23/10 - Santiago (Jacobo) el Apóstol, hermano de nuestro Señor


Según algunos, este Santo era hijo de José el Desposado, nacido de una esposa que este habría tenido antes de desposarse con la Siempre Virgen, por lo que sería hermano del Señor. Otros, sin embargo, dicen que era sobrino de José, hijo de su hermano Cleofás -también llamado Alfeo- y de su esposa María, prima de la Deípara. Sea cual sea su genealogía, Santiago es llamado en las Escrituras «hermano del Señor» por el parentesco con él.

Este Santiago es llamado «el Menor» (Mc 15,40) por los Evangelistas para distinguirlo del homónimo hijo de Zebedeo, llamado «el Mayor».

Santiago se convirtió en el primer Obispo de Jerusalén de manos de los Apóstoles, según Eusebio (‘Hist. ecles.’, libro II, 23).

En una edad en la que se encontraba lleno de una profunda pasión espiritual, Santiago ardió para Cristo con una luz radiante tan poderosa que atrajo a muchos paganos hacía su bando. Muchos judíos y griegos se convirtieron instantáneamente al escuchar su valiente predicación y su fama como campeón del Nuevo Evangelio muy pronto de propagó por el todo el Medio Oriente. Los judíos se sintieron tan tocados por el poder evangelizador del Santo Apóstol que muy pronto lo empezaron a llamar “Obliah”, o “Santiago el Justo”, así como “Rodillas de Camello, en referencia al hecho de que después de haber pasado miles de horas arrodillado en oración, sus rodillas mostraban unas gruesas callosidades con la textura del cuero.

En el intento de vivir a plenitud el Evangelio de toda manera posible, el Hermano de Jesús practicó una severa austeridad en su propia vida diaria. Evitando todo tipo de grasas, vivió a base de pan seco y agua. Además practicó la abstinencia sexual con una dedicación notable, manteniéndose casto hasta el final de sus días. Manteniéndose despierto hasta altas horas de la noche rezaba incesantemente y se sintió sobrepasado de gozo cuando los Doce Apóstoles lo incluyeron entre los Setenta discípulos enviados a predicar la Buena Nueva a lo largo del mundo de la antigüedad.


Su oportunidad llegó en la Fiesta de la Pascua, en la que los creyentes se reunían anualmente para rezar y ofrecer sacrificios rituales. Dirigidos por el Sumo Sacerdote Ananías, los intrigantes le ordenaron al gran evangelizador subirse al techo del templo para que de ese modo pudiera dirigirse mejor a la multitud de fieles reunidos. Ellos insistieron en que debía de usar esta oportunidad para calumniar al hombre llamado Jesús e informar a la multitud que sus demandas de ser el Hijo de Dios habían sido planteadas sin tener fundamento alguno.


Dirigidos por el astuto Sumo Sacerdote, los mentirosos hicieron su mejor esfuerzo para convencer al Hermano del Señor para que lo traicionase desde el tejado.


Según muchos relatos del suceso, ellos se acercaron y le murmuraron al oído: “Oh venerable. Te rogamos que le hables a la gente… Aléjalos de Jesús, pues ellos han sido engañados y dicen que Él es el Hijo de Dios. Instrúyelos en la verdad, para que ellos no permanezcan en el error.


“Nosotros te reverenciamos y te escuchamos, tal como lo hace toda la gente. Estamos dispuestos a testificar lo que digas, que lo que tú dices no es nada más que la verdad y no fruto de falsos respetos a las personas. Exhorta a la gente para que no sea engañada por Jesús, quien fue crucificado. Te pedimos que desde lo más alto del templo, donde todos te pueden ver y escuchar, hables a la cantidad de gente que se ha reunido aquí, tanto Israelitas como gentiles.” 


El Hermano del Señor escuchó atenta y cuidadosamente esas instrucciones. Pero en vez de obedecerlas proclamó -fuerte y alto- la verdad sobre el Hijo de Dios y su Gloria eterna a la Mano Derecha del Padre. 


“¿Por qué me cuestionáis acerca del Hijo de Dios…”, preguntó en voz muy fuerte, de modo que todos lo pudieran escuchar, “…quien sufrió voluntariamente, fue crucificado, enterrado y resucitado de la tumba al tercer día? Él ahora está sentado en los cielos a la diestra de Altísimo desde donde vendrá nuevamente, de entre las nubes de los cielos, para juzgar a los vivos y a los muertos.” 


Los que lo escuchaban se conmovieron profundamente –en muchos casos al punto de que se convirtieron- pero los conspiradores de los sacerdotes, acompañados por los Escribas y Fariseos que odiaban a Jesús, habían escuchado suficiente. Enojados por las declaraciones triunfantes del Santo Apóstol lo arrojaron del tejado hacia el pavimento, fracturándole los huesos e hiriéndole mortalmente durante este proceso. 


Mientras agonizaba en el suelo, otro de los conspiradores se adelantó hacia el Santo Apóstol con un gigantesco mazo de madera destrozándole el cráneo y dejando sus sesos dispersos por las piedras del pavimento.


Santiago se ganó la corona del martirio a la edad de 66 años. Aún a pesar de la brutalidad de su asesinato murió rezando por aquellos que lo habían asesinado: “Señor, no les tengas en cuenta estos pecados, pues ellos no saben lo que hacen.”


La primera de las Epístolas Católicas (Universales), destinada a los judíos de la diáspora que habían creído en Jesús, fue escrita por este Santiago. Esta Epístola es un testimonio elocuente del poder salvador del Santo Evangelio y de la gloria del Dios Todopoderoso. El poder del Dios Amoroso puede ser visto en ese pasaje inolvidable en el que el Apóstol Santiago lo describe como la luz perfecta y sin sombra: «[…] toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación» (Santiago 1, 17).


Además de la Epístola General, este maravilloso escritor compuso la Liturgia Divina, un tejido de rituales y oraciones que les permitió a los primeros cristianos comunicarse con su amado Dios. En este documento inspirado Santiago llenó páginas de páginas con sentidas oraciones… hasta el punto que dos Padres de la Iglesia posteriores a él, San Basilio y San Juan Crisóstomo, se sintieron impulsados a reducirlas a versiones más cortas, y por lo tanto mejor manejables, al tiempo que mantenían intacto su original espíritu inflamado.


LECTURAS DE LA DIVINA LITURGIA


Gál 1,11-19: Hermanos, os hago saber que el Evangelio anunciado por mí no es de origen humano; pues yo no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Porque habéis oído hablar de mi pasada conducta en el judaísmo: con qué saña perseguía a la Iglesia de Dios y la asolaba, y aventajaba en el judaísmo a muchos de mi edad y de mi raza como defensor muy celoso de las tradiciones de mis antepasados. Pero, cuando aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí para que lo anunciara entre los gentiles, no consulté con hombres ni subí a Jerusalén a ver a los apóstoles anteriores a mí, sino que, enseguida, me fui a Arabia, y volví a Damasco. Después, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas, y permanecí quince días con él. De los otros apóstoles no vi a ninguno, sino a Santiago, el hermano del Señor.


Mt 13,54-58: En aquel tiempo, Jesús fue a su ciudad y se puso a enseñar en su sinagoga. La gente decía admirada: «¿De dónde saca este esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?». Y se escandalizaban a causa de él. Jesús les dijo: «Solo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta». Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe.



Fuente: goarch.org / laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com / crkvenikalendar.com / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española

Adaptación propia