Según el “Liber pontificalis”, León nació en la Toscana: “Leo natione tuscus, ex patre Quintiano”, aunque se ignora quién era este Quintiano. Desde muy antiguo fue venerado en Volterra (Pisa), lo que ha dado pie a que muchos lo hayan hecho originario de esta ciudad toscana, pero la mayoría de los historiadores recientes se inclinan por creer que fuese romano de nacimiento. De hecho, en más de una ocasión, él dice que Roma es su patria e incluso San Próspero de Aquitania, que era amigo suyo, lo considera natural de Roma: “Igitur Leo diaconus legatione publica accitus et gaudenti patriae praesentatus”. Estas dos tesis, que parecen ser contradictorias, pueden armonizarse dando por bueno que León nació en Roma, pero en el seno de una noble familia proveniente de la Toscana.
Como fue elegido Papa en el año 440, muy probablemente naciera a finales del siglo IV y muy poco se sabe de él antes de acceder a la sede de Pedro. Se supone que frecuentó la escuela, donde aprendió el arte de la escritura y donde debió adquirir una amplia cultura teológica, ingresando muy joven en el estado clerical, llegando a ocupar responsabilidades muy importantes en tiempos del Papa San Celestino I (422-432). Aunque ha habido quien lo ha identificado con él, no parece que fuera el acólito romano llamado León que llevó a San Aurelio, obispo de Cartago, una carta del sacerdote Sixto, futuro Papa San Sixto III.
En el año 430, siendo sólo diácono, convenció a San Juan Casiano para que completara su obra “De Incarnatione Domini contra Nestorium”. En el prefacio de esta obra, Juan Casiano se la dedica y le llama “decoro de la Iglesia romana y del ministerio divino”, lo que indica la celebridad de León aun antes de ser elegido Papa. Al año siguiente, en el 431, San Cirilo de Alejandría escribía a León rogándole que, con su autorizada palabra, consiguiera que el Papa Celestino I impidiera las pretensiones del Patriarca Juvenal de Jerusalén de obtener la supremacía sobre toda Palestina. En esa misma fecha, el Papa Celestino, escribiendo a los monjes de la Provenza sobre la cuestión pelagiana de la gracia y la autoridad de San Agustín, añade a su carta una serie de documentos pontificios que son atribuidos a León.
Asimismo, San Próspero de Aquitania atribuye a León las decisiones que tomó el Papa Sixto III con respecto al obispo pelagiano Julián de Heraclea, que intentaba ser readmitido en su sede episcopal. El prestigio del diácono León debía ser tan grande que, en el año 440, la corte imperial le confió la misión de llevar a las Galias el acuerdo alcanzado entre el patricio Ezio y el prefecto del pretorio Albino, cuando estalló entre ellos una pelea que pudo degenerar en una guerra civil en las Galias. Mientras León estaba allí cumpliendo con aquella misión, el 19 de agosto del 440, moría en Roma el Papa Sixto III. El clero y el pueblo de Roma, de mutuo acuerdo, eligieron como su sucesor al diácono León.
San Próspero de Aquitania dice que mientras que a veces las elecciones pontificias habían originado grandes discordias, esta elección de León se hizo de forma admirable y tranquila, “mirabili pace”, y que con admirable paciencia, “mirabili patientia”, el pueblo romano esperó durante cuarenta días el retorno de León desde las Galias. El 29 de septiembre tuvo lugar su consagración como obispo de Roma y Sumo Pontífice. El diácono León se convertía en obispo de Roma. Esta fecha, 29 de septiembre, fue muy importante para el Papa León I, pues adquirió la costumbre de reunir anualmente en ese día el Sínodo de los obispos sufragáneos de Roma y realizar importantes sermones, algunos de los cuales han llegado hasta nuestros días.
Su largo episcopado – veintiún años – transcurrió en uno de los tiempos más trabajosos y más difíciles en la historia de la Iglesia, porque en Occidente, mientras la incapacidad del poder político llevaba al Imperio hacia la catástrofe, las herejías atormentaban a la Iglesia: el arrianismo – que estaba oficialmente liquidado a finales del siglo IV – intentaba sobrevivir, el pelagianismo estaba muy activo, surgió el maniqueísmo, el nestorianismo había sido recientemente condenado en el Concilio de Éfeso y nacía el eutiquianismo. A todas estas tormentas eclesiales internas, se unía la presión que los bárbaros del norte ejercían por todos lados, incluso por el sur, ya que los vándalos de Genserico se habían establecido en el norte de África. En estas condiciones tan adversas, León fue un papa providencial, que dedicó todas sus energías en mantener íntegra la pureza de la fe ortodoxa y en reordenar y reforzar la organización de la Iglesia.
León consideraba en primer lugar que era el obispo de Roma, era consciente de ello y sentía esa responsabilidad, tanto más cuanto que las funciones del obispo eran vitales para su ciudad e iban más allá del límite de lo que era su misión pastoral. Su primer deber era la predicación y a eso se dedicó asiduamente. Sus sermones eran esperados por el pueblo, que siempre estaba atento y deseoso de aprender de lo que salía de los labios de su pastor. En estos sermones siempre tocaba los temas de actualidad y trataba con ellos educar tanto al clero como al pueblo, de manera que ante todos apareciera como un obispo ejemplar a quien imitar, que su primado consistía en dar buen ejemplo al resto de la Iglesia.
Roma tenía que aparecer y ser considerada como “un pueblo santo, un pueblo elegido, una ciudad sacerdotal y regia” y precisamente por esto, fue especialmente severo con los maniqueos que abundaban en la capital desde el año 439, donde formaban una secta secreta, difícil de localizar y por lo tanto, cada vez más peligrosa desde el punto de vista de la fe. En sus “Sermones”, se pueden seguir todas las fases de esta lucha contra los maniqueos. Como conocía perfectamente la doctrina emanada de los Concilios Ecuménicos y las Sagradas Escrituras, desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento, conocía el sentido bíblico del ayuno y por lo tanto, la hipocresía que se escondía entre sus seguidores incluso a la hora de acercarse a recibir los sacramentos. Investigó sobre ellos y, reuniendo al clero y a los obispos presentes en Roma, interrogó a algunos maniqueos que habían sido arrestados y realizó debates públicos con sus representantes. De esa manera confirmó que el maniqueísmo era una especie de mezcla de errores y prácticas supersticiosas – como el culto al sol -, por lo que ordenó quemar todos sus libros, los puso en manos del poder civil y legisló contra ellos. Muy significativa fue también su lucha contra algunos mercaderes que venían de Oriente y que comenzaron a difundir el eutiquianismo.
Como defensa contra los residuos de algunas prácticas paganas existentes aun en la ciudad, sustituyó esas fiestas paganas por fiestas cristianas, como por ejemplo, las “Colectas”, en sustitución de los “Ludi Apollinaris”, que eran unos juegos que los romanos celebraban entre los días 5 y 13 de julio en honor del dios Apolo. Instituyó asimismo la festividad de la “Cátedra de San Pedro” en sustitución de la Caristia o “Cara Cognatio”, que era una fiesta pagana que los romanos celebraban el 22 de febrero para honrar a los familiares difuntos.
