador y transmisor. “Os enseñaré lo que tenéis que hacer. Él hablará al pueblo por ti… y tomarás en tu mano esta vara, con la cual harás los prodigios” (Éxodo, 4, 15-17). Rápidamente, Moisés inicia su nueva vida, realizando su misión con ardor hasta su muerte y con una tenacidad ciertamente heroica.


Parece que se resiste a la llamada divina, considerándose indigno de una misión tan sublime, pero sometido a la voluntad de Dios, se sintió respaldado cuando surgieron las dificultades. Asume por completo la responsabilidad de todo un pueblo y, en los momentos más difíciles y dramáticos, su única fuerza y su fe están en Dios. Pero no fue débil, ya que cuando se trataba del honor de Dios, sus acciones se caracterizan por una extremada energía: rompe las tablas de la ley y el becerro de oro, recurre a la espada para castigar a los idólatras (Números, 25, 5), mientras que no le da importancia alguna a su propia persona y utiliza con todos su mayor dulzura, incluso con aquellos que le amargan la vida. Ruega por su pueblo incluso cuando este se revela contra él. “Moisés era muy humilde, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números, 12, 3) y el libro sagrado lo dice, inmediatamente después del episodio celoso y mezquino de sus propios hermanos, Aarón y María, en contra de él. No se preocupa en absoluto de su propia preeminencia; todo lo pone en manos de Dios y se refugia y reconforta en la oración (Éxodo 8, 4-24; 10, 17; Números 11, 11 y siguientes). El Señor habría podido decir de Moisés, lo que dijo de San Pablo en el momento de su conversión: “Yo le mostraré cuánto ha de sufrir por mi nombre” (Hechos, 9, 16).


Y Moisés retornó a Egipto. A Tutmosis, el faraón opresor que él había conocido, le sucedió Amenofis II; (otros autores hablan de Ramsés II y Merneftah). Junto con su hermano Aarón, se presenta ante los suyos y les anuncia que la liberación está cercana. Les habla sobre la misión que Dios le ha encomendado, les dice que el Dios de sus Padres es “El que es”, inmutable, eterno. “Y habló Aarón acerca de todas las cosas que Yahvé había dicho a Moisés y realizó prodigios delante de sus ojos. Y el pueblo creyó y, oyendo que Yahvé había visitado a los hijos de Israel y que había visto su aflicción, se inclinaron y lo adoraron”, (Éxodo, 4, 30-31).


Y es entonces cuando se inician las acciones de Moisés y Aarón delante del faraón: le piden permiso para que su pueblo pueda marcharse al desierto para adorar a su Dios. La tenaz obstinación del faraón hace que se desaten las famosas “diez plagas” que sufrió Egipto, probablemente, desde el mes de junio hasta el mes de abril del año siguiente. Las primeras nueve plagas fueron verdaderos castigos, pero la décima plaga, la muerte de los primogénitos de Egipto en la noche del 14 al 15 de Nisan (marzo-abril), fue el golpe último y decisivo. El faraón ya no solo les permite que se vayan, sino que se lo ordena y aquella misma noche se inicia el Éxodo. La dirección que Dios les marca, no es Gaza o Palestina, sino hacia el sur, en dirección al Mar Rojo. El Señor hace que lo atraviesen de manera milagrosa y sepulta en el mar al ejército del faraón. Israel, libre del peligro de Egipto inicia su emigración a través del desierto. Dios les provee del sustento, del maná, de codornices, de agua brotada de las rocas, siendo siempre Moisés el intermediario, el ejecutor de todos estos prodigios. Pasados tres meses, llegaron al Sinaí.


En este monte ocurrieron los acontecimientos más importantes y más decisivos de toda la historia de Israel: la constitución de la alianza entre Dios y todas las naciones mediante la publicación de los Diez Mandamientos, hecho que se produjo en una grandiosa manifestación de la teofanía. Moisés aparece con una grandeza sobrehumana, en íntima familiaridad con Yahvé y cuando Aarón y los suyos lo recibieron, su rostro irradiaba luz, que era reflejo del esplendor divino. Pero en este momento solemne también hubo un contratiempo doloroso: el pueblo había caído en la idolatría y se había abandonado al resplandor de un becerro de oro, que habían solicitado fabricar al débil Aarón. Dada la fragrante violación del decálogo de esta alianza apenas aceptada, Yahvé manifestó su intención de destruir a todo el pueblo de Israel y de constituir a Moisés como cabeza de una nueva estirpe, pero Moisés no sólo se negó, sino que se ofreció a sí mismo para salvar a su pueblo, intercediendo ante Dios y consiguiendo su perdón.


