01/09 - Simeón el Estilita («el Viejo»)


Los estilitas eran unos eremitas que a partir del siglo V empezaron a hacer penitencia viviendo subidos a una columna. Existen cinco santos estilitas de nombre Simeón: San Simeón Estilita el Viejo, San Simeón Estilita el Confesor, San Simeón Estilita en el Egeo, San Simeón Estilita el Joven y San Simeón el Nuevo Estilita. Pero vamos a hablar del primero de ellos.


Según nos dice Teodoreto de Ciro, coetáneo del santo, Simeón nació en Sisá, en los confines entre Siria y Cilicia, en la región de Nicópolis (la actual Islahije). Hay escasez de datos cronológicos por lo que no se puede precisar el año de su nacimiento, aunque se sabe que fue a finales del siglo IV. Sus padres eran cristianos y tuvieron numerosos hijos, pero todos murieron siendo niños excepto Simeón y uno de sus hermanos. Después de morir sus padres, un domingo, una fuerte nevada lo obligó a dejar el ganado en el establo y se fue a la iglesia donde escuchó el evangelio de las Bienaventuranzas. Entonces se sintió llamado a la vida monástica pensando que era la mejor forma de conseguir aquella felicidad que proclamaban las bienaventuranzas.


Al domingo siguiente volvió a la iglesia y mientras oraba se durmió y tuvo una visión: estaba cavando una fosa y una voz lo animaba a seguir excavando y después a “construir”. Dice Teodoreto que esta fue una visión profética de su futura vida de estilita. Se acercó entonces a un lugar en el que habitaban unos ascetas y allí se quedó dos años. Después de ocurrirle algunos hechos prodigiosos y de ayunar durante muchos días, volvió a donde estaba su hermano Semsin y repartió con él la herencia paterna. Su parte la entregó a los pobres y a unos monasterios cercanos, y deseoso de conseguir una mayor perfección, se fue a Teleda y entró en un monasterio que estaba bajo la dirección de un tal Heliodoro. El monasterio tenía un centenar de monjes, entre ellos un primo de Simeón. Poco después de ingresar en el monasterio recibió la bendición del obispo Mara de Gabala.


En el monasterio se dedicó a la práctica de tremendas mortificaciones, ayunaba todos los días excepto los domingos y vivió durante dos años semienterrado en el huerto del monasterio. Estas obras ascéticas llegaron a irritar a sus superiores, los cuales debieron intervenir cuando descubrieron que Simeón llevaba puesto un cruel cilicio  que hacía que parte del cuerpo estuviera en carne viva y con las heridas infestadas por la suciedad. Como esta austeridad la consideraron absurda, lo echaron del monasterio para impedir que su ejemplo fuese imitado por otros monjes que tuviesen peor salud y sintieran el deseo de realizar las mismas extravagancias. Entonces él se retiró a una montaña cercana y se metió en una oquedad en el suelo permaneciendo allí cinco días, pero los superiores del monasterio, arrepentidos de haberlo expulsado, fueron a buscarlo para que retornase con ellos.


Sigue diciendo Teodoreto que, poco tiempo después, abandonó definitivamente el monasterio de Teleda y marchó a Telánissos, a unos setenta y cinco kilómetros al noreste de Antioquía. El lugar se llama hoy en día Der Sim’an. Allí llegó al inicio de la Cuaresma del año 458. Llamó a la puerta del monasterio de Mari, que estaba casi vacío, y allí se colocó en una casucha en la que estuvo encerrado durante toda la Cuaresma. El abad aceptó su reclusión dándole diez panes y un jarro de agua. Cuando terminó la Cuaresma fue encontrado casi inconsciente en el suelo pues no había tomado nada durante los cuarenta días. Le dieron la Eucaristía y se reanimó. Esto volvió a hacerlo durante cuarenta y tres años consecutivos en tiempos de Cuaresma. Los primeros días se mantenía en pie sin moverse, después sentado y los últimos días inevitablemente, tendido en el suelo debido a la debilidad producida por el ayuno absoluto. Cuando llegaba la Pascua se marchaba al desierto. Allí se hizo una casucha en un monte llamado actualmente Qal’at Sem’an, con la intención de vivir más intensamente una vida de contemplación. Se metía en el pequeño recinto y se encadenaba por un pie para limitar sus propios movimientos. El obispo Melecio le hizo comprender que no tenía por qué encadenarse, que bastaba con tener voluntad para conseguir la liberación espiritual sin tener que recurrir a actuaciones tan extravagantes. Estuvo vestido durante siete años con ropa de paja y posteriormente, cambió la paja por una simple piel de cabra. Si fuese cierto, que no lo es, todo lo contado por Teodoreto, se podría decir que estamos ante uno de los santos más extremos y al mismo tiempo más venerado de todos los tiempos.


Como su fama de penitencia se corrió entre las poblaciones vecinas, empezaron a llegar peregrinos para conseguir ser curados de enfermedades y él, que estaba deseoso de volar al cielo y que no quería ser tocado, se subió a una columna, inaugurando una nueva forma de vida, la de estilita, que aun lo hizo más famoso. Los hagiógrafos difieren en si permaneció sobre una columna o sobre varias y cuanto tiempo estuvo en cada una. Teodoreto dice que durante cinco años estuvo sobre la primera piedra (un pedestal de dos cúbitos de altura, cuatro pies de largo y cuatro cúbitos de perímetro, el equivalente a 1,76 metros de altura), altura apenas suficiente para apartarse de la indiscreta devoción de los fieles. El abad del monasterio de Mari, donde él estuvo, construyó un monasterio cercano a la columna. En aquel tiempo murió Semsin, el hermano de Simeón.


Sobre la columna estaba a la intemperie y sólo se cubría la cabeza con una capucha. Los días de fiesta los pasaba en oración con los brazos levantados, inclinándose cientos de veces hasta tocar los pies con la cabeza. Aunque debió hacer malabarismos para no caer (o más de una vez se cayó), esta postura le causó una úlcera en los pies y llagas por todo el cuerpo. Se comportaba con humildad, simpleza, modestia y dulzura. Dos veces al día predicaba al pueblo y después de la hora nona (tres de la tarde) se dedicaba a dar consejos, curar enfermos, expulsar demonios, hacer milagros, etc. Por la apología que hace Teodoreto del estilismo, se puede sospechar que esta insólita forma de ascetismo tuvo contestación en los ambientes religiosos que la consideraban sumamente extravagante. Se sabe que los monjes egipcios amenazaron a Simeón, incluso con la excomunión, aunque esto no llegó a ocurrir al comprobar la virtud del estilita. Al mismo tiempo, los archimandritas antioquenos aprobaron en el año 430 este género de vida, después de conocerlo y de haber hablado con él.


