13/04 - Martín el Confesor, Papa de Roma


Introducción


“Vosotros seréis mis testigos”, dijo Cristo a sus discípulos, y el testimonio que ello ha implicado a lo largo de la historia de la Iglesia, supone en más de una ocasión, la rúbrica con la misma sangre por la defensa de la fe, la cual ha sido encomendada a la asamblea de creyentes para su conocimiento y su transición íntegra. Corresponde a los pastores de la comunidad su distribución, su explicación y su salvaguarda; el contenido de la fe causa incomodidad en varias ocasiones porque quienes tienen otras funciones o responsabilidades en esa comunidad no pueden o no quieren plasmar en sus vidas este contenido salvífico, pues la fe siendo luz es un reproche o un revés para sus planes en diversos niveles: política, economía, social, etc. Así sucedió en la vida de San Martín I, el último de los Papas venerado como mártir, quien fue víctima del poder político del Imperio Bizantino.


La doctrina sobre Jesucristo y su conocimiento teológico se fue configurando poco a poco, las verdades de fe sobre su Persona se fueron proponiendo y aceptando paulatinamente, de manera que la cristología se desarrollará con fuerza durante los siglos IV y V, con temas de la sustancia que comparte con el Padre Celestial hasta su doble naturaleza y por tanto su doble voluntad. En este contexto se encuadra la vida de este Pontífice, que como guardián de la fe, supo defender su exposición no solo con la palabra sino con su vida misma.


La herejía monofisita exponía que en Cristo no había sino una sola naturaleza, la divina, por lo que la Redención se presentaba inútil al considerar que el Verbo de Dios no se había hecho hombre para salvar al hombre como hombre. El bando que proponían una tesis y el contrario, buscaban cada uno defender su verdad y así surgió otra corriente, el eutiquianismo, que aceptaba la doble naturaleza de Jesucristo, pero que condicionaba la doble voluntad del mismo, conduciendo este error a otra herejía: el monotelismo, que aceptaba únicamente una voluntad en la Persona de Cristo, la divina, que suprimía la humana, que como es sabido, también es poseída por el Verbo encarnado, Hijo de Dios y Dios verdadero, también hombre verdadero, pero que la tiene subordinada a la voluntad divina. Esta doctrina manchó la ortodoxia en Constantinopla, siendo favorecida con la simpatía y apoyo del Emperador Constante II, otorgándole incluso la protección civil, afectándose de esta manera la vigilancia y el respeto que correspondían guardar al clero de Constantinopla.


Biografía


San Martín I nació en Todi, ciudad situada al norte de Roma. Fue un hombre lleno de virtud y con excelente preparación; se dice que prodigaba la caridad para con los pobres y miserables en los lugares donde vivía. Muerto el Papa Teodoro I en julio del año 649, ascendió a la sede romana. Esta elección se hizo sin la consulta y aprobación del Emperador de Oriente, en un afán de cortar la dependencia de la Iglesia con el Estado.


Esta provocación resultó mayúscula cuando el Papa convocó el Concilio de Letrán ya pensado por su antecesor y cuya muerte vino a impedir. San Martín I conocía muy bien el ambiente en la ciudad imperial, pues allí había sido apocrisiario ante la corte bizantina y entonces tuvo la oportunidad de conocer de cerca la realidad sobre el Monotelismo. Con apenas tres meses al frente de la Sede de Roma, convocó al Concilio a todos los obispos de occidente en la Basílica de Letrán para comienzos de octubre. El Concilio se reunió en cinco sesiones en las que se estudió y discutió la doctrina monotelita, bajo la presidencia del mismo Papa quien rebatió las tesis heréticas y confirmando que en Cristo hay dos voluntades, humana y divina. Dicho concilio fue para el santo un evento con deber de fidelidad a la fe. Los condenados en este Concilio fueron los Patriarcas Sergio I, Pirro I y Pablo I, así como los prelados Cirilo de Alejandría y Teodoro de Farón. También se condenaron a los 150 obispos reunidos en el “Ekthesis”, doctrina promulgada por el Emperador Heraclio que hacía una profesión de fe en el monotelismo, así como el “Typos” de Constante II que prohibía a todos los súbditos cristianos, luchar unos con otros sobre una voluntad o dos voluntades, ordenando hacer desaparecer todas las disertaciones escritas sobre el tema, incluida la “Ekthesis”. Concluidas las sesiones, San Martín I mandó la noticia de los resultados a Constante II, lo cual sería la causa que desató su perdición.