Pasado un año, se reanudó el camino hacia el norte y llegados a Cadesh, Moisés mandó a unos exploradores para estudiar el país de Canaán (Números, 13) y así, iniciar su conquista. Ellos informaron de las dificultades, por lo que el pueblo se rebeló contra él y de nada valieron las protestas de Josué y de Caleb, que habían formado parte del grupo de exploradores. Quisieron lapidarlo y que otro, los guiase de nuevo a Egipto. Yahvé intervino: “¿Hasta cuándo ha de irritarme este pueblo? ¿Hasta cuando no me creerán con todas las señales que he hecho en medio de ellos? Yo los heriré de muerte y los destruiré y a ti (a Moisés) te pondré al frente de gente más grande y más fuerte que ellos” (Números, 14, 11-12). Nuevamente intercedió Moisés ante Dios recordándole su misericordia; sus oraciones fueron escuchadas y Yahvé nuevamente perdonó a su pueblo, pero la generación que inició el Éxodo no entraría en la tierra prometida. Todos morirían en el desierto, por lo cual fueron condenados a vagar por él por espacio de treinta y ocho años.


El oasis de Caleb se convirtió en el centro donde las tribus se cobijaron, con la tienda-santuario (tabernáculo) instalada en el centro como lo había ordenado el gran legislador. Durante aquel largo período de tiempo, Moisés los dirigió, proveyó la organización del culto, recopiló las tradiciones ancestrales y formuló una serie de normas o leyes a seguir. Pero sobre todo, Moisés se ocupaba de educar a Israel en el monoteísmo, en la observancia amorosa de los pactos alcanzados con Dios en el Sinaí, inculcándoles la conciencia de la altísima misión que Yahvé les había confiado: ser la lumbre que iluminara a todos, “la porción elegida entre todas las naciones”“la reserva real de Yahvé”. (Éxodo, 19, 5 y sig.). De esta manera se estaba preparando la realización del plan salvífico de Dios a favor de toda la humanidad. La alianza con Abrahán, renovada con Israel, tiene como última meta la venida del Mesías, de Cristo Redentor. Israel sería como una especie de levadura entre la masa de todas las naciones, el pueblo de Dios que llegaría a incluir a toda la raza humana.


Compleja fue la tarea de Moisés, al frente de un pueblo que durante toda su historia, ha sido difícil de gobernar, pueblo recalcitrante y revoltoso, por lo que, cuánto más alta era la meta a alcanzar, Moisés se veía más estimulado. Tan fatigoso e infructuoso parecía su trabajo – recriminaciones y rebeliones que fueron castigadas con la muerte de toda aquella generación en el desierto – que el mismo Moisés llegó a desear y a rogarle al Señor que lo dejase morir: “Y si así lo haces tu conmigo, yo te ruego que me des muerte si he hallado gracia ante tus ojos y que yo no vea mi mal” (Números, 11, 15). Pero la nueva generación no pareció mejor que la anterior. Cuando al cabo de cuarenta años ellos reemprendieron la marcha hacia Canaán, se repitieron las murmuraciones, las rebeliones, habiendo incluso casos de inmoralidad e idolatría en las estepas de Moab, ya muy cercana al río Jordán. Sin embargo, aun así, en todo el Antiguo Testamento no se encuentra un período más intenso en milagros y en signos tangibles de la intervención divina. No hubo tanta benevolencia que no fuera pagada con tanta ingratitud.