Otra de sus actividades como obispo romano fue la restauración de las basílicas ya existentes y la construcción de nuevas iglesias en la periferia de la ciudad. Según el “Liber Pontificalis”, reparó y embelleció la antigua Basílica de San Pedro enriqueciéndola con preciosos mosaicos, no solo en el ábside sino también en la fachada; igualmente lo hizo en la Basílica de San Pablo extramuros, adornándola con fuentes para que los peregrinos pudiesen utilizarlas a su llegada a Roma. También se preocupó de la dignificación de las ceremonias religiosas, para lo cual, por ejemplo, encomendó la Basílica de San Pedro a una comunidad de monjes. Al cuidado espiritual de su grey, unió su preocupación por el bienestar y el buen estado material de su ciudad, Roma. Dos acontecimientos terribles demostraron su grandeza y magnanimidad como romano.
La primera vez fue cuando los hunos, después de haber sido derrotados en Chalons, en la primavera del año 452 atravesaron los Alpes, invadieron el norte de Italia, arrasaron Aquileya y se dirigían a Roma. El emperador Valentiniano III, con toda su familia, se había refugiado en Roma; mientras que el Senado y el pueblo no encontraron otra salida que acudir al Papa para que éste enviara a un embajador ante el rey Atila. El mismo León le salió al encuentro en Mantova, donde el río Mincio desemboca en el Po y obtuvo que los hunos se retirasen y se fueran a la frontera del Danubio. La leyenda dice que durante las negociaciones entre ambos, Atila vio cómo se abrían los cielos, apareciendo los apóstoles Pedro y Pablo dispuestos a defender a León, pero la realidad es que los detalles de estas negociaciones se desconocen y Atila, que era pagano y no tenía por qué temer a la Iglesia, pudiera haberse retirado, contento con el botín del saqueo o quizás huyendo de alguna plaga o hambruna en aquella zona de Italia.
La segunda vez fue tres años más tarde, con Genserico, pero no obteniendo el mismo éxito. El 3 de mayo del 455 los vándalos provenientes de África desembarcaron en Italia, avanzando hacia Roma. El Papa León fue el único que trató de defender la ciudad, pero no pudo impedir que los vándalos la invadieran y saquearan por espacio de dos semanas. Sin embargo, sí logró que la ciudad no fuera incendiada, que las basílicas de San Pedro, San Pablo extramuros y la Lateranense no fueran saqueadas y que no se masacraran a los habitantes de la ciudad que, precisamente, se habían refugiado en el interior de esas basílicas y otras iglesias romanas. Sin embargo, los daños fueron inmensos, Genserico se llevó como rehén a Cartago a la viuda del emperador Valentiniano III y a dos de sus hijas, una de las cuales – Eudoxia – contraería matrimonio con Hunerico, hijo y sucesor de Genserico.
El “Liber Pontificalis” habla de los vasos sagrados que el Papa León donó a las iglesias romanas en sustitución de los que fueron saqueados por los vándalos. En recuerdo de estos acontecimientos, los romanos anualmente comenzaron a celebrar ceremonias de acción de gracia en honor de los apóstoles Pedro y Pablo, por haber impedido que la ciudad hubiese sufrido peores daños, como el incendio y la matanza de sus habitantes. No nos han llegado hasta nuestros días ninguno de los sermones que el Papa dirigía a su pueblo en estas celebraciones anuales.
San León Magno, persuadido de que la obligación del obispo de Roma no era sólo gobernar en la caridad a todo el pueblo romano, sino que esa misión tenía que extenderla a todos los fieles del Pueblo de Dios, que es la Iglesia, cumplió también esta misión. Para él, lo que hoy conocemos como el Papado fue también el centro de esta misión y así, ninguna de las provincias del extenso Imperio Romano escapó de su vigilancia. Sin embargo, su actividad episcopal no se extendía a todos los obispos de la misma manera. El obispo de Roma era el metropolita de prácticamente todas las regiones italianas y de las islas de Sicilia, Córcega y Cerdeña, era el primado de Italia y era el Patriarca de Occidente, por lo tanto, era normal que la actividad de León fuera más frecuente con todos aquellos que eran sus obispos sufragáneos. Éstos se acercaban a Roma al menos una vez al año, con ocasión del sínodo que se celebraba en el aniversario de su elección; y también en aquellas otras ocasiones en las que tuvieran que tratar un tema especial con él.
A los obispos de las regiones de Campania, Piceno y Toscana les recordó los cánones que regulaban la elección de los candidatos al sacerdocio, determinando, entre otras cosas, que quienes fueran esclavos tenían que ser liberados antes de la ordenación. A los obispos sicilianos les recriminó que confirieran los sacramentos del Bautismo y el Orden Sagrado fuera de los templos, ya que así lo determinaban los cánones. Dio normas muy precisas para que los bienes eclesiásticos no fueran dilapidados y mostró una exquisita generosidad cuando ordenó ayudar al legado pontificio Pascasino, que había sido saqueado y hecho prisionero por los vándalos.
Con el resto de los obispos italianos tenía relaciones principalmente cuando se trataba de cuestiones sobre la fe. León solicitó a todos los obispos de la Italia septentrional el apoyo a su “Tomus ad Flavianum” – carta dogmática en la cual restablecía la tradición ortodoxa contra las afirmaciones herejes que consideraban al Hijo inferior al Padre y que fue aprobada por el Concilio de Calcedonia con las palabras de “Pedro ha hablado por boca de León”– y quiso que los herejes, antes de volver a reconciliarse con la Iglesia, públicamente abjuraran de sus errores.
El obispo Nicetas de Aquileya le expuso algunas cuestiones, solicitándole se las solucionara, como por ejemplo, éstas: algunos cónyuges, después de haber estado varios años prisioneros de los hunos, reaparecieron cuando sus esposas, creyendo que estaban muertos, se habían casado de nuevo; o que algunos católicos que habían sido hecho prisioneros por los herejes, habían consentido ser bautizados de nuevo; o que algunos habían sido bautizados una sola vez pero por sacerdotes herejes; o sea, le planteaba cuestiones relacionadas con la validez y licitud de los sacramentos del Bautismo y del Matrimonio. León le respondió: En el primer caso, la mujer tenía que retornar con el primer y único marido; en el segundo de los casos, que hicieran penitencia y que recibieran el perdón por parte del obispo mediante la imposición de las manos; y en el tercer caso, o sea, los que habían sido bautizados por un hereje, debían ser confirmados con la sola invocación del Espíritu Santo mediante la imposición de las manos.
Con los obispos de las Galias, Hispania y África se comportaba como Patriarca de Occidente, o sea, intervenía si apelaban a él. Fue famosa su intervención con San Hilario de Arlés, que se comportaba según le dictaba su intempestivo y estricto carácter. Vale la pena que nos detengamos contando este hecho: Los límites de la provincia del metropolitano del sur de las Galias nunca se habían fijado exactamente y en una ocasión en la que San Hilario de encontraba en el territorio en disputa, depuso a un obispo llamado Celedonio acusado de haberse casado con una viuda antes de recibir la consagración y de haber dictado una sentencia de muerte cuando era magistrado. Ambos cargos eran impedimento para ser obispos. Celedonio fue a Roma y ante el Papa León demostró que era inocente. En cuando San Hilario supo que Celedonio había ido a Roma, también fue él y en Roma asistió a un Sínodo, no para defender su causa, sino para probar que se trataba de un caso que caía bajo la jurisdicción de los representantes papales en las Galias, por lo que no cabía esperar sentencia alguna del Sínodo. Pero San Hilario sabía que “le vigilaban” y que le iban a obligar a comulgar con Celedonio, por lo que secretamente se fue de Roma y se marchó a Arlés. El Sínodo dictó sentencia contra él. Poco tiempo después fue acusado de nuevo ante el Papa de Roma porque San Hilario había nombrado a un obispo cuando su antecesor se hallaba agonizante pero aún no había muerto. Éste recobró la salud y los dos obispos comenzaron a disputarse el gobierno de su diócesis. San Hilario apoyó al que él había nombrado, pero el Papa San León – al que recurrieron los dos contendientes – determinó que el proceder de San Hilario había sido ilegal y podía conducir a un cisma, por lo que le reprendió con severidad, le prohibió nombrar obispos y transfirió la dignidad de metropolitano al obispo de Fréjus.
