01/04 - María de Egipto (o Egipcíaca)


La biografía de santa María Egipciaca se basa en un corto relato que forma parte de la «Vida de San Ciriaco», escrita por su discípulo Cirilo de Escitópolis. El santo varón se había retirado del mundo con sus seguidores y, según se dice, vivía en el desierto al otro lado del Jordán. Un día, dos de sus discípulos divisaron a un hombre escondido entre los arbustos y le siguieron hasta una cueva. El desconocido les gritó que no se acercasen, pues era mujer y estaba desnuda; a sus preguntas, respondió que se llamaba María, que era una gran pecadora y que había ido allí a expiar su vida de cantante y actriz. Los dos discípulos fueron a decir a San Ciriaco lo que había sucedido. Cuando volvieron a la cueva, encontraron a la mujer muerta en el suelo y la enterraron allí mismo.


Efectivamente, durante el reinado de Teodosio el Joven, vivía en Palestina un santo monje y sacerdote llamado Zósimo. Tras de servir a Dios con gran fervor en el mismo convento durante cincuenta y tres años, se sintió llamado a trasladarse a otro monasterio en las orillas del Jordán, donde podría avanzar aún más en la perfección. Los miembros de ese monasterio acostumbraban dispersarse en el desierto, después de la misa del primer domingo de cuaresma, para pasar ese santo tiempo en soledad y penitencia, hasta el Domingo de Ramos.


Precisamente en ese período, hacia el año 430, Zósimo se encontraba a veinte días de camino de su monasterio; un día, se sentó al atardecer para descansar un poco y recitar los salmos. Viendo súbitamente una figura humana, hizo la señal de la cruz y terminó los salmos. Después levantó los ojos y vio a un ermitaño de cabellos blancos y tez tostada por el sol; pero el hombre echó a correr cuando Zósimo avanzó hacia él. Este le había casi dado alcance, cuando el ermitaño le gritó: «Padre Zósimo, soy una mujer; extiende tu manto para que puedas cubrirme y acércate». Sorprendido de que la mujer supiese su nombre, Zósimo obedeció. La mujer respondió a sus preguntas, contándole su extraña historia de penitente:


«Nací en Egipto -le dijo-. A los doce años de edad, cuando mis padres vivían todavía, me fugué a Alejandría. No puedo recordar sin temblar los primeros pasos que me llevaron al pecado ni los excesos en que caí más tarde». A continuación le contó que había vivido como prostituta diecisiete años, no por necesidad, sino simplemente para satisfacer sus pasiones. Hacia los veintiocho años de edad, se unió por curiosidad a una caravana de peregrinos que iban a Jerusalén a celebrar la fiesta de la Santa Cruz, aun en el camino se las arregló para pervertir a algunos peregrinos. Al llegar a Jerusalén, trató de entrar en la iglesia con los demás, pero una fuerza invisible se lo impidió. Después de intentarlo en vano dos o tres veces más, se retiró a un rincón del atrio y, por primera vez reflexionó seriamente sobre su vida de pecado. Levantando los ojos hacia una imagen de la Virgen María, le pidió con lágrimas que le ayudase y prometió hacer penitencia. Entonces pudo entrar sin dificultad en la iglesia a venerar la Santa Cruz. Después volvió a dar gracias a la imagen de Nuestra Señora y oyó una voz que le decía: «Ve al otro lado del Jordán y allí encontrarás el reposo».


Preguntó a un panadero por dónde se iba al Jordán y se dirigió inmediatamente al río. Al llegar a la iglesia de San Juan Bautista, en la ribera del Jordán, recibió la comunión y, en seguida cruzó el río y se internó en el desierto, en el que había vivido cuarenta y siete años, según sus cálculos. Hasta entonces no había vuelto a ver a ningún ser humano; se había alimentado de plantas y dátiles. El frío del invierno y el calor del verano le habían curtido y, con frecuencia había sufrido sed. En esas ocasiones se había sentido tentada de añorar el lujo y los vinos de Egipto, que tan bien conocía. Durante diecisiete años se había visto asaltada de éstas y otras violentas tentaciones, pero había implorado la ayuda de la Virgen María, que no le había faltado nunca. No sabía leer ni había recibido ninguna instrucción en las cosas divinas, pero Dios le había revelado los misterios de la fe.