El 6 de noviembre siguiente, el Emperador envió a Olimpio, Exarca de Ravenna, con fuerzas armadas y con la misión de ganar adeptos al monotelismo y de asesinar al Papa Martín. La ocasión se calculó para cuando el Pontífice celebrara misa en la Basílica de Santa María la Mayor. El escudero de este hombre se acercó para apuñalar al Papa durante la comunión, pero el sicario quedó ciego súbitamente y el proyecto se frustró. Olimpio tuvo entonces remordimientos y se sinceró y reconcilió con el Papa y luego se convirtió en su protector, mas muriendo luego en el año 652 a causa de la peste, fue sucedido en el exarcado por Diódoro Calliopas, a quien Constante II volvió a encomendar el malévolo proyecto.


Así, éste se presentó en Roma con un temible ejército en junio de 653, provocando que el Papa Martín buscara huir pese a las limitaciones que la enfermedad de la gota lo tenían postrado en cama. Pretextando un arsenal en el Palacio Pontificio y violando el derecho de asilo en la Basílica de San Juan de Letrán donde se había recluido el Santo y sin contar que se permitió el libre acceso para revisar con calma el lugar, literalmente se hizo una invasión y el Papa fue detenido en su propio lecho de enfermo; el detenido no opuso resistencia con afán de evitar represalias contra su pueblo y su clero. Antes de abandonar el Palacio Apostólico, San Martín pidió el favor de tener la compañía de algunos clérigos, que no fueron pocos los solidarios. En la madrugada fue llevado al Tíber para embarcarlo y llevarlo a Constantinopla, logrando burlar astutamente a los que habían de acompañarlo, siendo así que partió a su destino privado de equipaje y con una media docena de compañeros. Entonces ocupó la Cátedra de San Pedro el Papa San Eugenio I con la aquiescencia de Constante II. Este Papa fue prudente al no provocar con comentarios las represalias imperiales sobre Roma y principalmente con el desterrado.


Un año estuvo detenido en la Isla de Naxos en el mar Egeo. Como su salud declinaba, no querían sus captores que muriera antes de ser enjuiciado, por eso se detuvieron allí, para que su salud se equilibrara; en este lugar San Martín probó la caridad de los lugareños, a quienes se les amenazó con considerarlos enemigos del estado si lo visitaban. Por fin la comitiva arribó al Constantinopla el 17 de septiembre de 654. El Pastor de Roma llegó tumbado en un jergón y se le exhibió como un espectáculo público, soportando burlas, maledicencias y otras manifestaciones de antipatía, luego fue llevado a la prisión Priandiaria. Allí, durante tres meses, soportó vejaciones, torturas e incomunicación. Aquí escribió algunas cartas, en las que expresa su negativa a abdicar ante la presión de Constante y refiere también noticias de su lamentable estado: “Desde hace 47 días que no he podido bañarme”, la crónica de sus penalidades tiene un edificante remate: “Espero en Dios, que cuando me haya librado de esta vida, se apiade de mis perseguidores y los mueva a la penitencia”.