En cuanto a la Iglesia hispana, se ocupó de la herejía del priscilianismo. El santo obispo Toribio de Astorga, asustado por la propagación del priscilianismo, había escrito a todos los obispos hispanos enviando una copia de esta carta al Papa León. Éste aprovechó la ocasión para dar algunas disposiciones en este sentido el día 21 de julio del 447, pidiendo, entre otras cosas, que se celebrase un Concilio para investigar el alcance adquirido por la secta priscilianista en Hispania, pero algunas dificultades políticas surgidas impidieron la celebración del mismo.
Por otro lado, los obispos africanos leales a las tesis nicenas eran constantemente hostigados por los vándalos y esto originó que en alguna ocasión se transgredieran gravemente las normas de consagración de obispos, se enjuiciaran a algunos de ellos e incluso se crearan nuevas diócesis. El Papa León intervino reclamando la obediencia a los cánones de la Iglesia, reservándose para sí el caso concreto del obispo Lupicino, que había sido depuesto de su sede; y evitando también la erección de nuevas diócesis en aquellas zonas que podían permanecer como simples parroquias.
En la zona de Illiria (o Iliria) – región que incluía parte del territorio de lo que hoy es Croacia, Serbia, Bosnia, Montenegro y Albania – estaba la línea divisoria entre la parte oriental y occidental del Imperio Romano; y el Papa San Inocencio I había determinado que su vicario en aquellas tierras fuera el metropolita de Tesalónica, con la intención de contraponer la influencia del patriarca de Constantinopla en aquella zona. En una carta escrita en el año 446 al obispo Anastasio de Tesalónica, le reprochaba la forma en que había tratado a uno de los obispos metropolitanos; a quien, siendo muy anciano, le obligó a hacer un viaje para justificarse ante él, en pleno invierno, muriendo éste en el camino. En esta carta le decía claramente qué funciones le estaban delegadas como vicario y cuáles estaban exclusivamente reservadas al Papa: “El cuidado de la Iglesia Universal debe converger hacia la sede de Pedro y nada ni nadie debe ser separado de ella”.
Pero las relaciones con la Iglesia de Oriente fueron algo más dificultosas y, de hecho, murió sin haber podido resolver algunos problemas planteados por las reivindicaciones del Patriarca de Constantinopla. Hay que decir que las primeras relaciones de San León con los patriarcas orientales fueron cordiales y no le ocasionaron problemas, pero la paz entre ellos no duró mucho tiempo. El motivo del conflicto se originó en Constantinopla con el resurgimiento del monofisismo gracias al archimandrita Eutiques, el cual, reaccionando contra Nestorio, cayó en el error opuesto, defendiendo que en Cristo había dos naturalezas antes de la Unión Hipostática y posteriormente, sólo una.
El propio Eutiques fue el primero que dio la alarma en Occidente, pues escribió a Roma, poniéndola en guardia contra el nestorianismo que estaba resurgiendo. San León, dándole las gracias, lo tranquilizó diciéndole que desde Roma se le facilitarían mejores informaciones. Pero poco tiempo después, Eutiques fue oficialmente acusado por el obispo Eusebio de Dorilea y condenado en el sínodo metropolitano de Constantinopla del año 448. Entonces, él le envió al Papa una carta alegando que era una recomendación del emperador. El Papa León le escribió respetuosamente al Patriarca de Constantinopla, San Flaviano, reprochándole de no haberle informado de una cuestión dogmática de tanta importancia. De hecho, se quejó también al emperador. San Flaviano informó detalladamente al Papa, diciéndole que el caso ya estaba cerrado y juzgando como superflua la celebración de un Concilio Ecuménico. Pero desde ese momento los acontecimientos se precipitaron, porque en un intento de favorecer a Eutiques, el emperador Teodosio II quiso celebrar un concilio en Éfeso, presidido por Dióscoro, obispo de Alejandría y amigo de Eutiques. El Papa, por conservar la paz, no se negó y envió a tres delegados: un obispo, un sacerdote y un diácono, excusándose ante el emperador de no asistir personalmente, dadas las peligrosas circunstancias políticas que en aquel momento existían en Roma.
Pero al mismo tiempo que hacía esto, los delegados llevaban a San Flaviano una instrucción dogmática – la “Tomus ad Flavianum” que ya anteriormente hemos mencionado – denunciando los errores de Eutiques y defendiendo la doctrina ortodoxa: en Cristo existen dos naturalezas distintas en una sola Persona, que es la Persona del Verbo. Pero aquel sínodo de Éfeso se desarrolló entre intrigas y acosos: a los legados pontificios les prohibieron leer las cartas enviadas por León, a San Flaviano lo acusaron de herejía, los votos se consiguieron bajo coacción y el propio Dióscoro se atrevió a lanzar la excomunión contra el Papa. A San Flaviano llegaron a matarlo a bastonazos. Cuando el Papa León se enteró de estas fechorías, sintió un inmenso dolor y anuló y rechazó todo lo decretado por aquel sínodo, al que denominó “Latrocinio” de Éfeso.
Por fortuna, al año siguiente Teodosio murió y le sucedió el emperador Marciano, que defendía las posiciones ortodoxas. Él y su esposa, Santa Pulqueria, restituyeron el honor a San Flaviano y declararon nulas las actas de aquel conciliábulo. León se alegró y se manifestó a favor de la celebración de un Concilio Ecuménico. Anatolio, que había ocupado arbitrariamente la cátedra de San Flaviano, se arrepintió y suscribió la carta que León había enviado a Flaviano sobre la encarnación del Verbo. Los restos de San Flaviano fueron llevados a Constantinopla, los obispos depuestos fueron restituidos a sus sedes y fue reprobada la herejía eutiquiana, por lo que no se vio la necesidad de convocar un nuevo Concilio, máxime cuando el Imperio Romano estaba siendo asediado por los bárbaros. Pero a pesar de todo, debido a la insistencia del emperador Marciano, con el consentimiento de León, el Concilio fue convocado.
Las prescripciones que dio León ante el inminente Concilio indicaban su voluntad de presidirlo desde el principio hasta el final, porque quería que todo transcurriese en paz y que no se pusiera en peligro la unidad de la Iglesia. Recomendó evitar nuevas discusiones sobre cuestiones de fe, afirmando que era suficiente con que todos aceptaran la carta que él había enviado a San Flaviano y que se mantuviesen firmes en lo ya definido por el Concilio de Nicea – que había condenado a Arrio – y por el Concilio de Éfeso, que había condenado a Nestorio. El Concilio se reunió en Calcedonia, que era una ciudad de Bitinia, junto al Bósforo, el día 8 de octubre del año 451, en la basílica suburbana de Santa Eufemia. Asistieron cerca de seiscientos obispos orientales, dos obispos africanos y tres legados pontificios: Pascasio obispo de Lilibeo, Lucencio obispo de Ascoli y Julián obispo de Cos, además de dos sacerdotes llamados Bonifacio y Basilio. Los delegados del Papa ocuparon los puestos de honor, fueron los primeros en tomar la palabra, los primeros en firmar las actas conciliares y los que encabezaban la larga lista de asistentes al Concilio.
