Domingo del Ciego


“Para que se manifiesten las obras de Dios en él” (Jn 9, 3)


«Como hábil arquitecto, Dios primero ha acabado una parte de la casa que ha querido construir y ha dejado la otra imperfecta a fin de que, al acabarla, después cerrase la boca a los incrédulos respecto al origen de toda obra. De esta manera, Él junta las diferentes partes de nuestro cuerpo, completa lo que faltaba, trabaja en él como en una casa que está a punto de caer cuando sana la mano seca, cuando da fuerza a los miembros del paralítico, hace caminar a los cojos, cura a los leprosos, sana a los enfermos, fortifica a los débiles, resucita a los muertos, abre los ojos que estaban cerrados, da a los que no tienen nada. Repara pues los defectos de nuestra débil naturaleza, y con ello descubre, manifiesta su poder. Además, cuando Jesús dice: “para que se manifieste el poder de Dios”, es de Él mismo de quien habla y no del Padre, porque el poder del Padre era perfectamente conocido» (San Juan Crisóstomo, Homilía LVI).


“Si el Señor no construye la casa, es inútil el afán de los constructores” (Sl 126). El origen de nuestra vida es Dios y está en Dios. Cualquier intento de construir la vida fuera de Él es vano e inconsistente, nace de la semilla de la corrupción y es como el humo que se disipa y desaparece. Por tanto, si nuestra vida ha de ser Vida en Cristo, los cimientos que la han de sostener no pueden ser otros que el encuentro con Dios. Llegamos a la vida en este mundo como una casa que no está acabada de construir, y el Arquitecto que puede completar la obra es el mismo Arquitecto que nos ha dado la vida. Para que se manifieste el poder y la gloria de Dios.


El ojo es al cuerpo lo que el sol es al mundo. El ojo es la lámpara del cuerpo y del alma que vivifica el cuerpo. Por la vista nos orientamos y damos sentido a las cosas, incluso hemos conocido a Dios porque se hizo visible en la carne. La Luz que orienta, vivifica y da sentido a nuestra vida, a nuestra alma, es Cristo Dios (Jn 9, 5 y 8,12). El aliento de vida que llevamos al llegar a este mundo lo recibimos de Dios. El mismo Dios es quien nos abre los ojos de la Fe, quien restaura su imagen en nosotros, corrompida por las pasiones. Los ojos de la Fe nos fueron abiertos por el santo Bautismo; que estos ojos gobiernen nuestra vida es vivir de acuerdo con esta Fe, y eso es una decisión que hemos de tomar cada uno personalmente de manera resuelta, sin pereza ni tibieza ni titubeos. Cada Eucaristía es un encuentro con Jesús Cristo, Dios, el acontecimiento fundamental sobre el que se edifica nuestra vida. Hacernos dignos de la participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo es la obra que nos tendría que ocupar el resto del tiempo, de Domingo a Domingo, de Eucaristía a Eucaristía. Cuando es así, todas las circunstancias que nos rodean son tantas ocasiones de manifestar nuestra Fe, de ejercitar la visión que nos ha sido dada. Él, que está presente en todas partes y que lo llena todo, viene a encontrarnos. Dios es infinitamente paciente y nos concede todo el tiempo: “mientras es de día, hemos de hacer las obras de Dios; se acerca la noche, que es cuando nadie puede trabajar” (Jn 9, 4).


El que nació ciego, al volver de la piscina de Siloé viendo, se encontró primero con las dudas de la gente y luego, al confirmar su identidad, con las preguntas de los fariseos, las acusaciones veladas, los insultos, los intentos de hacerle hablar en contra del Señor, de convencerle para que escogiese las convenciones de la ley por encima de la verdad que le ha sido revelada y, finalmente, con la expulsión de la comunidad. Estudiemos sus palabras ante los que le acusan. De él aprendamos a manifestar nuestra Fe con obras: cabalmente, con coherencia y justicia, prudencia y coraje, valentía e integridad y siempre temerosos de guardar la fidelidad a Aquel que nos da la vista para la Vida. Nuestra meta es siempre y en todo lugar la misma; sea bajo situaciones más restrictivas o más permisivas, estables o cambiantes. Si somos fieles al Arquitecto que nos construye y vigila que la obra llegue a buen final, Él mismo nos vendrá a encontrar de nuevo para confirmar nuestra Fe.