La penitente hizo prometer a Zósimo que no divulgaría su historia sino hasta después de su muerte y le pidió que el próximo Jueves Santo le trajese la comunión a la orilla del Jordán.


Al año siguiente, Zósimo se dirigió al lugar de la cita, llevando al Santísimo Sacramento y el Jueves Santo divisó a María al otro lado del Jordán. La penitente hizo la señal de la cruz y empezó a avanzar sobre las aguas hasta donde se hallaba Zósimo. Recibió la comunión con gran devoción y recitó los primeros versículos del «Nunc dimittis» (Cántico de Simeón). Zósimo le ofreció una canasta de dátiles, higos y lentejas dulces, pero María sólo aceptó tres lentejas. La penitente se encomendó a sus oraciones y le dio las gracias por lo que había hecho por ella. 


Finalmente, después de rogarle que volviese al año siguiente al sitio en que la había visto por primera vez, María pasó a la otra ribera, en la misma forma en que había venido. Cuando fue Zósimo al año siguiente al sitio de la cita, encontró el cuerpo de María en la arena; junto al cadáver estaban escritas estas palabras: «Padre Zósimo, entierra el cuerpo de María la Pecadora. Haz que la tierra vuelva a la tierra y pide por mí. Morí la noche de la Pasión del Señor, después de haber recibido el divino Manjar». El monje no tenía con qué cavar, pero un león vino a ayudarle con sus zarpas a abrir un agujero en la arena. Zósimo tomó su manto, que consideraba ahora como una preciosa reliquia y regresó, para contar a sus hermanos lo sucedido. Siguió sirviendo a Dios muchos años en su monasterio y murió apaciblemente a los cien años de edad.


Esta tradición se difundió mucho y alcanzó gran popularidad en el Oriente. Según parece, San Sofronio, patriarca de Jerusalén, que murió en el año 638, fue quien le dio forma definitiva. Sofronio tenía a la vista dos textos: la digresión que Cirilo de Escítópolis introdujo en su Vida de San Ciriaco y un relato semejante redactado por Juan Mosco en «El Prado Espiritual». Tomando numerosos datos de la vida de San Pablo de Tebas, dicho autor construyó una tradición de dimensiones respetables.


San Juan Damasceno, que murió o mediados del siglo VIII, cita largamente la Vida de Santa María Egipciaca, que considera un documento auténtico.



Fuente: eltestigofiel.org

Adaptación propia

31/03 - El Santo Hieromártir Hipacio, Obispo de Gangra


La escueta noticia del Martirologio nos hace comprender que de san Hipacio se sabe muy poco, y eso poco se condensa en apenas una línea. Ciertamente se puede aceptar la existencia histórica de un san Hipacio, obispo de Gangra, ciudad de Paflagonia, histórica región de Asia Menor en torno al Mar Negro y provincia romana en el tercer siglo.


Según la «Vita», Hipacio habría sucedido al obispo de Gangra Atanasio en el siglo cuarto, y sus actividades pastorales se habrían puesto de manifiesto en la dura lucha contra los paganos, en la destrucción de templos, fundación de ermitas, construcción de iglesias y el establecimiento de un hospicio abierto a todos. Fue escritor de obras espirituales, incluyendo una interpretación de los «Proverbios de Salomón», que dedicó a la piadosa Gaiana, una de sus cooperadoras en las obras de caridad. En los sinaxarios bizantinos afirman que asistió al Concilio de Nicea (325) y su nombre también se encuentra en la lista de participantes en el Concilio de Gangra (340). También se le atribuye (como a tantos otros santos) un legendario episodio en el que da muerte a un dragón, lo que es luego un rico motivo iconográfioco, como puede verse en la estampa que acompaña a este escrito.


