22/10 - Abercio, Isapóstol y Taumaturgo de Hierápolis


En el siglo II vivía en la Frigia Salutaris Abercio Marcelo, que era obispo de Hierópolis. A los setenta y dos años de edad, hizo una peregrinación a Roma y, al regreso, pasó por Siria, por Mesopotamia y visitó Nísibis. En todas partes encontró cristianos fervorosos que habían sido purificados por el bautismo y se nutrían del Cuerpo y la Sangre de Cristo.


Cuando volvió a Frigia, se construyó un sepulcro en el que mandó colocar una inscripción en la que se relataba con términos simbólicos e ininteligibles para los no cristianos el viaje que había hecho a Roma para «contemplar la majestad» del Pastor universal y omnividente (es decir, de Cristo).


Un hagiógrafo griego, interpretando esa inscripción a su modo, escribió una biografía de san Abercio. Según esa narración, el santo obispo convirtió con su predicación y milagros a tantas personas, que se le dio el título de «isapóstol» (igual de los Apóstoles).


Los biógrafos nos presentan al Santo en el apogeo de su gloria, triunfando sobre la idolatría pagana. El escenario es su sede de Hierápolis. El momento histórico, la llegada del decreto imperial mandando ofrecer sacrificios a los dioses. El decreto viene firmado por Marco Antonio y Lucio Vero. El encargado de su ejecución es Publio, gobernador de Frigia.


Abercio no puede contenerse al ver la profanación y la apostasía de su pueblo. Los días y las noches los pasa en continua vigilia y oración. "Dios de las misericordias —dice entre gemidos—, criador y conservador providente del mundo, guarda a mis ovejas fieles a la voz del divino Pastor y líbralas de los peligros del lobo que amenaza devorarlas." Pasaron así muchos días. Mas he aquí que una noche vió en sueños un joven que, entregándole una vara, le decia: "Levántate, Abercio: ve y castiga en mi nombre las apostasías de este pueblo". El Santo despierta sobresaltado y, convencido de que Dios guiaría sus pasos, se lanza como el huracán hacia el foro, lleno de ira como Moisés al bajar del monte, y, arremetiendo contra los dioses, los destroza y desmenuza contra el suelo, Después, volviéndose contra los sacrílegos profanadores, que, mudos de pavor, contemplaban la escena, les dice con todo énfasis: "Id al Senado y decid a vuestros jefes que los dioses, borrachos de la orgia de esta noche, han entablado una batalla campal y se han deshecho unos a otros".


La reacción popular no se hizo esperar. Las gentes, azuzadas por los sacerdotes y ministros de los ídolos, deciden poner fuego a la casa de Abercio. Quieren que en ella perezca el obispo con sus fieles. El Senado les hace desistir, ante el temor de que el fuego se corra por toda la ciudad. Ponen el caso en manos del gobernador Publio, rogándole que dé al culpable su merecido.


Los cristianos corren a llevar la noticia a su obispo y le suplican que se ponga a salvo con la huida. El Santo responde decidido: "¿Cómo huir, cuando los apóstoles iban alegres al martirio por amor de su Señor?", y lleno del espíritu de Dios sale inmediatamente con los suyos, atraviesa la ciudad y comienza a predicar en medio del foro la doctrina de Cristo. Al punto llega la multitud enardecida, clamando furiosa contra Abercio y sus seguidores. Cuando ya se disponía a descargar su ira contra ellos se presentan inesperadamente tres jóvenes posesos, que, acometiendo furiosamente a dentalladas y golpes, alejan de allí la multitud y en seguida ellos, como corderillos, caen postrados a los pies del Santo. Abercio se pone en oración, golpea suavemente a los tres posesos y los libra del demonio. La multitud, al darse cuenta del milagro, se acerca al Santo pidiendo a gritos la iniciación y el bautismo, Allí mismo comienza Abercio su catequesis. Hasta el anochecer estuvo el Santo obispo instrayendo al pueblo sobre la necesidad de la penitencia y la misericordia de Dios. Cuando, terminado el día, el Santo se retira a su casa, la gente le iba acompañando insistiendo en su demanda. Allí continúan horas y horas en actitud suplicante, sin que por un momento se acallaran los gritos, hasta que, al fin, vencido Abercio al filo de la medianoche, salió fuera y, movido de divina inspiración, comenzó a administrar el santo bautismo. Rápidamente creció el número de los fieles. El catecumenado de Hierápolis se vió incrementado por gentes que venían de toda el Asia Menor. Frigia, Lidia, Caria iban suministrando grandes contingentes de neófitos. Abercio no se cansaba de catequizar y bautizar. La fama de su doctrina y la gloria de sus milagros corría de boca en boca.