Era la víspera de la salida de Cadés. Aparecía finalmente el momento de entrar en la “tierra prometida”. Los israelitas se reagrupaban y como no había agua para toda aquella muchedumbre de gente, nuevamente se amotinaron contra Moisés y Aarón: “Y porque no había agua para todos, se unieron contra Moisés y Aarón. Y habló el pueblo contra Moisés diciendo: ¡Ojalá hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de Yahvé! ¿Por qué nos hiciste venir a este desierto para que muramos aquí nosotros y nuestro ganado? ¿Y por qué nos has hecho salir de Egipto para traernos a este lugar? No es lugar de sementera, de higueras, de viñas ni de granadas y ni aun de agua para beber. Y se fueron Moisés y Aarón a la puerta del tabernáculo y se postraron sobre sus rostros y la gloria de Yahvé apareció sobre ellos. Y habló Yahvé a Moisés diciendo: Toma la vara y reúne a todo el pueblo, tu y Aarón, tu hermano y habladle a las rocas delante de ellos y ella os dará su agua y sacarás agua de las peñas y darás de beber al pueblo y al ganado. Entonces Moisés, tomó la vara delante de Yahvé, como él le había ordenado. Y reunieron Moisés y Aarón a todos delante de la roca y les dijo: ¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Hemos de hacer brotar agua de esta peña? Entonces, alzó Moisés su mano y golpeó la peña con su vara dos veces y salió mucho agua y bebieron el pueblo y su ganado. Pero Yahvé dijo a Moisés y a Aarón: Por cuanto no creísteis en mi, para mostrar mi santidad delante de los hijos de Israel, no entrará este pueblo en la tierra que les he dado”. (Números, 20, 2-12)


Al límite de sus fatigas, Moisés acogió humildemente este último anuncio que le produjo un gran dolor a nivel personal, pero lo permutó por un sacrificio en favor de ese ingrato pueblo al que tanto había amado. Conquistada la Transjordania y asignándoseles el territorio a las tribus de Ruben, Gad y Manasés, se preocupó ante Dios para que su pueblo no permaneciera como un rebaño sin pastor, indicándole Yahvé que transmitiera su autoridad a Josué y así, en el monte Nebo, Dios le concedió el privilegio de poder contemplar “la tierra prometida”, que había sido la meta de toda su vida. “Subió Moisés de los campos de Moab hasta el monte Nebo, a la cumbre de Pisga que está enfrente de Jericó y Yahvé le mostró toda la tierra de Galaad, todo Neptalí y las tierras de Efraín y de Manasés, toda la tierra de Judá hasta el mar que está al occidente; el Neguev y la llanura y la vega de Jericó, ciudad de las palmeras hasta Zoar. Y Yahvé le dijo: esta es la tierra de la cual juré a Abrahán, a Isaac y a Jacob, diciéndoles: la daré a tu descendencia. Te he permitido verla con tus ojos, pero no la pisarás. Y allí murió Moisés, el siervo de Yahvé, en la tierra de Moab conforme había dicho Yahvé. Y fue enterrado en el valle, en la tierra de Moab, enfrente de Bet-peor y nadie conoce el lugar de su sepultura hasta el día de hoy. Tenía Moisés cuando murió, ciento veinte años de edad y sus ojos nunca se oscurecieron ni perdió su vigor”. (Deuteronomio, 34, 1-7). Y así terminó el Éxodo, en las tierras del Jordán e Israel se estableció como una nación. A Josué le tocó continuar su obra. Hasta aquí, todo lo que sabemos acerca de Moisés según los libros sagrados del Pentateuco.


A este importante personaje del Antiguo Testamento, la Iglesia le rinde culto como santo. Los coptos y los etíopes, lo conmemoran el día 8 de septiembre; los sirios, el 5 de agosto; las iglesias occidentales lo conmemoran el 26 de febrero, el 1 o el 12 de marzo y el 5 de agosto. La Iglesia de Jerusalén lo conmemora con Oficio propio el día 4 de septiembre y ese mismo día es celebrado en el Duomo Patriarcal de Venecia.


Sobre el Monte Tabor existe una gran basílica dedicada a la Transfiguración y en ella también es celebrado, contando asimismo con numerosos templos cristianos dedicados a él en los territorios palestinos.


Antonio Barrero Avilés (Célula de los Santos Isapóstoles Cirilo y Metodio)



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