Para el pueblo era un verdadero taumaturgo. Teodoreto afirma que los peregrinos que llegaban “era un océano de gentes; no solo los habitantes de nuestro imperio (el bizantino), sino que también ismaelitas, árabes, persas, armenios, georgianos, hispanos, bretones y galos”. El mismísimo emperador Teodosio II se escribió con él. Hay constancia de dos cartas en una de las cuales, fechada en julio del 432, el emperador le ruega para que intervenga y logre la reconciliación entre Juan de Antioquia y San Cirilo de Alejandría. Simeón escribió a Juan exhortándole a abandonar la doctrina de Nestorio, condición indispensable para el establecimiento de la paz entre ambos. Teodoreto, que era amigo personal de Nestorio, en una carta al obispo Alejandro de Gerápolis deplora que Simeón junto con otros monjes, interpelasen al conde Tito para que amenazase con deponer de la sede episcopal a quién se opusiera a entrar en comunión con San Cirilo de Alejandría. El emperador Marciano (450-457) fue de incógnito a verlo para solicitarle que orase a favor del Concilio de Calcedonia, celebrado en el año 451. El mismísimo patriarca Efrén de Antioquia afirma la adhesión de Simeón a lo acordado por el Cuarto Concilio Ecuménico.


San Simeón estuvo en contacto con otros santos: con Santa Pulqueria y San Teodosio, con San Daniel el Estilita, con Santa Genoveva de París y otros más. El 19 de junio del 459 hubo un terremoto en la región de Antioquia y Simeón lo consideró como un presagio de su propia muerte. La noche del sábado al domingo 29 de agosto, el santo enfermó y después de haber bendecido a la muchedumbre allí congregada e inclinada la cabeza sobre la espalda de uno de sus discípulos, murió el miércoles día 2 de septiembre sobre las tres de la tarde; era el año 459. Había vivido cuarenta y siete años en Telnesin, siete años subido a una columna pequeña y treinta años subido en otra columna más alta. Se cree que tendría unos setenta años de edad cuando murió.


Su funeral fue grandioso. Para impedir que el pueblo robase su cuerpo, los discípulos de Simeón pusieron el ataúd arriba de la columna y allí permaneció durante veinte días. El patriarca Martirios de Antioquia, el gobernador militar Ardaburio, seis obispos y más de seiscientos hombres llevaron el ataúd hasta el monasterio de Telnessin; desde allí, fue llevado procesionalmente hasta Antioquia donde fueron oficiados los funerales presididos por el patriarca. El cuerpo fue sepultado en la catedral patriarcal y sigue diciendo Teodoreto que, desde su muerte hasta su sepultura fueron numerosos los milagros obtenidos por su intercesión. Los antioquenos impidieron que el emperador León I en el año 470 se llevase el cuerpo a Constantinopla, pero siete años más tarde lo hizo transportando el cuerpo con un grandioso cortejo, con el ataúd colocado en la carroza imperial y presidiendo el patriarca Genadio de Constantinopla. Fue puesto en la iglesia de San Miguel, pero dejaron en Antioquia algunas reliquias. En el año 589 se abrió el ataúd y Egravio el Escolástico escribe que el cuerpo del santo estaba en perfecto estado de conservación.


No se sabe como llegó la reliquia del cráneo del santo hasta el monasterio de Santa María de los Ángeles de Florencia; quizás en tiempos del primer patriarca latino de Constantinopla en el año 1204, pero desapareció en el año 1792, aunque un pequeño hueso del mismo cráneo se conserva actualmente en el monasterio camaldulense de Camaldoli (Arezzo) en Italia. Un dedo se venera en la iglesia de San Gregorio de los griegos, en Venecia. Desposeídos del cuerpo del santo, los monjes de Telnesin empezaron a considerar como reliquia la columna donde el santo había vivido. Aquello se convirtió en meta de peregrinaciones, construyéndose un santuario entre los años 474 al 491. Jerfanión dice que era el santuario más grande y más bello construido en todo el Oriente. El santuario fue destruido por un incendio en el año 548. El monasterio anexo fue destruido por los musulmanes  en el año 985. La columna se conservó entera hasta el año 1737, quedando ahora solo parte de ella.


Evagrio dice que la fiesta principal de San Simeón se celebraba el día 27 de julio, recordando la fecha de la fiesta instituida por el mismo Simeón para dar gracias por un milagroso cese de una sequía ocurrida en la comarca y por no haber ocurrido desgracias en el terremoto del día 19 de junio del 459, del que hablamos antes. A esta fiesta aluden los cronistas cuando rememoran el ataque musulmán contra el monasterio de Telnesin. San Simeón es muy venerado por la iglesia asiria. El maestro de la himnografía siríaca Santiago de Sarug, en el año 520 compuso un precioso himno en su honor. El manuscrito original se conserva en el Vaticano. Los sirios jacobitas también lo celebran el día 27 de julio, al igual que lo hace el Calendario de Rabban Slibe, la iglesia católica maronita, la iglesia copta y la iglesia católica melquita. Los armenios lo recuerdan el segundo domingo después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y los etíopes el día 9 de agosto. Los calendarios y sinaxarios bizantinos lo recuerdan el día 1 de septiembre.


En Occidente era admirado aun antes de morir, pero el culto que se le tributó después de muerto, se le tributó como monje a secas, sin el título de Estilita: “En Siria, San Simeón monje”, fijándose su fiesta también el día 27 de julio. Así se deduce del códice de Eptern, del Martirologio Jeronimiano, del Martirologio de Beda e incluso en la tradición mozárabe de la antigua Hispania. Sin embargo, en Occidente, actualmente su fiesta se celebra hoy día 5 de enero. Desgraciadamente, un despiste en una traducción manuscrita que confundió Sicilia por Cilicia y que fue recogida en el Martirologio de Adon y en el de Usuardo, fue el origen de esta costumbre. Así, se menciona el 27 de julio un San Simeón monje en Sicilia y así se introdujo un San Simeón en Antioquia el día 5 de enero. De hecho, la iglesia romana lo sigue festejando el día 5 de enero,


Iconográficamente se le representa sobre una columna.


Antonio Barrero



Fuente: preguntasantoral

Adaptación propia

01/09 - Comienzo del Año Eclesiástico (Indicción)


El primer día de septiembre se inicia el año eclesiástico. Históricamente en esa fecha el Imperio Romano imponía a sus súbditos un gravamen para el mantenimiento de sus fuerzas armadas. A dicho impuesto se le dio el nombre de Indicción (Definición, Orden, Llamamiento), el cual también fue adoptado por los emperadores en Constantinopla. Posteriormente se usó el término de Distribución para denominarlo. En el año 312, Constantino el Grande introdujo en sus territorios este decreto después de ser proclamado Emperador.