Un día, mientras se ocupaba, como de costumbre, en instruir a los catecúmenos, se acercó al Santo una noble matrona. Se llamaba Frigela. Era madre de Eugeniano, privado del emperador. Venia conducida del brazo por su servidumbre, pues había perdido completamente la vista. Frigela, llena de fe y confianza, se echó a los pies del Santo y le suplicaba diciendo: "¡Oh tú, el más respetable de los mortales! Apiádate de mí y devuélveme la vista. Que pueda ver otra vez la luz radiante del sol, Tengo muchas riquezas, familia, bienes de fortuna, posesiones inmensas. Pero soy la más miserable del mundo. ¡Ojalá que sólo viera, aunque careciera de todo lo demás! Socórreme, por favor. Tengo un hijo que puede mucho ante el emperador. Pero, ¡ah!, no me es posible verle con estos ojos apagados tanto tiempo ha".


"Mujer—contestó el Santo—, yo no soy más que un gran pecador. Sólo Dios puede hacer lo que me pides." Pero, hecha una pausa, el Santo se pone en oración y, fijando luego su vista en la afligida matrona, le dice: "Si de verdad crees en el Señor, El te puede curar, como curó al ciego de nacimiento". Y ella: "Creo que Cristo es el verdadero Dios. En su nombre tócame los ojos y cúralos". Las lágrimas confirmaban la sinceridad de su fe.


El Santo entonces, movido por Dios, dijo:


"Ven, luz verdadera Jesucristo, y abre esos ojos a la luz. Si de verdad cree en Cristo, que recobre al punto su vista y que esta vista corporal sea prueba de la interior iluminación." Al instante la ciega vió. La multitud quedó estupefacta ante el milagro. Todos dieron gracias a Dios. Se ausento Frigela, profundamente reconocida al Santo. Luego Abercio, como la cosa más natural, continuó su catequesis.


La curación de Frigela tuvo gran resonancia. Por Eugeniano, su hijo, llegó la noticia a oídos de la familia imperial. El hijo, gozoso, voló a abrazar a su madre y a agradecer al Santo la curación. La fama de Abercio crecía como la espuma. De todas partes acudían los enfermos y lisiados, en demanda de salud. Los milagros se multiplicaban a la voz del santo obispo. Pero en lo que más se puso de relieve su poder fue en echar los demonios de los cuerpos.


Una vez, despechado el maligno contra el siervo de Dios, le dijo amenazador: "Ya me lo pagarás, Abercio. Quieras que no, te voy a hacer ir a Roma mal que te pese". Aquella misma noche el Señor consoló al Santo y confirmó su misión: "Sí, irás a Roma—le dijo—, yo te ayudaré. Allí tu presencia contribuirá a difundir mi nombre y mi doctrina". El Santo se tranquilizó y contestó sumiso: "Hágase, Señor, tu voluntad".


Así fue, en efecto. La hija del emperador, llamada Lucila, cayó en posesión diabólica. Daba pena ver a aquella muchacha, joven de dieciséis años, que antes eclipsaba con su hermosura a todas las de su edad, lanzarse ahora por el suelo y gritar con rabia, mientras se desgarraba a mordiscos manos y piernas y se retorcía en contorsiones dantescas. Faustina, su madre, y el emperador lloraban inconsolables su desgracia. En vano imploraron la ayuda de los sacerdotes y arúspices de todas las religiones de Italia. El demonio cada día iba haciendo mayores estragos en su hija.


Afortunadamente el emperador supo por Eugeniano el poder taumatúrgico del obispo de Hierápolis. Le hace venir a Roma. El camino fue una siembra de prodigios. La emperatriz Faustina le recibe complacida. Su marido había tenido que ausentarse rápidamente de Roma para contener el avance de los bárbaros, que acababan de pasar las fronteras del Imperio. Faustina, al verle, quedó prendada del hombre de Dios y, llena de confianza, le rogó con lágrimas en los ojos que librara a su hija del demonio.


