En tiempo de la persecución de Decio, mediados del siglo III, uno de los lugartenientes de este emperador, llamado Cambricio, se presentó en Cesarea de Bitinia para ejecutar el edicto promulgado contra los cristianos. Leucio, que era uno de los ciudadanos principales de aquel lugar, se atrevió a reprocharle su ardor por el culto a los ídolos. Inmediatamente fue por ello castigado con toda suerte de tormentos: fue colgado, rastrillado de manera inmisericorde en los costados y finalmente decapitado.
En el momento en que el lugarteniente estaba a punto de abandonar la ciudad, un célebre atleta llamado Tirso, que había admirado la constancia de Leucio en los tormentos, se presentó a este oficial y públicamente le reprochó su idolatría. No pudo tolerar tal audacia el gobernador y, sin más forma procesal, lo hizo azotar y encarcelar. La mano invisible de Dios lo curó de sus heridas, abrió la puerta de la prisión y lo sacó de allí. Tirso fue inmediatamente a Fileas, el obispo de Cesarea, para ser bautizado por él. Después de su bautismo, fue nuevamente capturado y entregado a los verdugos. Pero a lo largo de las torturas infligidas a Tirso, se produjo toda una serie de prodigios: fue sentenciado a ser aserrado, pero la sierra no cortaba y se volvió tan pesada en manos de los verdugos que no podían moverla. La víctima fue conducida a Apamea y, de allí, a Apolonia del Helesponto. Un gran sacerdote de los ídolos, llamado Calínico, se convirtió y fue decapitado con otros quince sacerdotes que siguieron su ejemplo. Al fin, Tirso sucumbió a los diversos suplicios que sucesivamente se le infligieron.
A finales del siglo IV, el emperador Flavio construyó una iglesia a San Tirso cerca de Constantinopla y colocó sus reliquias sagradas en ella. El Santo se apareció en una visión a la Emperatriz Pulqueria y le aconsejó enterrar las reliquias de los Cuarenta Mártires (9 de marzo) junto a las suyas.
Se debe, sobre todo, a la difusión del culto de san Tirso, el que estos mártires hayan sido ilustres. Puede que haya habido una traslación del cuerpo de san Tirso a Nicomedia, aunque no se puede afirmar con certeza. A fines del siglo IV fue trasladado de Apolonia a Constantinopla. En Occidente, el culto a este santo se propagó por ambos lados de los Pirineos.
En España tuvo gran difusión, a partir del siglo XVI, un mártir supuestamente toledano, de nombre Tirso, cuyas características respondían al san Tirso que nos ocupa y se celebraba el 28 de enero; evidentemente, se trataba sólo de una nacionalización (muy frecuente) del mismo santo que celebramos hoy, lo que ha dado por resultado una amplia variedad de obras artísticas y templos dedicados al mártir en el centro y norte de España.
Por otro lado, durante el reinado de Diocleciano (284-305), el Gobernador de Antínoe en la Tebaida del Alto Egipto era Arriano, fiero perseguidor que había enviado a muchos cristianos a una muerte violenta, entre ellos a los Santos Timoteo y Maura (ver el 3 de mayo) y a Santa Sabina (16 de marzo). Cuando hubo aprisionado a cristianos por su confesión de fe, uno de ellos, llamado Apolonio, Lector de la Iglesia, perdió el valor a la vista de los instrumentos de tortura y pensó en cómo podía escapar de los tormentos sin renegar de Cristo. Le dio dinero a Filemón, tocador de flauta y pagano, para que se pusiera las ropas de Apolonio y ofreciera sacrificio ante Arriano para que todos pensaran que era aquel quien había cumplido la voluntad del Gobernador y fuera liberado. Filemón se mostró de acuerdo con el plan, pero, cuando iba a sacrificar, iluminado por la gracia divina, se declaró cristiano. Él y Apolonio, que también confesó a Cristo cuando el fraude fue descubierto, fueron decapitados. Antes de ello Arriano había ordenado que fueran asaeteados, pero los Santos permanecieron indemnes, mientras que el Gobernador fue herido por una de las flechas. San Filemón predijo que, después de su martirio, Arriano sería curado en su tumba, y, cuando esto sucedió, el Gobernador, perseguidor que había asesinado a tantos servidores de Cristo, creyó en el Señor y fue bautizado con cuatro de sus guardaespaldas. Diocleciano tuvo noticia de ello e hizo llamar a Arriano y a sus guardaespaldas, que fueron arrojados al mar por su confesión de Cristo y recibieron la corona de la vida eterna.
Fuente: GOARCH / El Testigo Fiel / laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com
Traducción del inglés y adaptación propias