En un año imprecisado, en algún momento del siglo IV, pero después del 340, fue atacado y apedreado por herejes novacianos, escondidos en un barranco cerca de Luciana. Los novacianos eran seguidores de la doctrina del obispo cismático Novaciano, del siglo III, que representaba una corriente de rigurorismo exagerado en cuestiones disciplinares y penitenciales, especialmente en relación con los «relapsi», es decir, los cristianos que durante la persecución habían negado la fe para evitar el martirio, y que pasada la misma querían volver a ser admitidos como cristianos. Distintos corrientes rigoristas que se oponían a la admisión de los «relapsi» se hallaban extendidos por todo el vasto Imperio Romano, y constituían importantes iglesias. 


Los cismáticos, decíamos, se abalanzaron sobre él en un lugar desolado. Lo atravesaron con espadas y lanzas y lo arrojaron a un pantano. Al igual que el Protomártir Esteban, San Hipacio oró por sus asesinos. Una mujer arriana golpeó al Santo en la cabeza con una piedra y lo mató. Los asesinos escondieron su cuerpo en una cueva, donde un cristiano que allí guardaba cebada encontraría posteriormente su cuerpo. Reconociendo el cuerpo del obispo, se apresuró a ir a la ciudad para informar sobre esto, y los habitantes de Gangra enterraron piadosamente a su amado pastor.


Después de su muerte, las reliquias de San Hipacio fueron famosas por numerosos milagros, particularmente por expulsar demonios y por curar a los enfermos. Se pueden encontrar partes de sus reliquias en varios lugares, incluidos el Monasterio de los Iberos en el Monte Ato y el Monasterio del Profeta Elías en Zacole de Corinto.


Se construyó una gran iglesia en su honor en Gangra, donde descansaban sus reliquias, pero fue destruida por los turcos en 1922. En 1975 se construyó una nueva iglesia en su honor en el pueblo de Antígono en Florina, Grecia, por refugiados que habían venido de Gangra en 1922 y allí colocaron el icono del Santo que estaba en su antigua iglesia.


Desde hace muchos siglos el hieromártir Hipacio fue particularmente venerado en la tierra rusa. Así, en el año 1330, se construyó el monasterio de Ipatiev en Kostroma, en el lugar donde se aparecieron la Madre de Dios con el Niño Jesús preeterno, el apóstol Felipe y el hieromártir Hipacio, obispo de Gangra. Este monasterio más tarde ocupó un lugar significativo en la vida espiritual y social de la nación, particularmente durante el "Tiempo de los Problemas".  Las antiguas copias de la Vida de San Hipacio se distribuyeron ampliamente en la literatura rusa, y una de ellas se incorporó al "Mensual de Lectura" del Metropolita Macario (1542-1564). En esta su Vida se cuenta la aparición del Salvador a San Hipacio en vísperas de la muerte del mártir. El apartado para la conmemoración del Santo Hieromártir Hipacio consiste en su vida, algunas oraciones y palabras de alabanza e instrucción. La piadosa veneración de San Hipacio también fue expresada en composiciones litúrgicas rusas. Durante el siglo XIX se escribió un nuevo oficio para el Hieromártir, distinto de los servicios escritos por San José el Estudita, contenido en el "Meneo" o libro de textos litúrgicos propios de marzo.



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31/03 - Acacio el Confesor


El anacoreta san Eutimio narra que Acacio era lector en la iglesia de Melitene, en Armenia. Nacido de una rica familia y educado con insignes maestros y hombres de letras, el obispo Otrea lo nombró preceptor del propio Eutimio, posteriormente autor de la «Passio» del santo. Antes del Concilio de Éfeso (431), en el cual tomoó parte militando entre los antinestorianos, Acacio fue elevado al episcopado.