Hay tres tipos de Indicción pero la que celebramos nosotros vino a ser llamada la Constantinopolitana, adoptada por los Patriarcas. Esta Indicción o llamamiento se inicia el 1 de septiembre y es observada con especial atención: en este tiempo, a la vez que se concluye un ciclo de producción con la siega y recolección de las cosechas y su almacenamiento en los graneros, se inicia también la preparación para la siembra y cultivo futuros. Por eso consideramos esta fecha para el inicio del nuevo año.

La Iglesia festeja este día suplicando a Dios por buen tiempo, lluvias generosas y abundancia de los frutos de la tierra. Las Sagradas Escrituras dan testimonio de que el pueblo de Israel celebraba la fiesta del Clamor de las Trompetas en este día ofreciendo himnos de acción de gracias. Además de lo antes dicho, nosotros conmemoramos también, la presencia del Señor en la Sinagoga de Nazareth cuando leyó el pasaje de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4:16-30).

EL AÑO LITÚRGICO EN LA IGLESIA BIZANTINA


La celebración litúrgica en la Iglesia Bizantina se nos presenta de una forma que tiene que ver con toda la vida del cristiano y le confiere un ritmo propio. En cada etapa del camino de la vida, en cada momento difícil, la Iglesia busca santificar a sus hijos con los sacramentos y con las oraciones. De este modo, la vida del cristiano no avanza según los días del calendario, sino según las festividades eclesiales y el tiempo terrestre o natural se transforma en parte de la Historia Sagrada, en Tiempo de Salvación.

Las celebraciones bizantinas están estrechamente ligadas a los “ciclos del tiempo”, así encontramos tres tipos de ciclos: diario, semanal y anual.

El ciclo diario está formado por una serie de servicios litúrgicos que coinciden con un tiempo u hora determinada del día y que puede tener como su culmen la celebración de la Divina Liturgia. El ciclo semanal gira en torno al Domingo, que se dedica a conmemorar y celebrar la Resurrección de Cristo y se constituye en fuente de donde manan las gracias para los otros seis días.

Pero, de los tres tipos de ciclos, el más amplio y desarrollado es el ciclo litúrgico anual que llamamos Año Litúrgico. Comienza el 1 de Septiembre y tiene su culmen en la celebración de la Pascua. Está formado, como el semanal, además de las conmemoraciones diarias de los misterios del Señor, de la Santísima Virgen o de los Santos, por 12 Grandes Fiestas fijas en cuanto que tienen una fecha asignada en el año: 8 de septiembre: la Natividad de la Santa Virgen María, Madre de Dios; 14 de septiembre: se conmemora la Exaltación de la Cruz. Para este día, la Iglesia prescribe el ayuno estricto y en el templo se celebra un rito especial de adoración de la Cruz; 21 de noviembre: la Presentación de la Virgen María en el templo; 25 de diciembre: la Natividad de Cristo; 1 de enero: La Circuncisión del Señor; 6 de enero: el Bautismo del Señor (Epifanía); 2 de febrero: la Presentación del Señor; 25 de marzo: La Anunciación a la Virgen María, fiesta que San Juan Crisóstomo la llamaba la “raíz de las fiestas”; 24 de junio: La Natividad de Juan el Bautista; 29 de junio: La memoria de los santos apóstoles Pedro y Pablo; 6 de agosto: La Trasfiguración del Señor; 15 de agosto: La Dormición de la Santísima Madre de Dios.

Y existen además cuatro grandes fiestas en honor del Señor, que son de carácter movible pues van unidas al misterio de la Resurrección: La Entrada de Jesús en Jerusalén (Domingo de Ramos); El glorioso día de la Resurrección del Señor (Pascua); El luminoso día de la Ascensión de Jesús al cielo y El descenso del Espíritu Santo (Pentecostés).

Adicionalmente tenemos algunas fechas o períodos importantes durante el año: 1 de octubre: la Protección de la Virgen María. El 15 de noviembre: se inicia el ayuno navideño, que precede a la más importante festividad de las consideradas fijas: la Natividad y el Bautismo del Señor. Y la última de las grandes festividades del año es la Decapitación de Juan el Precursor y Bautista que se celebra el 29 de agosto y se caracteriza por ser día de ayuno estricto.

Por último podemos mencionar que revisten también gran importancia la fiesta Titular de la Iglesia, Monasterio o Ciudad que ya no son de carácter general sino particular o local.

Todo el Año Litúrgico, es pues, el medio como la Iglesia al presentarnos los principales misterios de nuestra redención nos recuerda que además de tener la verdadera fe, y de celebrarla con acciones de culto, estamos llamados a dejarnos iluminar y transformar por cada uno de los misterios que celebramos, y que por nuestra vida, por nuestras obras, todos den gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.


Fuente: Arquidiócesis de México, Venezuela, Centroamérica y el Caribe (Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa de Antioquía) / Lexorandies.blogspot.com

31/08 - Cipriano el Hieromártir y Obispo de Cartago


Su nombre completo era Tascio Cecilio Cipriano y nació en Cartago, en el norte de África en el año 210 en el seno de una familia pagana muy rica, por lo que recibió una buena educación llegando a ser un maestro muy brillante en su propia ciudad natal. Como estaba relacionado con los ambientes aristocráticos, llevó una vida disipada y reprobable hasta que con más de treinta años de edad, por razones desconocidas, experimentó una importante crisis espiritual. El mismo nos lo cuenta: “Cuando estaba en las tinieblas y en la noche más profunda, cuando me balanceaba de aquí para allá en el mar borrascoso del mundo, sin conocer cual era el propósito de mi propia vida, lejos de la verdad y de la luz, sumido en mi miseria moral, parecía inalcanzable que la gracia del Señor me prometía mi propia salvación” (Ad Donatum de gratia Dei, 3, 4).


El mayor obstáculo para su conversión fue de orden moral: “¿Cómo es posible una transformación tan radical, cómo se hace para dejar todo aquello en que ha crecido conmigo y con el tiempo se ha convertido en una segunda naturaleza?”. Pero estando en esta tesitura fue orientado por el presbítero Ceciliano al que siempre profesó una profunda veneración “considerándolo no ya como un amigo, sino como un padre que me ha dado una nueva vida”. Se convirtió al cristianismo entre los años 245-248, se bautizó y llevó a la práctica los preceptos evangélicos, vendiendo gran parte de sus bienes patrimoniales para repartirlo entre los pobres, dedicándose apasionadamente al estudio de las Sagradas Escrituras y de las obras de Tertuliano, que influyeron posteriormente en su estilo y en su pensamiento.