El punto más sobresaliente de esta gran asamblea fue la solemne aceptación de la epístola dogmática enviada por León a Flaviano – la “Tomus ad Flavianum” -, que fue reconocida unánimemente por todos los padres conciliares: “Ésta es la fe de los Padres, esta es la fe de los Apóstoles. Todos creemos así, los ortodoxos creen así. Sea anatema quien no crea así. Pedro ha hablado por boca de León, León ha enseñado según la piedad y la verdad”. Todos coincidieron que este documento concordaba perfectamente con los Símbolos Niceno y Constantinopolitano. Toda la Iglesia aceptó este consenso, en Occidente se celebraron muchos sínodos episcopales de adhesión y los obispos de las Galias propusieron incluso que fuera declarada “Símbolo de la fe”.
En la Edad Media, después del papado de San Gregorio Magno, se difundió la leyenda de que el Papa León había puesto su carta sobre el sepulcro de San Pedro, estando catorce días de ayuno y oración implorando al apóstol que, si lo creía oportuno, la perfeccionase y que transcurrido ese tiempo, el propio Pedro había introducido algunas correcciones.
Este Concilio de Calcedonia estableció también un cierto número de cánones disciplinarios, entre ellos el famoso canon 28, que renovaba el canon 3 del Concilio de Constantinopla del año 381, con el cual se atribuía a Constantinopla el honor de ser la “Segunda Roma”, dándole un puesto de preeminencia en la cristiandad a expensas de las antiguas sedes patriarcales de Oriente. Aquel canon 28 fue redactado en ausencia y contra la voluntad de los delegados enviados por León y, aunque no estaba en contradicción con el primado de Pedro, carecía de valor jurídico. El Concilio y el emperador pidieron su aprobación al Papa, pero León se negó.
El motivo por el cual el Papa León se negó a admitirla fue la debida fidelidad a los cánones de los concilios anteriores y porque el mismo León intuía el peligro de que un hecho de esta naturaleza exclusivamente eclesiástica, con el paso del tiempo, condujera a errores de naturaleza dogmática. Por eso León reafirmó que la supremacía no le venía a la ciudad por ser la capital del Imperio, sino por la sucesión apostólica; y que por lo tanto, primero estaba la ciudad donde Pedro había sido el obispo: Roma, Antioquía y Alejandría, ésta última, a través de su discípulo San Marcos.
Desde la primavera del año 452 hasta la del 454, León escribió catorce cartas contra este canon 28, hasta que creyó que había convencido al Patriarca. De hecho, el propio Anatolio, Patriarca de Constantinopla, excusándose por haber aprobado este canon en ausencia de los delegados pontificios, escribió a León: “De aquellas cosas que días pasados se decretaron en el Concilio Universal de Calcedonia a favor de la Sede Constantinopolitana, quien tuvo este deseo… quedando reservada a la autoridad de Vuestra Beatitud toda la validez y la aprobación de tal acto”. O sea, que Constantinopla aceptaba que la última palabra la tenía Roma.
En los años posteriores a la celebración del Concilio de Calcedonia, su mayor preocupación fue la Iglesia de Oriente, que necesitó de su intervención en varias ocasiones, la invasión de los hunos por el norte de Italia y la de los vándalos por el sur. Para lo primero, constituyó en Constantinopla una delegación con carácter permanente, que fue el origen de los apocrisiarios (del griego ἀποκρισιάριος, que podríamos traducir como embajador o nuncio) o de las actuales nunciaturas apostólicas, al frente de la cual puso al obispo Julián de Coo, que desempeñó el cargo con diligencia y fidelidad, informando al Papa León de todos aquellos asuntos eclesiásticos importantes. Aunque el monofisismo había sido condenado y depuestos sus obispos, la herejía seguía contando con adeptos, especialmente en Egipto y entre los monjes sirios y palestinos.
Los primeros en reaccionar contra el Concilio fueron los rudos e ignorantes monjes palestinos, que acusaron al santo obispo Juvenal de Jerusalén de haber traicionado la fe de Nicea, se rebelaron contra él y lo depusieron; Juvenal tuvo que refugiarse en Constantinopla. León acudió al emperador Marciano para que la emperatriz Eudoxia – viuda de Teodosio II –, que desde hacía tiempo estaba retirada en Palestina y protegía a sus monjes, intentara aplacarlos. Pero aun así, el emperador tuvo que enviar al ejército para aplacar los ánimos, cosa que consiguió, pero con derramamiento de sangre, debido a la terca resistencia de los monjes.
El emperador Marciano y la emperatriz Santa Pulqueria multiplicaron sus esfuerzos para calmar los ánimos y el Papa León escribió una carta a la emperatriz Eudoxia, en la que además de mostrar su aprecio a la ex emperatriz por defender la ortodoxia, la exhortaba cortésmente a perseverar en esta labor de pacificar a los monjes. A las amonestaciones papales se unieron por desgracia algunas tragedias ocurridas en el año 455: Valentiniano III fue asesinado y su hija, Licinia Eudoxia, apresada por los vándalos de África junto con sus nietas Eudoxia y Placidia, pero poco a poco se fue imponiendo la paz.
Las agitaciones más graves se trasladaron a Egipto, donde el obispo Proterio había sido elegido para la sede de Alejandría en sustitución de Dióscoro, que había sido depuesto y exiliado por el Concilio. Proterio defendía las decisiones de Calcedonia y la supremacía de la sede alejandrina sobre las otras sedes africanas, pero muchos obispos se negaban a obedecerle, manteniéndose fieles a Dióscoro. El emperador tuvo que intervenir y la cosa se calmó, pero cuando éstos se enteraron de que el emperador Marciano había muerto el 26 de enero del 458, los cabecillas monofisitas se sublevaron, soliviantaron al pueblo, mataron al obispo Proterio y en su lugar pusieron en la sede patriarcal al obispo Timoteo Eluro, quien apresuradamente depuso a todos los obispos fieles al Concilio de Calcedonia y excomulgó a León, y a los patriarcas de Constantinopla y Antioquía. ¡El patriarca ilegítimo de Alejandría excomulgaba a los patriarcas de Roma (el Papa), de Constantinopla y de Antioquía!
Estos rebeldes monofisitas, que eran apoyados por el indeciso emperador León I el Tracio, intentaron convocar un nuevo concilio para abolir lo dictaminado en Calcedonia; pero San León, ayudado por su legado Julián de Coo y por el patriarca de Constantinopla, intentaron convencer al emperador de que su obligación era defender la ortodoxia emanada de Calcedonia. Éste hizo un sondeo entre los obispos africanos y los monjes egipcios de más prestigio antes de decidirse sobre qué posición definitiva tomar. El éxito del plebiscito fue satisfactorio, contribuyendo sin duda la carta que León envió a todos los metropolitas africanos. Casi todos reconocieron que, al igual que Marcos era discípulo de Pedro, Alejandría estaba sujeta a Roma, por lo que debían aceptar las decisiones del Concilio de Calcedonia.