En diciembre de ese año fue llevado a juicio o más bien a un remedo de juicio. A los que iban a atestiguar en su contra, el Santo pidió que se les exonerara de jurar sobre los Evangelios, para que no pecaran de perjurio. Se le condenó por rebelión, pero cuando el trató de expresar la razón del Concilio, se le hico callar con el pretexto de que ese juicio nada tenía que ver con la fe, de la cual los jueces eran fieles creyentes y ortodoxos. Abrumado por las acusaciones ridículas, las presiones, un juicio largo y cansado de estar parado, San Martín expresó a sus delatores: “Hagan de mi lo que sea que tengan decidido, córtenme a pedazos si quieren, cualquier muerte me será beneficiosa. Pero no esperen que entre en comunión con la Iglesia de Constantinopla”. Luego fue expoliado de sus vestiduras episcopales, quedando casi desnudo, fue encadenado de cuello y condenado a muerte. Antes de ejecutar la sentencia capital, fue paseado por la calle para que el populacho se burlara de él, en tanto, Constante II observaba escondido desde una rejilla. Condenado por delito de alta traición, fue llevado a la prisión Diómedes, llevado con tal brutalidad, que al ingresar cayó de espalda. El Papa miró entonces a su carcelero y le dijo: “Aunque desmiembren mis carnes, no lograrán que comulgue con la autoridad eclesiástica de Constantinopla”. Ni la edad, las penas, la enfermedad y el martirio incruento lo doblegaron, él estaba consciente de que como Pedro, tenía que confirmar en la fe a sus hermanos.


Mientras esto pasaba, Constante II visitó en su lecho de muerte al Patriarca Pablo para platicarle de lo que le sucedía al Papa de Roma. No halló los aplausos que esperaba, pues el visitado, con remordimientos, expresó su hondo pesar y su desagrado: “Desgraciadamente esto aumenta mis dolencias. No es deseable que un Pontífice sea tratado tan deplorablemente”. Esta plática hizo que Constante II conmutara la pena de muerte por el destierro al Queresoneso. El Patriarca murió y fue sucedido por Pirro, a quien San Martín confirmó su excomunión. El encierro en la cárcel duró del 17 de septiembre de 653 al 10 de marzo de 654. El Jueves Santo 26 de marzo de 655, tras una emotiva despedida, sale a su destino, dando antes a sus allegados el signo de la paz. Llegó finalmente al lugar de su castigo el 15 de mayo hecho una piltrafa. Allí enfrentó con heroicidad la privación de lo mínimo para subsistir. En una carta de mediados de junio relata: “La escasez y el hambre son espantosas. Aquí no hay pan, no hay nada. Si no llegan víveres de Italia, es imposible subsistir…” No se trata del pan del destierro, sino del destierro sin pan. Siente la soledad y el abandono: “No solo he sido apartado del mundo, sino que incluso se me priva de la vida. Los habitantes del país son todos paganos y no tienen caridad ni aún la mínima compasión natural que se da entre los bárbaros… Me impresiona la poca sensibilidad de todos aquellos que en otras ocasiones se acordaron de mí y ahora me han olvidado, ni les interesa conocer si aún sigo con vida. Me impresiona en aquellos que pertenecen a la Iglesia de San Pedro el poco cuidado que tienen de uno de los suyos… Pido constantemente por intercesión de San Pedro, que Dios conserve firme en la fe ortodoxa, principalmente al pastor que la gobierna, es decir, al Papa Eugenio. De mi miserable cuerpo el Señor tendrá cuidado, ¿por qué me preocupo? Y espero de su misericordia que no tardará en poner fin a mi carrera”.


A los quince días de haber escrito esta carta, en dolorosa soledad, moría por manos de los herejes, no de los paganos. Era el 16 de septiembre de 655. La duración de su pontificado fue de seis años, un mes y veintiséis días. Recibió sepultura en la Basílica de Santa María de Blanquerna, aureolado por el pueblo sencillo con el título de santo y de mártir. Según una tradición, en el siglo XIII, sus restos mortales fueron trasladados a Roma, siendo depositados en la iglesia de San Silvestre y San Martín ad Monte. De él se conservan 17 cartas que se incluyeron en la patrología latina de Migne.



Fuente: preguntasantoral

Adaptación propia