En el mismo año 248 fue ordenado de sacerdote y solo un año después, al morir el obispo Donato de Cartago, fue llamado a sucederle por aclamación popular, pues los pobres recordaban su caridad. No obstante, la aversión hacia él de cinco presbíteros envidiosos por su riqueza, su talento y su diplomacia, le persiguió durante todo su pontificado.


Su ferviente actividad pastoral, siempre volcado hacia los pobres y los abandonados, su resolución para transformar algunas perniciosas costumbres y su defensa de la virginidad, hicieron que durante la persecución del emperador Decio fuera arrestado. Hasta entonces, los cristianos del norte de África habían vivido relativamente tranquilos, pero en el año 250, el emperador publicó un edicto que acababa con casi aquellos treinta años de tregua.


Muchos cristianos, por miedo, renegaron de su fe y el obispo Cipriano, fue buscado por una multitud de paganos a fin de echarlo a los leones. Cipriano no se dejó prender a fin de no abandonar a su Iglesia de Cartago que estaba convulsa por las deserciones y así, por inspiración divina y aconsejado por algunos amigos, huyó buscando un refugio cercano a la ciudad desde el cual mantuvo una asidua correspondencia con su comunidad y con su clero, exhortándolos a perseverar en la fe y sugiriéndoles asistieran a los arrestados siendo prudentes para no poner en peligro a la iglesia local. Se conservan una veintena de estas cartas. Pero estos cinco presbíteros díscolos se encargaron de promover la discordia diciendo que Cipriano había huido debido a su cobardía e infidelidad a su Iglesia, haciendo llegar estos bulos hasta la mismísima Roma y consiguiendo que desde esta se enviara una carta a Cipriano desaprobando su actuación. Cipriano respondió a esta carta explicando los motivos de su actuación, aclarando que no había abandonado a su pueblo y que estaba en permanente contacto a través de un diácono que le servía de intermediario.


Pero aun más grave fue la cuestión de los “lapsi”, es decir, de los cristianos renegados que posteriormente regresaron a la fe, permaneciendo en el interior de la propia comunidad cristiana de Cartago. Los cinco presbíteros opositores, capitaneados por Novato y ayudados por el rico Felicísimo, además de incitar a los fieles contra su obispo, sostenían que era suficiente la recomendación de “un confesor” para que un renegado fuera readmitido a la comunidad cristiana. Eso permitió que ellos mismos readmitieran en la iglesia a muchos “lapsi” que realmente no estaban arrepentidos de haber renegado de su fe. Contra este movimiento que atacaba en su propia base la autoridad del obispo, Cipriano reaccionó con firmeza excomulgando a los rebeldes salvo en caso de muerte; en respuesta, estos eligieron a un nuevo obispo en la persona de un tal Fortunato, enviando a Novato a Roma a fin de atraerse al clero romano hacia su propia causa. Había surgido el cisma, pues el propio Novato, que solo era sacerdote, durante la ausencia de San Cipriano, había ordenado de diácono al rico Felicísimo que tanto les había ayudado.


También en Roma, por esta misma cuestión de los “lapsi” estalló un cisma incitado por Novaciano que había sido elegido en contraposición al Papa San Cornelio. Entretanto, después de catorce meses de ausencia, Cipriano regresó a Cartago, reunió un concilio de de unos setenta obispos norteafricanos en el cual estableció las normas a seguir para la readmisión de los “lapsi”, graduando el tiempo y la forma de penitencia a la que debería someterse personalmente cada uno según fuera la gravedad de su culpa. El concilio apoyó a Cipriano y condenó a Felicísimo. Los “libellatici”, que eran los cristianos que habían obedecido al emperador, podrían recibir la comunión pero después de un período de prueba y los “sacrificati”, o sea, los que habían ofrecido sacrificios a los dioses, sólo serían perdonados si estaban en peligro de muerte. Los clérigos rebeldes fueron depuestos.


San Cipriano, en su obra “De Lapsi”, cap.4, llega a decir: “Tengo el corazón destrozado y no puedo calmar mi dolor ni mi salud personal porque las heridas de mi grey son más profundas que las heridas del pastor. Yo uno mi corazón al corazón de cada uno y en la tristeza, me siento oprimido por un cúmulo de afanes. Junto con mis hermanos abatidos me siento también postrado”.


Las disposiciones del concilio cartaginés, fueron aprobadas por Roma, donde había ocurrido algo parecido y se habían tomado las mismas medidas, aunque, sin embargo, Cipriano tuvo que seguir luchando contra las insidias de sus adversarios, combatiendo a los cismáticos no sólo en África, sino también en Hispania y en las Galias. Poco a poco, los escritos de Cipriano fueron tomando fuerza y sus oponentes la fueron perdiendo.


Su prestigio fue creciendo porque su actividad asistencial y pastoral fue en aumento como consecuencia de una serie de desastres que azotaron tanto a su diócesis como al resto del norte de África, especialmente la hambruna. Los bárbaros invadieron Numidia deportando en masa a la población por lo que ocho obispos africanos solicitaron la ayuda de Cipriano, el cual les envió doscientos mil sestercios recogidos en una colecta. Asimismo, entre el 252 y 254, África fue devastada por la peste, invadiendo los pueblos y aterrorizando a las gentes y ante todas estas desgracias, Cipriano no se limitó a inculcar el sentido de la caridad entre sus fieles, sino que los animó a atender las necesidades de los desamparados, organizándolos con diligencia y solidaridad, requiriendo de cada uno según sus aptitudes y condición social y sin hacer distinción entre los necesitados, ya fueran cristianos o paganos.


Y para colmo se cernía la amenaza de una nueva persecución por parte del emperador Treboniano Gallo, el cual, para combatir la peste – que creía era un castigo divino – ordenó que todos los habitantes de su imperio ofrecieran sacrificios a los dioses. En Cartago, la ausencia del obispo en estas ceremonias suscitó violentas protestas entre los paganos, pero volvió pronto la calma.


En Roma, al Papa San Cornelio le sucedió San Lucio I y a este, San Esteban I, el cual se enfrentó con San Cipriano, intentando imponerle que la Iglesia de Roma no solo tenía una autoridad moral sobre todas las Iglesias, sino también una autoridad jurídica. Esto hizo que las Iglesias africanas rompieran con Roma hasta que murió el Papa San Esteban I. San Esteban, basándose en el texto evangélico de Mateo, 16, 13-20, quería imponer sus argumentos, pero San Cipriano le respondió que de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, todos los obispos eran iguales y cada uno de ellos encarnaba en su diócesis la figura de San Pedro. Esta posición fue respaldada por todos los obispos africanos y los del Asia Menor.