Antes de morir, San León tuvo dos grandes alegrías que compensaron todos sus desvelos para mantener la ortodoxia tanto en Oriente como en Occidente: a la muerte del patriarca San Anatolio, fue elegido para la sede constantinopolitana un hombre de su confianza, el santo obispo Genadio I; y en Alejandría, el emperador envió al exilio en el año 460 al obispo rebelde Timoteo Eluro, eligiendo el pueblo como nuevo patriarca al monje Timoteo Salofaciolo, conocido por todos por su sabiduría, bondad y fidelidad a la ortodoxia, el cual comunicó al Papa su elección. El Papa León, agradecido, el 18 de agosto del año 460, envió cartas de respuesta al propio Timoteo, a los obispos consagrantes y al pueblo alejandrino. Éstas son las últimas cartas que nos han llegado de este gran pontífice. La carta dirigida al Patriarca Timoteo resume toda su actividad: “Imita al buen Pastor que da la vida por sus ovejas y que las lleva sobre sus hombros. En tu celo por el servicio de Dios, compórtate de tal manera que aquellos que se desvíen de la verdad, puedan volver a Dios con la oración de la Iglesia. No permitas que caiga el misterioso edificio de la fe; guía a todas las almas que han sido puestas bajo tu techo”.
Al año siguiente moría el Papa León dejando a la Iglesia en paz y unida. Hay que reconocerle a este gran pontífice su intenso trabajo ante los emperadores, obispos y monjes a fin de superar las gravísimas crisis dogmáticas creadas en Oriente, triunfando la fe en el Concilio de Calcedonia y restableciéndose la ortodoxia, la paz y la disciplina eclesiástica tanto en Oriente como en Occidente. No se conocen cuáles fueron sus últimos momentos e incluso el día concreto de su muerte, aunque como fecha más probable se sitúa en el día 10 de noviembre del año 461, ya que así lo atestigua el martirologio Jeronimiano: “Romae depositio sancti Leonis episcopi”, o como confirma el “Liber Pontificalis” diciendo que gobernó la Iglesia durante veintiún años, un mes y trece días, siendo el pontificado más largo de la antigüedad. La Iglesia lo conmemora el día 11 de abril, ya que en esa fecha se hizo el primer traslado de sus restos.
Por su actividad y por sus escritos mereció los títulos de Magno y Doctor de la Iglesia. Sus escritos pueden dividirse en dos grupos: sermones y cartas. Los primeros constituyen una bella síntesis doctrinal, precisa y clara de lo que fue el pensamiento ortodoxo antiguo. Las segundas son un culmen de sabiduría y de celo y una fuente de excepcional importancia para conocer las vivencias históricas de aquella época.
Se han editado ciento dieciséis sermones de San León Magno, aunque sólo se pueden considerar como auténticos noventa y seis de ellos, los cuales pertenecen al primer decenio de su pontificado. Eso no quiere decir que con posterioridad él no predicase, sino que no se conservan sus sermones. Se conservan sermones pronunciados en determinadas fiestas litúrgicas, los que pronunciaba en el aniversario de su elección o los destinados a enaltecer determinadas prácticas piadosas, como la limosna o el ayuno. Con respecto a los sermones dedicados al ayuno, hay cuatro series que corresponden al ayuno de las cuatro “Témporas”: las de diciembre – de las que derivó el actual Adviento -, las de Cuaresma, las de Pentecostés y, finalmente, las de septiembre. La mayor parte del resto de sermones tratan sobre los misterios de Nuestro Señor: Navidad, Epifanía, Pasión, Pascua, Ascensión, Pentecostés y Transfiguración, así como el pronunciado contra Eutiques defendiendo las dos naturalezas de Cristo.
Hay otros sermones que también son famosos, como el de la festividad de los Santos Pedro y Pablo o el que conmemora el martirio de San Lorenzo. Esta serie de sermones constituyen el primer homiliario pontificio que ha llegado hasta nosotros, siendo considerados como modelos de elocuencia sagrada. Su patrón o esquema es más o menos uniforme: escoge una lectura de la Misa, lo explica ampliamente y saca consideraciones morales y de orden práctico, se atiene a las verdades más elementales y saca conclusiones que sirvan a quienes iban dirigidos. Él no es un exégeta, sus sermones son unos discursos que se van sucediendo uno tras otro a través del ciclo litúrgico. En esta predicación se muestra al moralista, al pastor atento y vigilante que se preocupa de los problemas concretos de sus fieles y que, sin perder su autoridad, habla de manera cercana a la gente, lo hace con palabras llanas, inteligibles para que todos entiendan bien cuál es el pensamiento ortodoxo.
Mientras que en sus sermones él se manifiesta preferentemente como obispo de Roma, que lleva a su diócesis el mensaje evangélico; en sus cartas muestra mucho más su faceta de pastor de la Iglesia universal. Se conservan ciento setenta y tres cartas, de las cuales, ciento cuarenta y tres son suyas y treinta son dirigidas a él, aunque hay que decir que, desde el punto de vista temporal, existen algunas lagunas, pues de los años 440, 441, 456 y 461, no nos han llegado ninguna carta, cuando lo lógico es que él también tuviese correspondencia en esos años.
Casi todas ellas tienen un carácter doctrinal importantísimo, en especial aquellas que tratan de la cuestión religiosa en Oriente. Entre todas ellas destaca la epístola (carta) 28 enviada a San Flaviano de Constantinopla, de la que ya hemos tratado anteriormente, que constituye una norma de fe y que el mismo León se encargó de difundir. Se sabe que el Papa, conocedor de las tristes noticias que venían desde Éfeso, hizo una recopilación de sus escritos relativos a aquella disputa y, después de haberlas comunicado al sínodo romano celebrado en el año 449, las difundió por todo Occidente. Se conserva en un códice en Novara y lleva una “subscriptio” muy interesante de un notario: “Tiburtius notarius iussu domini mei venerabilis papae Leonis edidi”.
La primera edición de las obras de San León se hizo en el año 1470 en Roma y consta sólo de doce sermones y cinco cartas. En el siglo XVI se hicieron treinta y dos ediciones, en el XVII se hicieron veinticuatro y en el XVIII, diez. En cada nueva edición se fueron incluyendo nuevos sermones y cartas del Papa León.
Bajo el nombre de este Papa nos ha llegado el “Sacramentarium Leonianum”, que es sin ningún género de dudas una recopilación póstuma de textos de la Santa Misa. Es del siglo VII y se conserva en Verona, aunque su origen es romano. Es verdad que no se puede negar que más de una de sus oraciones tienen las características propias de la manera de expresarse del Papa León. Es muy probable que el actual Misal Romano conserve algunas oraciones originales de este gran pontífice.
Aunque no es necesario enumerar las obras que le son atribuidas sin de hecho serlo, recordemos sin embargo una muy breve que sí lo es y que pertenece al canon de la Misa: en la segunda oración después de la Consagración, él completó la frase: “quod tibi obtulit summus sacerdos tuus Melchisedech” con las palabras: “sanctum sacrificium, immaculatam hostiam”, deseando especificar mucho mejor el tipo de oferta realizado por el sacerdote del Antiguo Testamento, en oposición a las prácticas que seguían los maniqueos en su liturgia.
El estudio de sus escritos nos revela que San León no sólo fue un gran teólogo en el sentido pleno de la palabra, sino también un doctor preocupado por salvaguardar la pureza de la fe. Su actividad doctrinal es consecuencia de su trabajo pastoral y del gobierno de la Iglesia, siendo su obra un cuerpo de doctrina sistemático y completo. Cuando afronta las distintas cuestiones teológicas, sus afirmaciones raramente se basan en largas disquisiciones o demostraciones, sino que expone su pensamiento de manera sencilla, sucinta y exacta. Él se basa en el depósito de la fe, en las Sagradas Escrituras y en la tradición.
