VI Domingo de Mateo


Los cristianos no vivimos en aislamiento. Coexistimos y convivimos con los otros, con los además cristianos, que son nuestros hermanos. Cada cristiano es miembro de una comunidad, y todos juntos constituimos la Iglesia, el Cuerpo místico de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Cristo no fundó ninguna religión, sino la Iglesia. El Apóstol Pablo dice que, así como en el cuerpo humano existen muchos miembros pero no cumplen todos la misma función, también los cristianos constituimos un solo Cuerpo gracias a Cristo, y cada uno de nosotros pertenece como miembro a este Cuerpo, del cual son también miembros todos los demás hermanos (Rom 12,4-5). Especialmente nosotros que tenemos el gran privilegio y bendición de parte de Dios de constituir una sola Iglesia, que coincide con la Una, Santa, Católica y Apostólica y un solo Pueblo, el Santo Pueblo de Dios, independientemente del color, de la lengua y del origen de cada uno de nosotros.


Esta relación entre nosotros fue instituida por parte de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. El nuevo vínculo de fe que nos une determina también el modo de la “vida nueva” que somos llamados a vivir “por la gracia del Señor Jesús” (Hechos 15,11) dentro de la comunidad eclesial.


Algunos de los elementos de vida y comportamiento más básicos que deben mostrar los cristianos en la relación mutua, nos los indica la lectura apostólica de hoy. Estos son la fe, el servicio, la enseñanza, la consolación, la alegría, el amor, la caridad, la simplicidad, el honor reciproco, la vigilancia, la espiritualidad, la paciencia, la hospitalidad, la oración, la bendición. Pero estos carismas no basta solo tenerlos, sino que necesitan ser cultivados continuamente por parte de cada cristiano verdadero y auténtico.


El Señor, como Dios nuestro encarnado, viene al mundo para la sanación y salvación del mundo, pero derrumbando todos los parámetros considerados lógicos. Su venida consiste, no en la anulación de la lógica, sino sin duda la superación de esta. Con el Cristo nos encontramos a otro nivel de vida, pued sin duda tocamos el suelo con nuestros pued, pero nos movemos al espacio del cielo. Es decir, todo con el Cristo funciona θεανθρώπινα (divino-humanamente). Esta es la impresión que tiene uno escuchando la lectura evangélica de hoy: el Señor sana a un paralítico a quien traen ante Él unos amigos. El Señor, restableciéndole su salud física, sana a la vez también su psique. Es decir, antes de decirle: “levántate toma tu cama y vete a tu casa”, le certifica: “hijo, son perdonados tus pecados”.


¿Qué queremos decir en concreto? En este incidente son dos los “derribos” de la lógica, la razón humana. El Señor, con la voluntad de sanar al paralítico, primero debería dirigirse a él dando una orden para la solución de su problema y sanarlo somáticamente (físicamente), pero esto se produce en la segunda parte. Segundo: debería dirigirse solamente a él, puesto que únicamente él tenía el problema. Solo con la fe del paralítico bastaría para que operara la potencia y energía increada de Cristo, tal y como lo encontramos en otros casos, por ejemplo, el paralítico de la piscina de Betseida. Pero el Señor se comporta de manera diferente de lo previsto huma- namente. Y esta prioridad suya no es a causa de la parálisis humana, sino de los pecados, es decir, el estado psíquico del hombre; la “visión” o perspectiva de Él es más amplia, porque ve la fe de todos, del paralítico y de sus amigos, para sanarlo.


¿Por qué pues, todos estos “derribos”? La respuesta realmente no parece que sea difícil. En el primer derribo el Señor, mediante el caso concreto, nos señala que el problema básico y esencial del hombre no es tanto su estado corporal o físico, sino su estado espiritual. Es decir, el pecado es el que enferma al hombre, le paraliza psíquicamente y le hace conducirse a la muerte (espiritual), puesto que le separa de Dios, fuente de la vida. El hombre está creado para vivir fisiológicamente con Dios, por eso cada pecado constituye una perversión, trauma y herida en su existencia. “Detrás del pecado está la muerte”. La parálisis física, la enfermedad física, constituye un reflejo de la parálisis espiritual; por lo tanto la terapia real empieza de la psique. Muchas veces por supuesto sufre la salud de la psique sin que el cuerpo tenga su salud, y a veces viceversa, algo que concierne las volunta- des inescrutables de Dios, quien tiene un plan concreto para cada humano. En el caso del paralítico del evangelio de hoy, el pecado de él era la causa de su parálisis somática o física, por eso también el Señor “toca” la raíz del mal.