A principios del año 255 se inició una nueva controversia que llegó a asumir tonos muy dramáticos. Un laico llamado Magno, propuso a Cipriano la cuestión de si los que habían sido bautizados por sacerdotes cismáticos, debían ser rebautizados. San Cipriano respondió reiterando el uso de la Iglesia africana que no consideraba válido el sacramento administrado por un hereje y en esto también chocó con el Papa San Esteban I que mantenía la tesis contraria siempre que el bautismo hubiera sido administrado en el nombre de las Tres Divinas Personas. Cipriano consideraba que fuera de la Iglesia no podía haber verdadero bautismo, luego los bautismo administrados por herejes, eran nulos, aunque cuando un clérigo hereje había sido bautizado perteneciendo a la Iglesia y después de haberla dejado, haciendo penitencia deseaba volver a su redil no los rebautizaba.


Esta postura romana no gustó a dieciocho obispos de Numidia, que quedaron perplejos por el uso romano de admitir a los bautizados por sacerdotes herejes con una simple imposición de manos y unción con óleo, por lo que sometieron sus dudas al concilio cartaginés. Después de legitimar la usanza africana, el concilio de los setenta obispos celebrado en Cartago en mayo del 256, aprobó por unanimidad una resolución en tal sentido y se la comunicó al Papa San Esteban, afirmándole que el episcopado africano no intentaba imponer a nadie su modo de juzgar, pero que tampoco aceptada de nadie que intentara cambiar sus normas. Los obispos africanos se alineaban con Cipriano, entre ellos, el poderoso Firmiliano, que era obispo de Cesarea Maritima. El Papa Esteban escribió a Cipriano reiterando la supremacía de Roma y amenazándolo con la excomunión, pero éste le contestó que la autoridad del obispo de Roma tenía que estar coordinada con la suya, pero que no era superior. Los ánimos se calmaron al intervenir el obispo Dionisio de Alejandría como moderador entre ambos.


San Esteban I murió mártir el 2 de agosto del año 257 y el mismo mes comenzó la persecución de Valeriano contra los cristianos. San Cipriano preparó a sus fieles con su “De exhortatione martyrii”, pero el 30 de agosto, como consecuencia de este edicto imperial, San Cipriano fue interrogado por el procónsul Aspasio Paterno negándose a ofrecer sacrificios a los dioses, por lo que fue desterrado a Curubios, un lugar no demasiado lejos de Cartago. Allí, aunque angustiado por no estar con sus fieles, llevó una vida relativamente tranquila, fue confortado por la cordialidad de los habitantes del lugar y por las frecuentes visitas de algunos cristianos cartagineses y aun de su amigo el diácono Poncio, que es quién escribió su primera biografía. En Curubios, siguió escribiendo y después de un año de exilio, el nuevo procónsul Galerio Máximo, le ordenó volver a Cartago. Allí se encontró con la noticia de un nuevo edicto imperial que imponía la pena de muerte contra los cristianos. Especialmente, se puso en el punto de mira a los cristianos más destacados, entre ellos a los obispos, presbíteros, diáconos y seglares más influyentes.


Cipriano se dio cuenta rápidamente de la gravedad de la situación sobre todo cuando se enteró de que en Roma había sido martirizado el Papa San Sixto II, sucesor del Papa San Esteban I. El 13 de septiembre, San Cipriano fue conducido a la villa del magistrado Galerio, pero este estaba indispuesto por lo que la audiencia fue pospuesta al día siguiente. Durante la noche estuvo detenido en las dependencias de un oficial en torno a la cual se agolpó un numeroso grupo de cristianos. El interrogatorio del 14 de septiembre se desarrolló en la sala de audiencias del procónsul: le propusieron sacrificar a los dioses, él se negó rotundamente por lo que fue condenado a morir decapitado. Él respondió: “Dios mío, te doy las gracias”.


El relato de la ejecución es descrito minuciosamente por su amigo Poncio: “Cipriano fue conducido al campo de Sexto y le quitaron el manto. Allí se arrodilló sobre la tierra postrándose ante el Señor en profunda oración. Se despojó de su dalmática que entregó a unos diáconos, se quedó con la túnica de lino y se dispuso a esperar al verdugo. Habiendo llegado éste le pagaron veinticinco monedas de oro. Los hermanos arrojaron alrededor suyo pañuelos y servilletas y él, voluntariamente, se vendó los ojos y al no poderse atar las muñecas, el presbítero Julián y un subdiácono le ayudaron. Así, el bienaventurado Cipriano sufrió el martirio”. Los cristianos recogieron el cuerpo y le dieron sepultura en una localidad situada en la vía Messaliense.


Terminadas las persecuciones, cercano al lugar del martirio fueron construidas varias iglesias, que fueron destruidas por los vándalos. El emperador Carlomagno trasladó sus reliquias a Francia estando distribuidas entre varias ciudades francesas, belgas y Venecia, aunque la mayor parte de las mismas se encuentra en la Abadía de Compiègne.


El aniversario de la muerte del santo obispo mártir comenzó pronto a celebrarse no solo en Cartago, sino en toda África, Roma, Constantinopla, las Galias e Hispania. Su intensa vida, su dedicación a su grey y su muerte gloriosa hicieron que su culto se propagara rápidamente. En Cartago se le construyeron tres basílicas: una sobre el lugar del martirio, otra sobre su tumba y una tercera cercana al puerto.


Escritos


Los escritos de San Cipriano de Cartago han tenido siempre como objetivo precisar la doctrina, corregir los errores, promover las virtudes y dirimir algunas controversias en determinadas ocasiones. Sus obras se pueden dividir en cuatro grupos: dogmáticas, apologéticas, morales y cartas.


Obras dogmáticas


“Testimonia ad Quirinum”, escrita en el año 248 es una antología recopilada, realizada a petición de un amigo, que incluye pasajes de las Sagradas Escrituras directamente contra los judíos y normas para inculcar a los cristianos la observancia de los preceptos morales.


“De lapsis”, escrita en el año 251 que es un vivo retrato de las costumbres relajantes de los cristianos frente a las persecuciones aunque al mismo tiempo describe algunos episodios de heroísmo; en ella polemiza duramente contra sus adversarios religiosos y recomienda a los fieles tener la máxima cautela a la hora de readmitir a quienes hubieran apostatados y posteriormente mostraran arrepentimiento, aunque siempre dando esperanzas a los verdaderamente arrepentidos.


“De catholicae ecclesiae unitate”, escrita en el mismo año y presentada ante el primer concilio de Cartago sobre la cuestión de los “lapsi”. En esta obra defiende que la Iglesia construida por Cristo es solo Una y está fundamentada sobre Pedro, aunque manteniendo que cada obispo representa a Pedro en su diócesis; en esta obra también defiende que fuera de la Iglesia no existe salvación.