En las cuestiones cristológicas tiene muy presente a San Ambrosio de Milán y a San Hilario de Poitiers, mientras que en lo relativo a la gracia, fue San Agustín de Hipona quien notablemente influyó en él. También se valió de la colaboración de su amigo, San Próspero de Aquitania, quien a su vez era un ferviente apologista y discípulo de San Agustín. Para los escritores antiguos, era de gran valor el referirse a los Santos Padres, a quienes tenían como modelo; pero San León, aun dependiendo de San Agustín, supo siempre reelaborar con originalidad el pensamiento agustiniano. Es verdad que su doctrina no tiene parangón con la ambrosiana o la agustiniana, pero esto no le quita importancia en el terreno teológico, siendo decisiva la claridad de sus formulaciones, ya sea para determinar el sentido y, muchas veces, las mismas expresiones, de las definiciones conciliares de Calcedonia o para suprimir cualquier forma de monofisismo en las grandes controversias que, durante más de un siglo, agitaron de manera virulenta a las Iglesias de Oriente y Occidente.
Por el carácter de sus enseñanzas, se puede afirmar que San León Magno es el “Doctor de la Encarnación”. Este dogma recibió su definitiva formulación de San León, pudiéndose decir que este dogma es el principio que inspira todo su pensamiento y todas sus enseñanzas. Sus líneas fundamentales se expresan en la célebre carta a San Flaviano: en Jesucristo no hay más que una sola Persona. El Verbo de Dios y Cristo no son dos personas sino una sola, pero en esta única Persona existen dos naturalezas, sin confusión y sin mezcla, una divina y otra humana.
“La bajeza fue asumida por la majestad, la debilidad por el poder, la mortalidad por la eternidad. Para saldar la deuda de nuestra condición humana, la naturaleza inviolable se unió a la naturaleza posible, con el fin de que, como lo exigía nuestra salvación, el único y mismo «mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús», tuviera, a un mismo tiempo, la posibilidad de morir, en lo que le corresponde como hombre, y la imposibilidad de morir, en lo que le corresponde como Dios. Así, pues, el Dios verdadero nació con una naturaleza humana íntegra y perfecta, manteniendo intacta su propia condición divina y asumiendo totalmente la naturaleza humana, es decir, la que creó Dios al principio y que luego hizo suya para restaurarla… Por lo tanto, el que subsistiendo en la categoría de Dios hizo al hombre, ese mismo se hizo hombre en la condición de esclavo. Entra, pues, en lo más bajo del mundo el Hijo de Dios, descendiendo del trono celeste pero sin alejarse de la gloria del Padre, engendrado de una manera nueva por una nueva natividad. De una nueva forma, porque, invisible por naturaleza, se ha hecho visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido ser comprendido; el que permanecía fuera del tiempo ha comenzado a existir en el tiempo; dueño del universo, ha tomado la condición de esclavo ocultando el resplandor de su gloria; el impasible, no desdeñó hacerse hombre pasible, y el inmortal, someterse a las leyes de la muerte. El mismo que es Dios verdadero es también hombre verdadero. No hay en esta unión engaño alguno, pues la limitación humana y la grandeza de Dios se relacionan de modo inefable. Al igual que Dios no cambia cuando se compadece, tampoco el hombre queda consumido por la dignidad divina. Cada una de las dos formas actúa en comunión con la otra, haciendo cada una lo que le es propio: el Verbo actúa lo que compete al Verbo, y la carne realiza lo propio de la carne. La forma de Dios resplandece en los milagros, la forma de siervo soporta los ultrajes. Y de la misma forma que el Verbo no se aleja de la igualdad de la gloria del Padre, tampoco su carne pierde la naturaleza propia de nuestro linaje. Es uno y el mismo, verdadero Hijo de Dios y verdadero hijo del hombre. Dios porque «en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios»; hombre porque la «Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros». (Epístola 28 a Flaviano, 3-4)
Esta doctrina de la Encarnación está íntimamente conectada con la doctrina de la Redención, una deriva de la otra. Para realizar la salvación del hombre, era necesario que el Redentor fuera no sólo verdadero Dios, sino también verdadero hombre. Cuando la naturaleza divina se unió a la naturaleza humana, todos los hombres encontraron el remedio contra el pecado y la fuente de su renovación. De esta forma, habiéndose hecho nuestra cabeza mediante la Encarnación, Jesucristo, Dios y hombre, hará pasar a través de todos los miembros de su cuerpo, o sea, nosotros, la santidad que le es propia. Pero, según San León, esto no significa que la Encarnación, por sí misma, fuera considerada suficiente para nuestra salvación, sino que por el contrario, afirma que “la Pasión de Cristo es el sacramento de nuestra salvación”. Jesús nos salva con su muerte, muerte que es un verdadero sacrificio, que salva incluso a los justos que vivieron antes que Él.
En cuanto al tema de la gracia, él dice que la imagen de Dios que había sido impresa en el hombre había quedado manchada por el pecado; y es por eso por lo que Dios, gratuitamente, nos da la gracia para restablecer la belleza primitiva.
Contra los pelagianos reafirma claramente la necesidad de la gracia, basándose en que el mismo Cristo le dice a sus discípulos que sin Él nada pueden hacer. Pero el hombre tiene que cooperar con la gracia, ya que ésta es gratuita y nadie es justificado por sus méritos, sino sólo por la gracia. La gracia hace que las personas débiles sean capaces de realizar grandes cosas, a fin de que Dios sea glorificado y el hombre aprenda a desconfiar de sí mismo, depositando su confianza en Dios. Sin la gracia, aunque el hombre haya sido ya redimido, no puede perseverar por sí solo en el sendero de la justicia.
San León también escribe sobre los sacramentos y lo hace en el “Sacramentarium”, en el que habla de todos, a excepción de la Unción de los enfermos. Al Bautismo lo presenta como el principal sacramento, cuya eficacia fue sancionada por Cristo en el Calvario, cuando de su costado fluyó “la sangre de la redención y el agua bautismal”. Este sacramento posee el doble poder de devolver la vida y perdonar el pecado. La redención producida por este sacramento es una imitación de la muerte y de la resurrección de Cristo, y es eficaz aunque sea administrado por un hereje, siempre que se pronuncie la fórmula trinitaria. Dice que, salvo en caso de necesidad, este sacramento sólo debe administrarse el día de Pascua y el de Pentecostés. Con respecto a la Confirmación, dice que se confiere mediante la unción con el crisma, haciendo la señal de la cruz. Reafirmándose en un pensamiento de San Pedro, manifiesta la importancia de este sacramento mediante esta afirmación: “Todos aquellos que han sido regenerados en Cristo, por el signo de la cruz se convierten en reyes y por la unción del Espíritu Santo son consagrados como sacerdotes…”
Defiende la presencia real de Cristo en el sacramento de la Eucaristía y esta realidad del cuerpo eucarístico del Señor, constituye para él un importante argumento contra los errores de Eutiques: “Hoc enim ore sumitur quod fide creditur: et frustra ab illis AMEN respondetur, a quibus contra id quod accipitur, disputatur”. Dice que la Comunión hay que darla siempre bajo las dos especies, porque es la participación en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo; y el cristiano, mediante ella, se transforma en Aquel al que come y bebe. Defiende que la Eucaristía se le dé también a los niños y que todo aquel que esté en pecado, debe acercarse a la confesión antes de ser admitido al sacramento eucarístico. A fin de favorecer la posibilidad de asistir al santo sacrificio, aprobó y difundió lo que ya era una costumbre romana: repetir la Misa de la solemnidad de los mártires tantas veces cuanto hiciera falta, mientras hubiese fieles en la basílica correspondiente, aunque fuese por la tarde.