Nestorio ocupaba la sede de Constantinopla, y enseñaba una doctrina que llevaba a separar por completo en Cristo la persona humana, y la persona divina; a esta posición se oponía con firmeza san Cirilo de Alejandría, y con posiciones menos claras el patriarca Juan I de Antioquía. Dado que las tres sedes, Alejandría, Antioquía y Constantinopla, se mantenían siempre en una posición de rivalidad más o menos declarada, en una época en que aun no había sido del todo expresado en categorías teológicas el misterio de Cristo, era difícil saber si la oposición de unos a otros se debía a una auténtica búsqueda de la verdad del dogma o a luchas que provinieran de aquella rivalidad.


El santo obispo estaba ligado por amistad a Nestorio, pero era evidente que las posiciones de san Cirilo de Alejandría venían dictadas por la plena adhesión a la ortodoxia y no por la antigua rivalidad entre las sedes de Alejandría, Constantinopla y Antioquía. Acacio tuvo aun que insistir sobre la ambigua posición que tomaba Juan I de Antioquía. Acacio fue elegido junto con otros siete para ser enviado al emperador Teodosio II y ponerlo al tanto de las intrigas de los antioquenos, quienes a su vez no dudaron en volver la misma acusación contra Acacio. En realidad él mantuvo siempre una clara oposición a las teorías nestorianas mas, por haber participado en la consagración del sucesor de Nestorio en la sede constantinopolitana, Juan de Antioquía lo hizo deponer de la sede de Melitene. Juan finalmente se reconcilió con Cirilo de Alejandría, pero Acacio mantuvo una posición de abierta intransigencia.


Hacia el 435, el exobispo de Melitene continuaba lamentando la venenosa supervivencia de la herejía nestoriana, oficialmente establecida, y se decide a combatir a Teodoro de Mopsuesta (cuyas posiciones cristológicas favorecían el nestorianismo), apoyado por Rábula de Edesa, enviando cartas a los obispos de Armenia acerca de la conducta a seguir. Sin embargo, parece que el santo no participó de las controversias monofisitas.


Según Filareto, obispo de Chernihiv, Acacio habría muerto en el 435, pero probablemente fue más tarde, en todo caso antes del 449, cuando sobre la cátedra de Melitene figura su sucesor, Constantino. En el 449, en el concilio de Melitene, san Acacio fue homenajeado como «nuestro padre y nuestro doctor» .



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31/03 - Los Santos Mártires de Persia Abdas (Audas) el Obispo, Benjamín el Diácono y otros


El rey Yezdegard, hijo de Sapor II, puso fin a la cruel persecución de los cristianos que había sido llevada al cabo en Persia durante el reinado de su padre, de modo que la Iglesia había gozado de la paz por doce años, cuando un obispo llamado Abdas (o Audas), llevado del celo, incendió el Pireo, o templo del fuego, principal objeto del culto de los persas. El rey amenazó con destruir todas las iglesias de los cristianos, a menos que Abdas reconstruyera el templo. Este se rehusó a hacerlo; el rey lo mandó matar e inició una persecución general que se intensificó bajo el reinado de su hijo Varanes y que duró cuarenta años. Teodoreto, que en ese tiempo vivía en las cercanías, hace un espantoso relato de las crueldades practicadas.


Uno de los primeros mártires fue un diácono llamado Benjamín. Después de que éste fue golpeado, estuvo encarcelado durante un año, pero un embajador del emperador en Constantinopla obtuvo su libertad, prometiendo bajo su responsabilidad que el santo se abstendría de hablar acerca de su religión. Benjamín, sin embargo, declaró que él no podía cumplir tal condición y, de hecho, no perdió oportunidad de predicar el Evangelio. Fue de nuevo aprehendido y llevado ante el rey. En el juicio, su única respuesta a la acusación fue preguntar al monarca qué pensaría de un súbdito que faltase a su fidelidad y se levantara en armas contra él. El tirano ordenó que se le encajaran cañas entre uña y carne y en las partes sensibles de su cuerpo y que posteriormente se las sacaran. Después de haber repetido esta tortura varias veces, le atravesaron las entrañas con una estaca nudosa, con el fin de rasgarlo y despedazarlo. El mártir expiró en medio de la más terrible agonía.