Obras apologéticas


“Ad Donatum”, escrita en el 246, es una autobiografía escrita para un amigo. En ella habla sobre la corrupción pagana – que él dice contemplar desde la cima de una montaña imaginaria -, exaltando las ventajas y la gloria que tiene la conversión a la fe en Cristo, haciendo uso en esta obra, de una retórica convencional pero con ciertos arrebatos de entusiasmo y de ternura.


“Ad Demetrianum”, escrita en el año 252; en ella hace elucubraciones sobre las eternas transformaciones de la naturaleza intentando demostrar, contra Demetriano, que los cristianos no son los responsables de las calamidades naturales que ocurrían en aquella época, como por ejemplo, la peste. Esas calamidades eran causadas o bien por los malos hábitos de higiene o por la incredulidad e inmoralidad de los paganos.


“Ad Fortunatum”, escrita en el 257 y que es una recopilación de textos bíblicos redactada a petición del obispo Fortunato con la intención de ilustrar a los cristianos acerca de cuales son sus obligaciones y para estimularlos a permanecer en la fe en tiempos de persecuciones.


“Quod idola dii non sint”, escrita en el 246 y en la que contrapone la mendacidad de los dioses falsos con la eternidad del verdadero Dios.


Obras morales


“De habitu virginum”, del 249, que es una instrucción pastoral dirigida a las vírgenes, distinguiendo perfectamente entre obligaciones y consejos y en la que las invita a llevar una vida de mortificación, a no buscar la gloria mundana, ni las riquezas, aconsejándolas que no busquen ni el esplendor en las vestimentas ni el refinamiento y embellecimiento excesivo del cuerpo.


“De dominica oratione”, escrita en el año 252, que es un sermón inspirado en Tertuliano y que escribió con el fin de que se pronunciara ante los catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo: se trata de un comentario a la oración del “Padre nuestro”, que es precedido de algunas consideraciones sobre la necesidad de la oración y sobre las excelencias de las enseñanzas de Cristo.


“De mortalitate”, escrita entre los años 252-253, que es una exhortación a los cristianos para que venzan el desaliento producido por el espectáculo de la desolación y de muerte debido a las epidemias de peste; para los cristianos, la muerte es ganancia porque cambian los bienes terrenales por los eternos.


Las cartas


Se conservan ochenta y una cartas escritas por San Cipriano de Cartago. Dieciséis de ellas fueron escritas entre los años 248-258 constituyendo la parte más rica de su producción literaria. Son apuntes dogmáticos, éticos, ascéticos y biográficos y en ellas compagina una fusión muy singular entre su vigor autoritario y su bondad comprensiva; ambas, caracterizaban su ánimo y su actitud. El vivo sentido de la disciplina, de la jerarquía y de la unidad de la Iglesia, la prudencia que se ha de tener contra los excesos de deseos por conseguir el martirio, la defensa de las prerrogativas episcopales, la dulzura en el consuelo a los que están encarcelados y con los que sufren, la intensidad de la fe en la contemplación de las promesas divinas y del premio que se obtendrá después de la muerte… Todo esto, confiere a estas cartas un gran valor como documento humano y pastoral de primerísimo orden. Algunas de estas cartas, por su contenido y por su estilo, son bellísimas.


La doctrina de San Cipriano de Cartago


El pensamiento de San Cipriano no tiene mucha importancia en el campo teológico y dogmático, ya sea por su forma un tanto desordenada a la hora de escribir, como porque hacia prevalecer sobre todo, los intereses éticos y apologéticos, pero vale la pena prestar atención a una idea central que prevalece en toda su obra: la unidad de la Iglesia y el amor hacia ella: “No se puede tener a Dios por Padre, si no se tiene a la Iglesia por Madre” (De catholicae ecclesiae unitate). Para él, la base de la unidad de la Iglesia es su unión con la Cátedra de Pedro, reconociendo el Primado de Roma y eso lo piensa y enseña aun en la época en que tuvo “sus más y sus menos” con el Papa San Esteban I (recordar el artículo anterior). El dice en esta obra: “Sobre Pedro está edificada la Iglesia y le ha sido confiada las ovejas a pastorear y aunque a todos los apóstoles les fue concedido el mismo poder, fue establecida una sola Cátedra y se determinó que su autoridad es el origen y la naturaleza de la unidad. Es cierto que como Pedro son todos los demás, pero el Primado ha sido dado a Pedro, existiendo una sola piedra y una sola Cátedra. Todos somos pastores, pero hay una sola grey que debe ser pastoreada por todos los apóstoles con un consenso unánime. Quién no conserva esta unidad, ¿puede mantener la fe? El que abandona la Cátedra de Pedro sobre la cual está fundada la Iglesia, ¿pretende pertenecer a la Iglesia?”.


En su carta número 59, cuando habla de los cismáticos que fueron a Roma para patrocinar su causa en contra de él – recordar el artículo anterior -, San Cipriano afirma: “Ellos osaron cruzar el mar para acercarse a la sede de Pedro, que es la iglesia principal de donde sale la unidad entre los obispos”. El dice que “las iglesias locales son las ramas de un solo árbol cuyo tronco es la Iglesia de Roma, que es para las otras iglesias, lo que Pedro es para el resto de los apóstoles”.


Sobre la base de estas afirmaciones de Unidad, él combatió las intrigas y la envidia, los celos y las discordias entre los fieles y sus obispos, afirmando que aun en las acciones más hermosas, como por ejemplo el martirio, si no hay unidad, no sirven para nada. Hay que salvaguardar siempre la unidad entre los obispos y los fieles porque esta es la mayor prueba de que se está dentro de la ortodoxia. La unidad es para él un imperativo de la acción pastoral del obispo: “Esta unidad debemos conservarla con decisión y de modo muy particular, nosotros los obispos que formamos el gobierno de la Iglesia y que tenemos que demostrar que el episcopado en su conjunto es uno e indivisible. Uno es el episcopado del que cada uno de nosotros y de forma conjunta y solidaria, tenemos una parte”.


San Cipriano destaca la figura del obispo dentro de su diócesis, pero la actitud de independencia del episcopado africano contra Roma con ocasión de la controversia sobre el bautismo, parece que agrieta su concepto de la unidad de la Iglesia y su reconocimiento del Primado de Pedro. Sin embargo, él solo se definió simplemente como alguien que apoyaba fundamentalmente el papel de cada obispo en su diócesis, como representante legítimo de los apóstoles, que tenían que estar unidos a Roma en la fe, pero que eso no le daba derecho a Roma para que impusiera sus criterios sin más ni más. Cuando sobre el tema del bautismo se opone a Roma, lo hizo de buena fe y apoyado por todo el episcopado africano, aunque es verdad que estuvo al borde de la herejía y se expuso a la excomunión. Pensando lo que él pensaba sobre la unidad de la Iglesia, en su cabeza no entraba el que un hereje, que estaba fuera de esa unidad eclesial pudiese bautizar. El dice textualmente: “El bautismo es Uno, como el Espíritu Santo es Uno y la Iglesia es Una. Nosotros no rebautizamos, nosotros bautizamos a aquellos que vienen de la herejía, ya que ellos no han podido recibir absolutamente nada de quienes son herejes”.