En sus escritos, habla frecuentemente del sacramento de la Penitencia, ofreciendo algunos datos que son muy interesantes para comprender el desarrollo de la disciplina penitencial en los siglos siguientes: “Sic divinae bonitatis praesidia ordinantur, ut indulgencia Dei nisi supplicationibus sacerdotum nequeat obtineri… Christus Iesus hanc praepositis Ecclesiae tradidit potestatem ut et confitentibus actionem poenitentiae darent, et eosdem salubri satisfactione purgatos, ad communionem sacramentorum per ianuam reconciliationis admitterent”. (Los auxilios de la divina bondad se ordenan de tal manera, que el perdón de Dios no puede obtenerse si no es por las súplicas de los sacerdotes… Jesucristo dio esta potestad a los ministros de la Iglesia para que también impusieran la penitencia a los que se confiesan, y para que aquellos purificados por la salutífera satisfacción, los admitieran a la comunión de los sacramentos por la puerta de la reconciliación).
En aquel tiempo, la confesión de los pecados se hacía en secreto, por lo que llegó a amonestar a algún obispo que acostumbraba a leer en público la confesión escrita por algunos penitentes, pero la expiación de los pecados se hacía de dos maneras: una solemne y otra privada. La forma solemne era muy rigurosa: el obispo imponía las manos al penitente y esto se prolongaba durante un largo período de tiempo; hasta que no hubiese concluido, el penitente no podía ostentar ningún cargo público, enrolarse en el ejército, atender el comercio o contraer matrimonio. Aunque no suprimió estas costumbres, era propenso a dispensarlas en determinadas circunstancias. Llegó incluso a oponerse a algunos obispos que prolongaban este tiempo de expiación hasta la hora de la muerte. Cuando se hacía en privado, había que confesar los pecados y recibir la absolución, cosa que, salvo excepciones, normalmente se hacía el Jueves Santo. Sin embargo, en realidad no era una penitencia verdaderamente privada, porque el perdón de los pecados era concedido suplicándoselo al sacerdote, mediante un rito sacramental en forma deprecatoria. En caso de muerte, la absolución se daba inmediatamente después de confesar los pecados, pero si no, podía prolongarse en el tiempo. Hasta el siglo V, la absolución la impartía el obispo, pero desde entonces, como nos lo confirma San León en sus escritos, se empezó a encomendar este ministerio a algunos sacerdotes.
También habla del sacramento del Orden, al que denomina: “Divini sacerdotii sacramentum”. Él distingue tres grados principales: episcopado, sacerdocio y diaconado, que deben conferirse de manera sucesiva y sólo en domingo. A veces añade un cuarto grado: el subdiaconado, al que ya obliga el celibato, como a los grados superiores. Dada la dignidad que él le reconocía al sacerdocio, llegó a excluir de la jerarquía eclesiástica a los esclavos, los cuales, antes de recibir la ordenación, tenían que ser liberados. El ordenando tenía que sobresalir en santidad de vida y se le exigía cierta formación para poder propagar y defender la fe, así como para dedicarse al ministerio de la predicación. Por respeto a su dignidad, se le excluía de la penitencia pública.
En cuanto al Matrimonio, tuvo ocasión de pronunciarse al responder a varias cuestiones prácticas que le fueron planteadas, reafirmando claramente la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Recordemos el problema que le presentó el obispo de Aquileya a propósito de algunas mujeres que se casaron en segundas nupcias en ausencia del primer marido, al que creían muerto.
Pero San León Magno también destacó en la defensa de otras cuestiones, como por ejemplo, la Unidad de la Iglesia y el Primado del Obispo de Roma. Dadas las revueltas y conflictos doctrinales de su época y su firme voluntad de mantener la Iglesia unida, no debe extrañarnos el que San León recurra en numerosas ocasiones a la Unidad de la Iglesia y al Primado de Pedro y de sus sucesores. Este tema del Primado petrino es uno de los puntos más característico de sus enseñanzas. La Iglesia es Una, porque Uno es su esposo, Jesucristo. Esta admirable unidad tuvo su inicio con el nacimiento del Verbo Encarnado: “Porque Cristo es la fuente original del pueblo cristiano y el nacimiento de la Cabeza es el nacimiento de todo el cuerpo… porque con Cristo hemos sido crucificados en su Pasión, pero con su Resurrección, hemos resucitado…”, pero para él, esta unión no puede ser perfecta si no se profesa la misma fe, y para que exista unidad en la fe, es indispensable que exista unidad y concordia entre los obispos, que deben estar en comunión con el romano pontífice. Los poderes espirituales de los metropolitas y de los patriarcas se fundamenta en los “cánones de los Santos Padres”, pero el Primado del papa “deriva de una institución divina”, afirmaba.
San León veneraba de manera especial al apóstol Pedro, cuya tumba estaba en Roma, y se hacía llamar “indigno heredero y vicario de Pedro, del que había recibido su autoridad apostólica y al que estaba obligado a seguir en su ejemplo”. Lo que reivindica para Pedro, lo reivindica también para sí mismo, pero no por ambición humana, sino porque estaba plenamente convencido de que así debía ser y porque Pedro continuamente estaba presente en sus decisiones y, al igual que entre Cristo y Pedro hubo una relación especial, entre él (León) y Cristo también tenía que haberla, por lo que constantemente recurría a Pedro, solicitando su ayuda para cumplir adecuadamente su función, no sólo como obispo de Roma, sino como garante de la paz en toda la Iglesia.
La gran dignidad de la sede de Pedro le aportaba un honor especial a la ciudad de Roma, pero no porque la ciudad hubiera sido la capital del imperio pagano, sino porque había sido regenerada con la sangre de los apóstoles. Aun reconociéndole a la ciudad pagana el mérito de haber sido un instrumento para la difusión del cristianismo, San León pensaba que Roma inició una nueva vida en el momento en el que Pedro puso allí el centro de la nueva religión, coronada con la diadema de innumerables mártires y con su propia sangre. Pedro y Pablo habían sido quienes hicieron que la ciudad resplandeciera mediante la predicación del Evangelio de Cristo.
Una doctrina así, expresada de manera tan clara y tan explícita, hace que a San León Magno se le reconozca como “el fundador del Primado de la sede apostólica en Roma”. Así nos podemos explicar cómo en aquel tiempo no se levantó ninguna voz en contra, protestando contra estas afirmaciones y contra las repetidas intervenciones del obispo de Roma en los asuntos internos de las otras Iglesias, especialmente en Oriente, que de por sí, eran muy celosas de sus prerrogativas. Los obispos orientales recurrían a Roma cuando se veían afectados por algún problema. Recordemos los casos del patriarca San Flaviano, de Teodoreto de Ciro e incluso, de Eutiques cuando fue condenado. Los propios obispos de Oriente, al finalizar el Concilio de Calcedonia, escribieron al Papa en los siguientes términos: “Tú has recibido del Señor en persona el encargo de cuidar su viña y la misión de unir a todo el cuerpo de la Iglesia”. Hasta entonces, ningún Papa había mostrado con tanta claridad y firmeza la autoridad del sucesor de Pedro.
San León escribió también, largo y tendido, sobre la gracia y sobre la oración, el ayuno y la limosna, como actividades a realizar por todos los cristianos, a fin de mantenerse en ella. Recurre a la intercesión de los santos para que acudan en nuestro socorro, pero siempre dejando claro que en ellos, a quienes se honraba era a Dios. Aunque vivió en tiempos difíciles, tenía una visión optimista de la vida; decía que la vida del cristiano era un “gaudere in Domino”, “in Domino gloriari”, “exultare in Domino” o “placere per omnia Deo”. Este optimismo lo extendía a todo lo creado, pues “todas las criaturas sirven al mismo Dios, del cual proceden y quien las ha puesto al servicio del hombre; por lo tanto, todas las criaturas son una invitación para amar a Dios”.