Fuente: eltestigofiel.org

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30/03 - Juan Clímaco el Justo, autor de La Santa Escala


«La Escala al Paraíso» fue un libro inmensamente popular en la Edad Media que logró para su autor, Juan el Escolástico, el sobrenombre de «Clímaco», por el que es generalmente conocido [ya que «climax» en latín es «subida»].


El origen del santo se pierde en la oscuridad, pero posiblemente procedía de Palestina y se dice que fue discípulo de san Gregorio Nacianceno. A la edad de dieciséis años, se unió a los monjes establecidos en el Monte Sinaí. Después de cuatro años que pasó probando su virtud, el joven novicio profesó y fue puesto bajo la dirección de un hombre santo llamado Martirio.


Guiado por su padre espiritual, dejó el monasterio y se instaló en una ermita cercana, aparentemente para acostumbrarse a dominar la tendencia a perder el tiempo en ociosas conversaciones. Al mismo tiempo, nos dice que, bajo la dirección de un director prudente, logró salvar obstáculos que no habría podido vencer si hubiera intentado hacerlo por sí solo. Tan perfecta fue su sumisión, que tuvo por regla nunca contradecir a nadie ni discutir cualquier argumento que sostuvieran aquellos que lo visitaban en su soledad.


Después de la muerte de Martirio, cuando San Juan tenía treinta y cinco años de edad, abrazó por completo la vida eremítica en Thole, un lugar solitario, pero suficientemente cercano a una iglesia que le permitiera a él y a los otros monjes y ermitaños de la región poder asistir los sábados y domingos al oficio divino y a la celebración de los santos misterios. En este retiro, el santo pasó cuarenta años, adelantando más y más en el camino de la perfección. Leía la Biblia con asiduidad, así como a los Padres y fue uno de los santos más eruditos del desierto; pero todo su propósito era ocultar sus talentos y esconder las gracias extraordinarias con que el Espíritu Santo había enriquecido su alma.


En su determinación de evitar toda singularidad, tomó parte en todo aquello que era permitido a los monjes de Egipto, pero se alimentaba tan frugalmente, que más parecía probar los alimentos que comerlos. Su biografía refiere con admiración que era tan intensa su compunción, que sus ojos parecían dos fuentes que nunca cesaran de manar lágrimas y que en la caverna a la que él acostumbraba retirarse para orar, las rocas resonaban con sus quejas y lamentaciones.


Era sumamente solicitado como director espiritual. Ciertamente en una ocasión alguno de los monjes, sus compañeros, ya fuera por celos o quizás justificadamente, le criticaban por perder el tiempo en infructuosos discursos. Juan aceptó la acusación como un caritativo consejo y se impuso un riguroso silencio en el que perseveró cerca de un año. La comunidad entera le pidió que volviera a ocuparse en dar consejo a los demás y que no ocultara los talentos que había recibido; de esta suerte, él continuó impartiendo sus enseñanzas y llegó a ser considerado como otro Moisés en aquel santo lugar, «ya que subió al monte de la contemplación y habló con Dios, cara a cara, para después bajar a los suyos, llevando las tablas de la Ley de Dios, su escala de la perfección».


La Escala es un tratado completo de vida espiritual, en el que Juan Clímaco describe el camino del monje desde la renuncia al mundo hasta la perfección del amor. Es un camino que -según este libro- se desarrolla a través de treinta peldaños, cada uno de los cuales está unido al siguiente. El camino se puede sintetizar en tres fases sucesivas: la primera consiste en la ruptura con el mundo con el fin de volver al estado de infancia evangélica. Lo esencial, por tanto, no es la ruptura, sino el nexo con lo que Jesús dijo, o sea, volver a la verdadera infancia en sentido espiritual, llegar a ser como niños.


