Los datos sobre estos cuatro santos que llevaron vida monástica además de pertenecer a la misma familia de sangre, son muy escasos. Sin embargo, están mencionados en muchas fuentes orientales. Hay una «Vita» escrita por Simeón Metafrastes.
Jenofonte y su esposa María eran personas prominentes y sumamente adineradas. Jenofonte era un noble senador muy estimado en el gobierno bizantino, bajo la autoridad del gran Emperador Justiniano. Como su esposo, la siempre agradable a Dios María había sido educada en una piadosa familia cristiana que insistió en poner al Señor Jesucristo por encima de todo. Humildes y prácticos al mismo tiempo, esta bondadosa pareja rezaba frecuentemente a Dios con una inmensa gratitud. Ellos le daban gracias no sólo por su feliz matrimonio y sus felices vidas juntos, sino también por haberles enviado dos guapos hijos a quienes ellos amaban más que la vida misma.
Desde tierna edad los hijos de la pareja -el alegre Arcadio y su igualmente enérgico hermano Juan- probaron ser estudiantes excelentes y cristianos comprometidos que ponían su fe en el Dios Todopoderoso por encima de todo. Y cuando sobresalieron en la escuela, ganando todos los premios posibles, sus orgullosos padres los inscribieron como estudiantes en la altamente recomendada Escuela de Leyes en la ciudad cosmopolita de Beirut, una ciudad supremamente cultural ubicada en el corazón del imperio marítimo de Fenicia. Corría el año 460.
Entonces, durante la travesía por el Mar Mediterráneo, ocurrió un incidente inesperado: el viento se levantó y el cielo se oscureció. Los dos hermanos se aferraron mutuamente, presas del terror. No podían evitar el desastre que se avecinaba. En cuestión de minutos la embarcación en la cual estaban viajando se vio inundada por las inmensas olas del océano. Gimiendo de pavor, los aterrorizados marineros luchaban desesperadamente para evitar que el amenazado galeón se volcara. Pero sus esfuerzos fueron inútiles: en menos de una hora, la embarcación, maltratada por el viento, se había hundido hasta el fondo llevándoselo todo consigo. Inmersos en el rugiente remolino, los dos hermanos – Juan y Arcadio de Constantinopla– muy pronto se vieron separados y luchando por mantenerse a flote mientras que la poderosa tormenta asolaba sobre ellos, como un demonio furioso, y caían granizos e intensas lluvias de las nubes… Pronto pareció que ellos habían desaparecido... sin dejar ninguna huella. Más vivos que muertos, los dos jóvenes se aferraron a los maderos destrozados de la embarcación. Una y otra vez las olas los amenazaron con ahogarlos, pero ellos se aferraron desesperadamente y, finalmente, se libraron de ese oleaje inmisericorde. Juan pisó tierra cerca del poblado Fenicio de Melfitán, mientras que su hermano se estrelló algunas millas al sur en la antigua ciudad de Tiro. Mojados y casi asfixiados por el agua del mar, cada uno de los sobrevivientes lloró amargamente mientras daban por supuesto mutuamente que su amado hermano había muerto. Tan terrible fue el pensamiento de vivir sin su hermano perdido que, de hecho, Arcadio y Juan decidirían retirarse del mundo para ser monjes llevando vidas austeras de dolor afligido. Al final ellos terminarían viviendo como monjes en dos comunidades de clausura... separados solo por algunas millas.
Mientras tanto, en la gran capital bizantina, los padres de estos dos jóvenes en peligro nunca se imaginaron que en ese preciso instante sus hijos batallaban para mantenerse vivos bajo una torrencial tormenta en el mar. Sin embargo, fueron informados algunos meses después del desastre, notificádoseles que la gran embarcación se había hundido hasta el fondo y que nunca más volverían a ver a sus hijos. Para ellos, piadosos Cristianos, era extremadamente difícil aceptar este acontecimiento como “la voluntad de Dios.” Pasaron dos largos años durante los cuales los doloridos padres de Arcadio y Juan lucharon por aceptar la tragedia de que aparentemente habían a sus hijos para siempre. ¡Qué agonías sufrieron tratando de reconciliar sus corazones con este destino! Ninguno de sus dos hijos se puso en contacto con ellos, posiblemente por el hecho de que ninguno era capaz de llevar las noticias de la muerte de su hermano a esas almas ancianas.
Esperando aliviar el dolor con una larga visita a los Santuarios Santos de Palestina, los doloridos padres llegaron a Tierra Santa, donde se hicieron amigos de un viejo y sabio monje. Este escuchó su trágica historia y pronto empezó a hacer averiguaciones. Después de algunas semanas, llegó con un hecho sorprendente: dos hermanos, ambos monjes, recientemente se habían reunido después de haber estado separados. Ambos habían sido víctimas de un naufragio… y cada uno de ellos había dado por supuesto -erróneamente– que su amado hermano había fallecido en el desastre en el mar.
Casi sin atreverse a creer lo que oían, los temerosos padres rogaron una audiencia para ver a los dos hermanos monjes que recientemente se habían encontrado. La audiencia fue concedida prontamente por sus abades. Y cuando finalmente tuvo lugar, la gratitud que sintieron Jenofonte y María fue tan intensa que decidieron donar su cuantiosa fortuna a los pobres y entrar, ellos mismos, a vivir la vida monástica.
Por duro que pueda parecer, los cuatro miembros de esta bendita familia solo podían concluir que el incidente del naufragio había sido parte de la obra de la Divina Providencia, que los había estado llamando desde el principio a vivir una vida religiosa. Finalmente San Jenofonte y sus dos hijos devotos residirían en el gran Monasterio de San Sabas en Palestina, mientras que María entró a la vida religiosa en el cercano Monasterio de San Teodosio. Posteriormente el padre y los hijos se dirigieron al desierto. Murieron a edades avanzadas alrededor del año 500 mientras alababan al Padre Todopoderoso y a Su Hijo Amado con innumerables oraciones y actos de abnegación como ayunos, trabajo duro y dormir a la intemperie en el suelo.
Fuente: El Testigo Fiel / laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com
Adaptación propia