En el segundo “derribo” el Señor nos orienta hacia una profunda verdad: mirando no solo la fe del paralítico, sino también la fe de sus amigos, que parece que tiene en cuenta seriamente, es como si nos revelara la fuerza de la comunión entre los hombres; es decir, ¡cuánto emociona a Dios cuando nos ve unidos para la realización del bien! Por supuesto que como cristianos conocemos que en esto consiste también la venida de Cristo al mundo: “Para que los esparcidos hijos de Dios se unan”. Esta fue la petición principal de Cristo en Su oración sacerdotal (Jn 17), algo antes de Su Pasión. Pedía al Padre Celeste “que sean los hombres uno, igual que nosotros somos uno”. Y la razón de esta “sensibilidad”, diríamos, por parte de nuestro Dios hacia el tema de la unidad, obviamente no es otra cosa que el hecho de que la unidad constituye la señal de la existencia de la ‘agapi’ (amor desinteresado), que es también la principal voluntad de Dios. Porque «ο Θεός αγάπη εστί». En el caso del paralítico de hoy, pues, sus amigos manifiestan la ‘agapi’ hacia el amigo, y esta unión da un empuje también a la ‘agapi’ (amor, energía increada) de Cristo a expresarse con inmediatez. Pero la reacción de Cristo al sanar psicosomáticamente al paralítico, por supuesto con la sinergia (colaboración) de sus amigos, además de la potencia de la ‘agapi’ (amor, energía increada) y la unidad, como hemos dicho, revela desde este aspecto también la deidad de Jesús Cristo. Cristo como Señor y Dios es el único que puede perdonar los pecados de los hombres, algo que por un lado provoca y molesta a los Fariseos y por otro está confirmado por el milagro que sigue. Y es la única realidad que conduce al hombre al equilibrio psicosomático. Porque está demostrado que lo que provoca conflicto, agitación, agresividad y tristeza al hombre es la culpabilidad que produce siempre el pecado. Por lo tanto, solamente cuando el hombre se ha liberado de las culpabilidades, es decir, cuando en metania se vuelve hacia Cristo, podrá serenarse y estar con buenas maneras también hacia sus semejantes.


La dinámica de la fe común y la experiencia de la absolución de los pecados son situaciones espirituales que vivimos en el cuerpo vivo de Cristo, la Iglesia, y sobre todo donde se revela por excelencia es en la Divina Liturgia. Dentro de los desafíos de la época contemporánea y la confusión de las pasioned del mundo, la solución está más allá de los hombres racionalistas. Está allí donde existe el mismo Cristo, el único capaz de sanar cualquier parálisis.


S.E. Policarpo (Stavrópoulos) / P. Jorge Dorbarakis


LECTURAS


Rom 12,6-14: Hermanos, teniendo dones diferentes, según la gracia que se nos ha dado, deben ejercerse así: la profecía, de acuerdo con la regla de la fe; el servicio, dedicándose a servir; el que enseña, aplicándose a la enseñanza; el que exhorta, ocupándose en la exhortación; el que se dedica a distribuir los bienes, hágalo con generosidad; el que preside, con solicitud; el que hace obras de misericordia, con gusto. Que vuestro amor no sea fingido; aborreciendo lo malo, apegaos a lo bueno. Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo; en la actividad, no seáis negligentes; en el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración; compartid las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis.


Mt 9,1-8: En aquel tiempo, subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. En esto le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: «¡Ánimo, hijo!, tus pecados te son perdonados». Algunos de los escribas se dijeron: «Este blasfema». Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo: «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y echa a andar”? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados —entonces dice al paralítico—: “Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”». Se puso en pie y se fue a su casa. Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad.



Fuente: metropoliespo.com / iglesiaortodoxaserbiasca.org / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española

Adaptación propia