San Juan comenta: “Un buen fundamento es el formado por tres bases y tres columnas: inocencia, ayuno y castidad”. Una de las fases del camino es el combate espiritual contra las pasiones. Cada peldaño de la escala está unido a una pasión principal, que se define y diagnostica, indicando además la terapia y proponiendo la virtud correspondiente.


Según san Juan Clímaco, es importante tomar conciencia de que las pasiones no son malas en sí mismas; lo llegan a ser por el mal uso que hace de ellas la libertad del hombre. Si se purifican, las pasiones abren al hombre el camino hacia Dios con energías unificadas por la ascética y la gracia y, “si han recibido del Creador un orden y un principio (…), el límite de la virtud no tiene fin”.


La última fase del camino es la perfección cristiana, que se desarrolla en los últimos siete peldaños de la Escala. Estos son los estadios más altos de la vida espiritual; los pueden alcanzar los “hesicastas”, los solitarios, los que han llegado a la quietud y a la paz interior; pero esos estadios también son accesibles a los cenobitas más fervorosos. San Juan, siguiendo a los padres del desierto, de los tres primeros —sencillez, humildad y discernimiento— considera más importante el último, es decir, la capacidad de discernir. Todo comportamiento debe someterse al discernimiento, pues todo depende de las motivaciones profundas, que es necesario explorar. Aquí se entra en lo profundo de la persona y se trata de despertar en el eremita, la sensibilidad espiritual y el “sentido del corazón”:


“Como guía y regla de todo, después de Dios, debemos seguir nuestra conciencia”. De esta forma se llega a la paz del alma, la hesychia, gracias a la cual el alma puede asomarse al abismo de los misterios divinos.


El estado de quietud, de paz interior, prepara al “hesicasta” a la oración, que en san Juan es doble: la “oración corporal” y la “oración del corazón”. La primera es propia de quien necesita la ayuda de posturas del cuerpo: tender las manos, emitir gemidos, golpearse el pecho, etc. la segunda es espontánea, porque es efecto del despertar de la sensibilidad espiritual. En san Juan toma el nombre de “oración de Jesús” (Iesoû euché), y está constituida únicamente por la invocación del nombre de Jesús, una invocación continua como la respiración: “El recuerdo de Jesús se debe fundir con tu respiración; entonces descubrirás la utilidad de la hesychia“, de la paz interior. Al final, la oración se hace algo muy sencillo: la palabra “Jesús” se funde sencillamente con nuestra respiración.


Se nos dice que Dios le concedió una gracia extraordinaria para curar los desórdenes espirituales de las almas. Entre otros a quienes él ayudó, hubo un monje llamado Isaac, llevado casi al borde de la desesperación por las tentaciones de la carne. Juan se dio cuenta de la lucha que sostenía y después de elogiar su fe, dijo: «Hijo mío, acudamos a la oración». Se postraron ambos en humilde súplica y, desde aquel momento, Isaac quedó libre de sus tentaciones. Otro discípulo, cierto Moisés, que parece en algún tiempo haber vivido cerca del santo, después de acarrear tierra para plantar legumbres, fue vencido por la fatiga y se durmió bajo el ardiente sol, al amparo de una gran roca. Repentinamente fue despertado por la voz de su maestro y se precipitó hacia adelante, justo a tiempo para evitar el ser aplastado por un alud de piedras. San Juan, en su soledad, tuvo conocimiento del peligro que lo amenazaba y había estado rogando a Dios por su seguridad. El buen hombre tenía entonces setenta años de edad, pero a la muerte del abad de Monte Sinaí, fue unánimemente escogido para sucederle. Poco después, durante una gran sequía, la gente acudió a él como a otro Elías, rogándole que intercediera ante Dios por ellos. El santo encomendó su desgracia al Padre de las Misericordias y una abundante lluvia contestó a sus oraciones.