Sin duda, se puede decir que San León, ante todo era un auténtico romano, pero que procedía del lento y fecundo proceso de asimilación del romano clásico al cristianismo. Aunque no naciera en la Ciudad Eterna, por su educación y su cultura era el típico representante de esa romanicidad, que era una síntesis armoniosa de la “virtus romana” con la “pietas christiana”. Del romano antiguo tenía la capacidad de mando, la genialidad práctica, la conciencia del deber y su solemne compostura, controlando siempre sus gestos y sus palabras. Pero estas dotes de auténtico romano no bastan para describir plenamente su personalidad, que ejercía una importantísima ascendencia entre sus contemporáneos. Supo unir la innata grandeza de su ánimo con la humildad de un auténtico cristiano. Majestad romana y habilidad diplomática, doctrina y elocuencia, se fundían en una exquisita sensibilidad, en un celo incansable, en una fidelidad absoluta a Dios, en un corazón ardiente de amor y en un deseo de servir a los demás, aun teniendo conciencia de su dignidad dentro de la Iglesia: “No nos gocemos tanto en presidir como en servir”, decía en uno de sus sermones.
Como pastor, estaba pendiente de los problemas de los obispos de las iglesias particulares, los cuales tenían la obligación de tenerlo al corriente de las actividades e intrigas de los herejes en sus respectivas diócesis. Sus decisiones las tomaba con humanidad y con equilibrio, con sabia indulgencia y con la prudencia de un padre. Toda su política eclesiástica estaba orientada a mantener la Unidad de la Iglesia y en este sentido era inflexible cuando se trataba de defender los principios de la fe, aunque sin perder de vista la justicia y la caridad. Esa misma caridad inculcaba a los obispos hacia sus fieles, exhortándoles a que fueran benevolentes y no severos, a saber compaginar la autoridad con el amor. Como buen romano, recordará la máxima de Virgilio: “Parcere subiectis et debellare superbos” (salvar a los sumisos y derribar a los soberbios) y recordará esta máxima cuando expuso a la emperatriz Santa Pulqueria las acciones que debían inspirar su acción moderadora, aunque al mismo tiempo afirmase que la Sede romana tenía que enfrentarse a los herejes. Para él, la actitud del superior tenía que parecerse más a la de un médico que a la de un vengador, corregir a un pecador de la manera en que un médico cura a los enfermos.
La controversia monofisita le dio la ocasión para afirmar de manera vigorosa la preeminencia de la Sede romana y la autoridad de su Obispo. Es verdad que no fue el primero en proclamar estos derechos, pero sí que destacó en este sentido sobre todos sus predecesores. De esta manera puso las bases de la estructura del Papado, pero basándolas en el amor, el servicio y la defensa de la fe. Roma tenía que ser la ciudad sacerdotal y santa, la discípula de la verdad y del amor y la maestra que debía corregir los errores doctrinales.
La Iglesia romana siempre le ha tributado una gran veneración. Inmediatamente después de su muerte se comenzó a hacer conmemoración de su memoria y a darle culto litúrgico. El Martirologio Jeronimiano, que ya estaba escrito en su época, lo incluyó el día 10 de noviembre, aunque su festividad litúrgica se pasó al 11 de abril, porque ese día se hizo el primer traslado de sus reliquias. El “Liber Pontificalis” así lo menciona: “Qui etiam sepultus est apud beatum Petrum”.
Su cuerpo fue sepultado inicialmente bajo el pórtico de entrada de la Basílica vaticana, a la izquierda, bajo el “secretarium”, donde con anterioridad ningún Papa había sido sepultado, aunque posteriormente muchos de sus sucesores eligieron el mismo lugar para su sepultura. El Papa San Sergio I, que gobernó la Iglesia entre 687 y 701, en un epitafio decía que “el Papa León I, después de su muerte, había sido puesto como centinela en la puerta de la roca del príncipe de los Apóstoles”. El mismo Papa Sergio I, en el año 688, hizo transportar sus restos al interior de la Basílica, poniendo una imagen suya en un altar que le fue dedicado. El Papa Nicolás I, gran admirador del Papa León, prestó especial atención a este epitafio y en una carta al emperador Miguel de Constantinopla, en un nuevo y difícil momento en la Iglesia Oriental, le repite la imagen del león rugiente y le recuerda que León, sin ayuda alguna, salvó a los patriarcas de Oriente de caer en la herejía.
Cuando fue erigida la nueva Basílica de San Pedro, el 27 de mayo del 1607, el cuerpo de San León Magno y de sus santos sucesores León II, León III y León IV, después de ser sometidos a un reconocimiento canónico por parte del Papa Pablo V, fueron puestos bajo el altar de Santa María de la Columna. En este reconocimiento canónico se comprobó que su cuerpo estaba incorrupto. Un siglo más tarde, bajo el pontificado de Clemente XI, el cuerpo de San León Magno fue nuevamente trasladado y puesto bajo un altar a él dedicado, en la capilla que Inocencio X había hecho erigir a tal efecto.
La Iglesia de Oriente celebra su festividad el día 18 de febrero. Con este tropario es exaltado en el Oficio de Vísperas: “Conductor de la ortodoxia, doctor adornado de piedad y de majestad, astro del universo, ornamento inspirado por los ortodoxos, sabio León, tú con tus enseñanzas nos has iluminado a todos, ¡oh lira del Espíritu Santo! Intercede ante el Señor Jesús para que salve nuestras almas”. En el oficio de Maitines, por la mañana, el Santo es exaltado como sucesor de San Pedro: “Tú has heredado el trono de San Pedro el Corifeo; tú, dotado de una mente divina, poseíste la doctrina de Pedro y su celo por la fe. Jerarca elegido por el Señor, con el resplandor de tus dogmas, has disipado las oscuras tinieblas de los herejes”. Tampoco pasan por alto su famoso “Tomus ad Flavianum”, del que ya hemos hablado en varias ocasiones: “Aurora que se eleva desde el Occidente, has emitido, ¡oh santísimo León! el tomo de los dogmas santos, que fue como un rayo de luz para la Iglesia. ¡Oh sucesor de San Pedro!, tú has obtenido su primado, tú adquiriste su celo ardiente y, por inspiración divina, emitiste el tomo, que dejó en mal estado la confusión de las incoherentes herejías”.
Este mismo oficio litúrgico de la Iglesia de Oriente a San León Magno llega a compararlo con Moisés, cuando descendía del Monte Sinaí: “Inspirado por Dios, has impreso en las tablas con carácter divino las enseñanzas de la fe; como un nuevo Moisés, has aparecido al pueblo de Dios, en la reunión de los doctores”. En la tercera oda se le llama “columna de la ortodoxia” y en la oda novena se le trata como un verdadero patriarca.
El Menologio de Basilio II dice de él: “Este nuestro padre León, admirable por sus muchas virtudes, la continencia y la pureza, consagrado como obispo de la gran Roma, hizo otras muchas cosas dignas de sus virtudes, pero sobre todas sus obras, sobresalió refulgentemente la custodia de la fe ortodoxa”.
El 11 de noviembre de 1961 el Papa de Roma San Juan XXIII publicó la Encíclica ‘Æterna Dei Sapientia’ con ocasión del XV centenario se la dormición en el Señor de San León el Grande; se la puede leer haciendo clic AQUÍ.
Antonio Barrero
Fuente: Preguntasantoral / vatican.va
Adaptación propia