El prestigio de San Cipriano de Cartago fue enorme tanto en la antigüedad como en la Edad Media. Han sido muchos quienes a lo largo de la historia, han alabado su oratoria, entre ellos San Jerónimo e incluso quienes han pretendido aprovecharse de este prestigio, como por ejemplo, cuando en el Segundo Concilio de Constantinopla, celebrado en el año 553, los macedonianos presentaron el “De Trinitate” de Novaciano como si fuese una obra de San Cipriano a fin de valerse del prestigio de este para que fuese valorada aquella obra.


Antonio Barrero



Fuente: preguntasantoral

Adaptación propia

31/08 - Deposición del Precioso Cinto de la Santísima Madre de Dios


La deposición del Venerado Cinto, unos dicen que fue llevada a cabo por el rey Arcadio, y otros que por el hijo de Teodosio II.


El traslado se hizo de Jerusalén a Constantinopla, y lo colocaron en un relicario de oro, que se denominó “Santa Sorós”. Pasados 410 años, el rey León el Sabio abrió la Santa Sorós para su esposa la reina Zoe, que estaba poseída por un espíritu impuro. Cuando abrió la Santa Sorós, vio que el Venerado Cinto de la Theotokos brillaba de un modo sobrenatural y tenía un sello de oro que mostraba la fecha en que fue trasladado a Constantinopla. Tras venerarlo, el Patriarca extendió el Venerado Cinto sobre la reina, y enseguida esta fue liberada del demonio. Entonces todos glorificaron al Cristo Salvador y dieron las gracias a Su Purísima Madre, la cual es para los creyentes vigilante, guardiana, protección, refugio y asistencia en cada momento y en cada lugar, día y noche.


A continuación el Venerado Cinto fue dividido en partes, las cuales se llevaron a distintos templos de Constantinopla. Después de la invasión de la Ciudad por los cruzados en 1204 d.C., algunos fragmentos los cogieron estos y otros conquistadores y los llevaron a Occidente. Una parte, sin embargo, fue salvada y se quedó en Constantinopla durante la liberación de la Ciudad a cabo de Miguel VIII Paleólogo. Se guardaban en el sagrado templo de Santa María de las Blaquernas. La última referencia a la santa reliquia es de un peregrino anónimo ruso en Constantinopla entre los años 1424 y 1453 d.C. Tras la conquista de los turcos en 1453 d.C., se desconoce qué pasó con el resto de las partes del Venerado Cinto. El único fragmento salvado se conserva en el Sagrado Monasterio de Batopedio ( "Ιερά Μονή Βατοπαιδίου"), y llegó allí un modo excepcionalmente anecdótico.


San Constantino construyó una cruz de oro para para protección ante las invasiones. En medio de la cruz colocó una pieza de la Venerada Cruz de Jesucristo. La cruz también tenía santas reliquias de Mártires, y una pieza del Venerado Cinto. Todos los emperadores bizantinos portaban esta cruz en sus campañas. El emperador Isaac II Angel (1185-1195) hizo lo mismo en una campaña contra el dirigente de los búlgaros Asán. Sin embargo, venció este último, y en medio del pánico un sacerdote arrojó la cruz al río para que no la robasen los enemigos. Pasados unos días, los búlgaros la encontraron, pasando así a las manos de Asán. Los dirigentes búlgaros, imitando a los emperadores bizantinos, llevaron con ellos en las campañas la cruz. Pero en una batalla contra los serbios, el ejército búlgaro fue vencido por el gobernante Lázaro (1371-1389). Este, más tarde, regaló la cruz de San Constantino al Sagrado Monasterio de Batopedio junto con el fragmento del Venerado Cinto de la Santísima Madre del Dios.


Los Santos Padres del Sagrado Monasterio conservan una tradición según la cual el Venerado Cinto fue entregado al Sagrado Monasterio de Batopedio por el emperador Juan VI Cantacuzeno (1341-1354), el cual a continuación dimitió de su cargo, fue tonsurado monje con el nombre de Joasaf y ejerció en el Santo Monasterio.


Los milagros que han sido obrados por el Venerado Cinto son muchos. Ayuda especialmente a las mujeres estériles a tener hijos si piden con devoción la ayuda de la Santísima. Si tienen fe, se les da un fragmento de cuerda que ha sido bendecida tocando el relicario del Venerado cinto.



Fuente: laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com

Adaptación propia

30/08 - Fantino el Justo de Calabria

(No hay imagen disponible del Santo)

San Fantino era procedente de Calabria, Italia. El nombre de su padre era Jorge, y su madre Briene.


Desde muy joven se dedicó al servicio de la fe, y fue tan virtuoso y educado que le siguieron muchos discípulos a los que les enseñó la práctica de la piedad.


Según se dice, fue abad del monasterio griego de San Mercurio, en Calabria. Tras algunos años de ejercer el cargo, Fantino declaró que Dios le había mandado que abandonase el monasterio. Obedeció esa orden y empezó a peregrinar de un sitio a otro, durmiendo al aire libre y alimentándose de hierbas y frutas. Cuando llegaba a alguna iglesia o monasterio, profetizaba desgracias, con grandes lamentaciones. Cuando encontraba a algún monje en el camino, lloraba por él como por un muerto. Sus amigos, muy afligidos de su extraña conducta, trataron de persuadirle a que volviese al monasterio, pero Fantino respondió simplemente que muy pronto dejaría de existir el monasterio y que él moriría en el extranjero. Poco después, los sarracenos asolaron la Calabria y destruyeron el monasterio de San Mercurio.


A la edad de 60 años, junto con dos de sus discípulos, Vitalio y Nicéforo, San Fantino se fue al Peloponeso, donde se instaló por un corto tiempo en Corinto y trajo a muchas almas a la Salvación. Luego visitó Atenas, donde visitó la iglesia de la Virgen. Luego fue a Larisa de Tesalia, y de allí a Salónica, donde sus virtudes y milagros le hicieron muy famoso. Se quedó allí durante ocho años enteros sirviendo al Evangelio y murió pacíficamente, ya anciano, en el año 974 d.C. 