LECTURAS


Hch 16,16-34: En aquellos días, una vez que íbamos nosotros al lugar de oración, nos salió al encuentro una joven esclava, poseída por un espíritu adivino, que proporcionaba a sus dueños grandes ganancias haciendo de adivina. Esta, yendo detrás de Pablo y de nosotros, gritaba y decía: «Estos hombres son siervos del Dios altísimo, que os anuncian un camino de salvación». Venía haciendo esto muchos días, hasta que Pablo, cansado de ello, se volvió al espíritu y le dijo: «Te ordeno en el nombre de Jesucristo que salgas de ella». Y en aquel momento salió de ella. Pero al ver sus amos que se les había ido su esperanza de ganancia, cogiendo a Pablo y a Silas, los arrastraron al ágora ante los magistrados y, presentándolos a los pretores, dijeron: «Estos hombres, judíos como son, están perturbando nuestra ciudad y están enseñando costumbres que no nos está permitido aceptar ni practicar, pues somos romanos». La plebe se amotinó contra ellos, y ordenaron que les arrancaran los vestidos y que los azotaran con varas; después de molerlos a palos, los metieron en la cárcel, encargando al carcelero que los vigilara bien; según la orden recibida, él los cogió, los metió en la mazmorra y les sujetó los pies en el cepo. A eso de media noche, Pablo y Silas oraban cantando himnos a Dios. Los presos los escuchaban. De repente, vino un terremoto tan violento que temblaron los cimientos de la cárcel. Al momento se abrieron todas las puertas, y a todos se les soltaron las cadenas. El carcelero se despertó y, al ver las puertas de la cárcel de par en par, sacó la espada para suicidarse, imaginando que los presos se habían fugado. Pero Pablo lo llamó a gritos, diciendo: «No te hagas daño alguno, que estamos todos aquí». El carcelero pidió una lámpara, saltó dentro, y se echó temblando a los pies de Pablo y Silas; los sacó fuera y les preguntó: «Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?». Le contestaron: «Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia». Y le explicaron la palabra del Señor, a él y a todos los de su casa. A aquellas horas de la noche, el carcelero los tomó consigo, les lavó las heridas, y se bautizó enseguida con todos los suyos; los subió a su casa, les preparó la mesa, y celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios.


Jn 9,1-38: En aquel tiempo, al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: «Maestro, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?». Jesús contestó: «Ni este pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)». Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ese el que se sentaba a pedir?». Unos decían: «El mismo». Otros decían: «No es él, pero se le parece». Él respondía: «Soy yo». Y le preguntaban: «¿Y cómo se te han abierto los ojos?». Él contestó: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver». Le preguntaron: «¿Dónde está él?». Contestó: «No lo sé». Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé y veo». Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?». Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?». Él contestó: «Que es un profeta». Pero los judíos no se creyeron que aquel había sido ciego y que había comenzado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: «¿Es este vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?». Sus padres contestaron: «Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos; y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse». Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos: porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: «Ya es mayor, preguntádselo a él». Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: «Da gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». Contestó él: «Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo». Le preguntan de nuevo: «¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?». Les contestó: «Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso: ¿para qué queréis oírlo otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?». Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: «Discípulo de ese lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de dónde viene». Replicó él: «Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si este no viniera de Dios, no tendría ningún poder». Le replicaron: «Has nacido completamente empecatado, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?». Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?». Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es». Él dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante él.



Fuente: iglesiaortodoxa.es / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española