Tal era su reputación, que san Gregorio Magno, que ocupaba entonces la Silla de San Pedro, escribió al santo abad pidiéndole sus oraciones y enviándole camas y dinero para el uso de los numerosos peregrinos que acudían al Monte Sinaí. Durante cuatro años, San Juan gobernó a los monjes con tino y prudencia. Sin embargo, había aceptado el cargo con cierta renuencia y encontró manera dé renunciar a él poco antes de su muerte. Había llegado a la edad de ochenta años, cuando entregó su alma en la ermita que le había sido tan querida. Jorge, su hijo espiritual, que le había sucedido como abad, rogó al santo agonizante que no permitiera que ellos dos se separaran. Juan le aseguró que sus oraciones habían sido oídas y el discípulo siguió a su maestro en el lapso de pocos días. Además del «Climax» -como se titula su «Escala al Paraíso»- tenemos otra obra de san Juan: una carta escrita al abad de Raithu, en la que describe las obligaciones de un verdadero pastor de almas. En el arte, Juan es siempre representado con una escalera.


Para acceder al texto de La Santa Escala, hacer clic AQUÍ.



Fuente: eltestigofiel.org / catholic.net

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30/03 - Sóstenes, Apolo, Cefas, César, Epafrodito y Tíquico, Apóstoles de los Setenta


Reclutados y despachados para hacer trabajo misionero durante los años siguientes inmediatos a Pentecostés, un gran número de discípulos conocidos como “Los Setenta” llevarían la Buena Nueva del Evangelio de Cristo a través de toda Tierra Santa y más alláde ella.


Aunque Los Setenta siguieron los pasos de los Doce Apóstoles originales, todos y cada uno de ellos hicieron importantes contribuciones al crecimiento de la Iglesia primitiva.


En muchos de los casos ellos habían sido escogidos por el mismo Señor e instruidos directamente por El sobre donde predicar el Santo Evangelio.


Entre las filas de Los Setenta se encuentran varios mártires y obispos quienes dedicaron su vida entera a propagar la Buena Nueva de la Muerte y Resurrección de Cristo. Entre los Setenta hay un gran número de discípulos que sirvieron en Grecia y Asia Menor (incluyendo la región que en la actualidad forma parte de la moderna Turquía.)


San Sóstenes


Había estado dirigiendo los servicios en la Sinagoga Judía en Corinto (en la actualidad parte de Grecia) cuando se convirtió al cristianismo por la acción de San Pablo.


Muy pronto el nuevo cristiano fue puesto a prueba cuando una banda de enojados paganos se levantaron contra San Pablo y atacaron a ambos hombres. Ellos fueron golpeados severamente luego de haber sido arrestados y amenazados con la muerte, sin embargo el celo misionero de San Sóstenes permanecería incólume. San Pablo honró a San Sóstenes en los primeros versículos de su Primera Carta a los Corintios refiriéndose a él como el siervo valiente del Señor, como “nuestro hermano”: Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por la voluntad de Dios, y Sóstenes, el hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto: a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, de nosotros y de ellos gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo. (1 Corintios, 1-3)


En los años posteriores, el generoso y valiente San Sóstenes realizaría un fiel servicio, por muchos años, como obispo de Colofón en Grecia.


San Apolo


También serviría como obispo de Corinto, aunque su lugar de nacimiento fue Alejandría -ese gran centro de cultura y enseñanza en Egipto.


Extremadamente culto, San Apolo brindó sus formidables cualidades intelectuales a la tarea de la conversión de los paganos al Cristianismo.


