El Señor nos aseguró que "lo imposible para los hombres es posible para Dios" (Lc. 18, 27). Es decir, aquello que es imposible de hacer con la fuerza enfermiza y la lógica del hombre es viable y posible para Dios. Porque, ¿quién hubiera esperado de un hombre que pasó casi toda su vida en la idolatría, de la que era incluso un sacerdote, que se convirtiera al cristianismo? Pues esto sucedió con el anciano sacerdote idólatra Luciniano, que vivió en los años del rey Aureliano, en el 270 d.C.
Era de edad avanzada y con el pelo blanco, y vivía no muy lejos de la ciudad de Nicomedia. Cuando Luciliano escuchó por primera vez una predicación cristiana en su país natal, Nicomedia, la gracia divina creó un verdadero seísmo en su interior. Las creencias paganas que estaban tan profundamente arraigadas en su alma fueron destruidas como torres de papel. Sus ojos seniles se abrieron y con una vivacidad juvenil proclamó su fe en Cristo. Intentó, de hecho, con su predicación, atraer a otras almas a Dios.
Fue informado de esto el conde Libania. Con valentía, Luciliano confesó a Cristo frente a él. A continuación, el duque, presionado por sus sacerdotes paganos, que consideraban a Luciliano desertor de su religión, ordenó que lo torturaran. Le golpearon en la mandíbula, le fustigaron con varas y le suspendieron boca abajo. Luego le llevaron a la prisión, donde el Santo Luciniano encontró a cuatro niños, Claudio, Hipacio , Pablo y Dionisio, quienes por la misma razón fueron encarcelados. Sacándolo de la cárcel con los cuatro chicos, fueron llevados ante el prefecto. Permaneciendo firme en la fe de Cristo, fue puesto, junto con los cuatro, en un horno encendido. Sin embargo, una lluvia celestial descendió y apagó la llama, por lo que el Santo salió del horno junto con los cuatro niños sin sufrir ninguna quemadura . El prefecto ordenó entonces que fueran enviados a Bizancio, donde el Santo y los niños debían ser asesinados. Así fueron decapitados los santos infantes. San Luciniano fue clavado en una cruz, y le desgarraron sus carnes. De esta manera, el bendito entregó su alma en las manos de Dios.
La santa virgen Paula (del gr. "Παύλη") estaba junto con los santos en el camino y cuidaba las heridas del mártir Luciniano. Cuando los cinco fueron ejecutados, ella recogió sus santos restos. Ella había sido cristiana desde sus antepasados, y su trabajo consistía en ingresar a las cárceles, donde consolaba y cuidaba a los mártires sufrientes en nombre de Cristo. Por esta razón ella fue arrestada y llevada ante el prefecto.
Debido a que no fue persuadida para que ofreciese sacrificio a los ídolos, primero la despojaron de su ropa, la azotaron con correas y luego la golpearon con varas. Debido a que muchos huesos le fueron rotos por las muchas palizas, por esta razón un Ángel del Señor vino y la sanó, y no solo esto, sino que también la fortaleció durante su martirio. Entonces fue llevada nuevamente ante el prefecto, y ella lo insultó, por lo que fue golpeada en la boca y encarcelada. La Santa fue presentada nuevamente para su tercer examen, y colocada en un horno encendido, del cual fue mantenida ilesa por el ángel divino. Finalmente, el prefecto ordenó que la llevaran a Bizancio, donde sería decapitada.
Cuando la Santa llegó al lugar de la ejecución de San Luciniano y de los cuatro niños, también fue decapitada, y así la bendita recibió la corona del combate. Su Sinaxis y Fiesta se celebran en su Iglesia, que se encuentra cerca de la del Arcángel Miguel, en una isla llamada Oxia.
Fuente: laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com
Adaptación propia