Fuente: saint.gr

Traducción de Google Translator

Adaptación propia

30/08 - Alejandro, Juan y Pablo el Nuevo, Patriarcas de Constantinopla


SAN ALEJANDRO


San Alejandro era, como dicen, "brillante en el carisma apostólico". Fue obispo vicario durante el tiempo de San Teófanes, el primer Patriarca de Constantinopla. Desde el principio de su trayectoria como servidor de la Iglesia se distinguió por su gran devoción, virtud y bondad.


Debido a la avanzada edad del entonces Patriarca Metrófanes, Alejandro fue el que lo sustituyó en el Primer Concilio Ecuménico como representante suyo, celebrado en Nicea de Bitinia. Y cuando en este sínodo denunció a Arrio, Alejandro, ya con 70 años de edad, aceptó dirigirse a Tracia, Macedonia, Tesalia y al resto de Grecia para enseñar y comunicar las doctrinas correctas del Sínodo de Nicea. Pero mientras estaba en esta misión, el patriarca Metrófanes falleció (313-327). Al morir dejó instrucciones en su testamento de que se eligiera a Alejandro al trono de Constantinopla, porque, a pesar de su edad, tenía los conocimientos adecuados para el gobierno de la arzobispado de la capital.


Como Patriarca, Alejandro afrontó correctamente las difíciles circunstancias de su tiempo. Tuvo que lidiar principalmente con los arrianos y con los paganos. Una vez, en una disputa con un filósofo pagano, el Santo le dijo: «En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, te ordeno que te calles». Y el pagano de pronto enmudeció. Cuando él hizo señales de reconocer sus errores y afirmar la exactitud de la doctrina cristiana, de repente volvió a hablar y creyó en Cristo junto con muchos otros filósofos paganos. Los fieles se alegraron de esto, glorificando a Dios, que había dado tal poder a su Santo.


El hereje Arrio engañó al rey Constantino con que supuestamente su creencia era correcta. Arrio había sido admitido, al parecer, a entrar en comunión con los ortodoxos. Cuando el emperador le preguntó si creía en lo que los Padres de Nicea enseñaban, puso la mano sobre el pecho donde había ocultado hábilmente bajo su ropa un documento con su propio credo falso escrito por el mismo, titulado "esto es lo que creo". San Constantino, sin darse cuenta de la maldad engañosa de Arrio, estableció un día para recibirlo en la Iglesia. Y el rey ordenó a Alejandro que permitiera que los Arrianos participaran en la Divina Comunión. Alejandro , lamentándose, durante toda la noche oró a Dios y le pidió su ayuda, rogándole que no permitiera que este hereje fuese recibido en comunión con la Iglesia. Por la mañana Arrio se presentó triunfante en la Iglesia rodeado de consejeros imperiales y soldados, pero el juicio divino le alcanzó. Parando para atender a sus necesidades fisiológicas, sus entrañas estallaron y murió en su propia sangre y suciedad, al igual que Judas.


Su santidad el Patriarca Alejandro, después de haber trabajado mucho, murió en el año 340 a la edad de 98 años. Después, San Gregorio el Teólogo lo mencionó en un elogio al pueblo de Constantinopla.


El servicio a San Alejandro fue impreso en Venecia en el año 1771. Según algunos manuscritos antiguos, San Alejandro debería ser conmemorado el 2 de Junio. 



SAN JUAN IV EL AYUNADOR


San Juan IV el Ayunador accedió al trono patriarcal en tiempos de Tiberio, en el año 582, y gobernó la Iglesia trece años y cinco meses. Durante su reinado (en el año 586) se instituyó por primera vez el título de Patriarca Ecuménico para los Arzobispos de Constantinopla-Nueva Roma.


Juan es conocido en la Iglesia bizantina como compilador de un “Nomokanon” penitencial (es decir, la regla de las penitencias), que nos ha llegado en varias versiones distintas, pero su fundamento es uno y único. Se trata de instrucciones para los sacerdotes sobre cómo escuchar la confesión de pecados secretos, ya sea que estos hayan sido cometidos o simplemente sean pecados de intención.


Las reglas de la Antigua Iglesia abordan la manera y la duración de las penitencias públicas que se establecieron para los pecadores obvios y manifiestos. Pero era necesario adaptar estas reglas para la confesión secreta de cosas que no eran evidentes. San Juan el Ayunador emitió su “Nomokanon” penitencial (o "Canonaria"), de modo que la confesión de los pecados secretos, desconocidos para el mundo, estaba basada en la buena disposición del pecador y de su conciencia para reconciliarse con Dios, y así el santo redujo las penitencias de los antiguos Padres a la mitad o más.

 

Por otro lado, establece más exactamente el carácter de las penitencias: ayuno severo, ejecución diaria de un número determinado de postraciones en el suelo, entrega de limosnas, etc. La duración de la penitencia está determinada por el sacerdote. El objetivo principal del “Nomokanon” compilado por el santo Patriarca consiste en asignar penitencias, no simplemente de acuerdo con la gravedad de los pecados, sino de acuerdo con el grado de arrepentimiento y el estado espiritual de la persona que confiesa. 


Entre los griegos, y más tarde en la Iglesia rusa, las reglas de San Juan el Aynador son honradas a un nivel "con otras reglas santas", y los “Nomokanon” de su libro se consideran "aplicables para toda la Iglesia Ortodoxa". San Nicodemo del Monte Ato lo incluyó en el Manual para la Confesión (“Exomologitarion”), publicado por primera vez en 1794, y en el “Timón” ( “το πηδάλιον”, [to Pidalion]) publicado en 1800.


San Juan reposó en paz en el año 595.



SAN PABLO EL NUEVO


San Pablo el Nuevo, chipriota de nacimiento, se convirtió en patriarca de Constantinopla (780-784) durante el reinado del emperador iconoclasta León IV el Jázaro (775-780), y era un hombre virtuoso y piadoso, pero tímido. Al ver el martirio que soportaban los ortodoxos por los iconos sagrados, el santo ocultó su ortodoxia y se asoció con los iconoclastas.


Después de la muerte del emperador León, quiso restaurar la veneración de los iconos, pero no fue capaz de lograrlo, ya que los iconoclastas aún eran bastante poderosos. El santo se dio cuenta de que no estaba en su poder guiar al rebaño, por lo que abandonó el trono patriarcal y se dirigió en secreto al monasterio de San Floro, donde recibió el esquema monacal.


Se arrepintió de su silencio y asociación con los iconoclastas y habló de la necesidad de convocar el Séptimo Concilio Ecuménico para condenar la herejía Iconoclasta. Siguiendo su consejo, San Tarasio fue elegido para el trono patriarcal. En ese momento, era un prominente consejero imperial. El santo durmió en el Señor en el año 804.



Fuente: laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com

Adaptación propia