Maestro de la retórica, San Apolo se sabía de memoria muchas de las Sagradas Escrituras y frecuentemente traía nuevos conversos al Santo Evangelio demostrando que las Escrituras más antiguas contenían profecías sobre la llegada, en algún momento, del “Mesías”, quien traería la salvación a todos los hombres. Casi al final de su vida San Apolo predicaría en la isla de Creta y luego partiría hacia Palestina, en donde serviría por muchos años como Obispo de Cesaréa, la gran ciudad portuaria localizada en la orillas del Mediterráneo.


San César


Fue elegido por el Señor Jesucristo para difundir el Evangelio y llegar a ser Obispo de Dyrrhachium, un distrito del Peloponeso que se encontraba en la parte central de Grecia. Convirtió a muchas personas ahí y predicó incansablemente acerca de la salvación traída al mundo por el Señor.


Gentil y de suave hablar, San César ganó muchos conversos para la fe debido a su generosa devoción por el bienestar de sus conciudadanos. A lo largo de toda su vida puso, invariablemente, las necesidades de sus hermanos y hermanas en Cristo por encima de sus propias necesidades.


Quedándose muchas veces sin comida y bebida, así como de otras necesidades, con el fin de realizar notables actos de caridad entre los Griegos. Evangelizador talentoso, gozó de una larga y fructífera vida como siervo de Dios, entregándose completamente a traer a los no creyentes a la fe en el Señor Jesucristo.


San Epafrodito


Fue un colega cercano y fiel amigo de San Pablo. Sirvió por muchos años como Obispo de la ciudad Traciana de Adriaca y fue conocido por su celo en la oposición a la idolatría pagana en esa región de Grecia.


San Cefas


También fue elegido por el Señor para predicar a la recientemente establecida Iglesia en Grecia. Por muchos años fue Obispo de Colofón y Panfilia en donde se convirtió en una voz poderosa para el Santo Evangelio. San Céfas, conocido por su valentía, arriesgó su vida una y otravez con el fin de predicar la Buena Nueva entre los paganos, quienes muy frecuentemente se molestaban debido a que su idolatría era puesta en evidencia.


En muchas ocasiones, aún cuando había sido advertido que cualquier posterior predicación acerca del tal “Señor Jesucristo” y de la “salvación que ganó para todos los hombres a través de su sufrimiento y muerte en la Cruz” sería considerada por las autoridades locales como una ofensa capital, San Céfas no dudaba en asomarse al día siguiente en la plaza principal para continuar con su valiente predicación. Preguntado muchas veces sobre si no temía por su vida, el gran predicador se limitaba a sonreír y continuaba cantando las alabanzas a Dios Padre y a su Hijo Amado.


San Tíquico


Realizó varias tareas importantes para San Pablo. Nativo de Asia Menor se encargó de llevar las Epístolas de San Pablo a los Efesios y a los Colosenses durante el período en el que el Apóstol de los Gentiles se encontraba en su primer encierro.


Eventualmente San Tíquico reemplazaría a San Sóstenes como Obispo de Cesaréa en Palestina en donde pasaría muchos años sirviendo en esa Sede Episcopal.


San Tíquico tuvo un amor particular por ese gran maestro y pensador que fue San Pablo, a quien acompañó muchas veces en sus largos y extenuantes viajes animado por la propagación del Santo Evangelio. Estuvo con San Pablo en Roma durante la primera parte de su última etapa de cautiverio en la que él hombre santo lo envió hacia Efeso, Colosas y otras ciudades para llevar las noticias del crecimiento del Cristianismo a los miembros de la Iglesia.


A San Tíquico le tomó una gran valentía llevar las Buenas Noticias de una comunidad a otra. Los Cristianos venían siendo asesinados y heridos a lo largo de Tierra Santa durante esos primeros años de persecución en los que más de un creyente había abjurado de su fe al experimentar terror por las amenazas de muerte provenientes de los ofendidos paganos. Aún a pesar de ello este valiente campeón de la fe y amigo de San Pablo nunca vaciló en su lealtad hacia la Buena Nueva de Jesucristo.



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