Abercio pidió que le presentaran la muchacha. Ella, al encontrarse en presencia del Santo, contra su costumbre, comenzó a dar muestras de jubilosa alegría. Por su boca habló el demonio diciendo, triunfador, al Santo: "¿Ves, Abercio? ¿Ves cómo has venido? He salido con la mía". El Santo contestó sereno: "Sí, es verdad, he venido; mas para tu ruina, porque Dios está conmigo".


Después ordenó que llevaran a Lucila al hipódromo. Dios inspiró a su siervo dar gran publicidad al milagro, y para eso el hipódromo era un escenario muy a propósito. La multitud acudió allí de todas partes. El demonio, presagiando su derrota, extremó su tortura en los últimos momentos. Daba lástima ver a la hija del emperador en aquel estado de furiosa posesión diabólica. Pero pronto se acabará el poder del maligno.


El Santo, puesto en oración, intimó al demonio y le dijo: "Sal de esta joven. Yo te lo mando en el nombre de Cristo". A esta voz la joven cayó como muerta a los pies del Santo. Su madre y la multitud que la acompañaba prorrumpió en un clamoroso llanto. Abercio calmó a la multitud y, dirigiéndose de nuevo al demonio, le dijo "Pues que tú te empeñaste en traerme a Roma contra mi voluntad, ahora, en nombre de Jesucristo, yo te mando que cargues esta ara y la lleves a cuestas hasta Hierápolis y la coloques allí junto a la puerta austral'. El demonio, obediente como un corderillo, cargó con la piedra y fue a dejarla donde el Santo le mandó. Mientras tanto la joven Lucila, vuelta en sí, se arrodilló con su madre a los pies de Abercio, en actitud de profundo agradecimiento.


Se sabe que, en recompensa al Santo, la emperatriz mandó embellecer la ciudad de Hierápolis dotándola de baños públicos y lugares de culto para los cristianos.


En cuanto a Abercio es notorio que, a su vuelta, fue recibido por su pueblo con grandes manifestaciones de entusiasmo y que conservó siempre vivo e imperecedero recuerdo de su viaje a Roma y de las cristiandades por él visitadas. Él mismo se preparó el sepulcro y personalmente redactó su epitafio fúnebre.


Después de muchas fatigas y aflicciones, Abercio reposó en paz hacia el año 167 (o, según algunos, en 186).


Éste es el texto del epitafio, y no es menor memoria del santo leerlo precisamente en su día. Téngase presente que dos símbolos cristianos que ahora son importantes pero accesorios al símbolo central de la cruz, eran, sin embargo, dos elementos muchísimo más difundidos en los primeros siglos: la imagen de Jesús como Buen Pastor, y la palabra «pez» para referirse a Cristo o a nuestra fe, que en griego es un anagrama del anuncio cristiano; efectivamente en griego pez, ichthys, contiene el anagrama de Iesoús CHristós THeoú Yiós Soter (Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador):


Yo, ciudadano de una ciudad distinguida, hice este monumento
en vida, para tener aquí a tiempo un lugar para mi cuerpo.
Me llamo Abercio, soy discípulo del pastor casto
que apacienta sus rebaños de ovejas por montes y campos,
que tiene los ojos grandes que miran a todas partes.
Este es, pues, el que me enseñó... escrituras fieles.
El que me envió a Roma a contemplar la majestad soberana
y a ver a una reina de áurea veste y sandalias de oro.
Allí vi a un pueblo que tenía un sello resplandeciente.
Y vi la llanura de Siria y todas las ciudades, y Nísibe
después de atravesar el Eufrates; en todas partes hallé colegas,
teniendo por compañero a Pablo, en todas partes me guiaba la fe
y en todas partes me servía en comida el pez del manantial,
muy grande, puro, que cogía una virgen casta
y lo daba siempre a comer a los amigos,
teniendo un vino delicioso y dando mezcla de vino y agua con pan.
Yo, Abercio, estando presente, dicté estas cosas para que aquí se escribiesen,
a los setenta y dos años de edad.
Quien entienda estas cosas y sienta de la misma manera, ruegue por Abercio.
Nadie ponga otro túmulo sobre el mío.
De lo contrario pagará dos mil monedas de oro al tesoro romano
y mil a mi querida patria Hierápolis.



Fuente: GOARCH / El Testigo Fiel / mercaba.org