Entre los mártires de Palestina, a los que Eusebio de Cesarea conoció personalmente y cuyos sufrimientos describió, se cuenta uno cuya tierna edad impresionó especialmente al escritor: era Anfiano, joven de veinte años. Anfiano había nacido en Licia y había estudiado en la famosa escuela de Berito de Fenicia, donde se había convertido al cristianismo. A los dieciocho años se fue a vivir a Cesarea.
Poco después, el gobernador de la ciudad recibió la orden de exigir que todos los habitantes ofreciesen sacrificios públicos. Al tener noticia de ello, Anfiano, sin comunicar a nadie sus planes -«ni siquiera a nosotros», dice Eusebio, que vivía entonces con él-, se dirigió al sitio en que el gobernador Urbano estaba ofreciendo sacrificios y logró llegar hasta él, sin que los guardias lo advirtiesen. Tomando a Urbano por el brazo, le impidió ofrecer el sacrificio y clamó contra la impiedad que cometía quien abandonaba el culto del verdadero Dios para adorar a los ídolos. Los guardias se lanzaron sobre Anfiano y le molieron a puntapiés; después le arrojaron en un oscuro calabozo, donde pasó veinticuatro horas con apretados grilletes en los tobillos.
Al día siguiente tenía el rostro tan hinchado, que era imposible reconocerle. El juez mandó desgarrarle con garfios hasta los huesos, de suerte que las entrañas del santo quedaron a la vista. A todas las preguntas respondía de la misma manera: «Yo soy siervo de Cristo». Después se le aplicaron en las plantas de los pies lienzos mojados en aceite hirviente; pero, por más que le quemaron hasta los huesos, no consiguieron vencer su constancia. Cuando los guardias le decían que ofreciese sacrificios a los dioses, Anfiano respondía: «Yo confieso al Cristo, el Dios verdadero que es uno con el Padre». Al ver que no flaqueaba en su resolución, el juez le condenó a ser arrojado al mar.
Inmediatamente después de ejecutada la sentencia, ocurrió un milagro que, según dice Eusebio, tuvo lugar en presencia de toda la población, ya que un violento temblor arrojó a la playa el cuerpo del mártir, a pesar de que los verdugos le habían atado al cuello losas muy pesadas.
Fuente: eltestigofiel.org
Adaptación propia