De todos los himnos y oraciones de la Cuaresma, una corta oración puede ser calificada como la oración por excelencia de la Cuaresma. La tradición la atribuye a uno de los grandes maestros de la vida espiritual: San Efrén el Sirio. He aquí su texto:
Señor y Soberano de mi vida. Líbrame del espíritu de indolencia, desaliento, vanagloria y palabra inútil.
Y concédeme a mí, tu siervo pecador, el espíritu de castidad, humildad, paciencia y amor.
Sí, Rey mío y Dios mío, concédeme conocer mis propias faltas y no juzgar a mi hermano, porque eres bendito por siempre. Amén.
Esta oración es leída dos veces al final de cada oficio de Cuaresma de Lunes a Viernes (no los Sábados y Domingos, porque, como veremos luego, los oficios de estos días no siguen el patrón de la Cuaresma). En la primera lectura, una postración sucede a cada petición. Luego nos inclinamos doce veces diciendo: “Oh Dios purifícame a Mi pecador”. La oración completa es repetida con una última postración al final.
¿Por qué esta corta y simple oración ocupa un lugar tan importante en toda la adoración de Cuaresma? Porque enumera de un modo único todos los elementos positivos y negativos del arrepentimiento y constituye, por decirlo de algún modo, una “lista de chequeo” de nuestro esfuerzo individual de Cuaresma. Este esfuerzo apunta primero a nuestra liberación de algunas enfermedades espirituales fundamentales que dan forma a nuestra vida y que hacen virtualmente imposible para nosotros incluso comenzar a volvernos hacia Dios.
La enfermedad básica es la indolencia. Es esa extraña pereza y pasividad de nuestro completo ser que siempre nos empuja hacia “abajo” en vez de hacia “arriba” – que constantemente nos convence de que ningún cambio es posible y, por lo tanto, deseable. Es de hecho un cinismo profundamente enraizado que a cada reto espiritual responde “¿Para qué?” y hace de nuestra vida un enorme desperdicio espiritual. Es la raíz de todo pecado porque envenena la energía espiritual en su misma fuente.
El resultado de la indolencia es la pusilanimidad. Es el estado de desaliento que es considerado por todos los santos padres como el mayor peligro para el alma. El desaliento es la imposibilidad del hombre de ver cualquier cosa buena o positiva; es la reducción de todo al negativismo y pesimismo. Es verdaderamente un poder demoníaco en nosotros, porque el Diablo es fundamentalmente mentiroso. Él le miente al hombre sobre Dios y sobre el mundo; llena la vida de oscuridad y negación. El desaliento es el suicidio del alma, porque, cuando el hombre es poseído por él, es absolutamente incapaz de ver la luz y desearla.
¡Vanagloria! Por extraño que pueda parecer, son precisamente la indolencia y el desaliento los que llenan nuestra vida de vanagloria. Al viciar toda la actitud hacia la vida y volverla sin sentido y vacía, nos fuerzan a buscar compensación en una actitud radicalmente equivocada hacia los demás. Si mi vida no está orientada hacia Dios, no apunta hacia valores eternos, inevitablemente se volverá egoísta y egocéntrica, y esto significa que todos los otros seres se volverán medios para mi propia auto-destrucción.
Si Dios no es el Señor y Maestro de mi vida, entonces yo me vuelvo mi propio señor y maestro, el centro absoluto de mi mundo, y comienzo a evaluar todo en términos de mis necesidades, mis ideas, mis deseos, y mis juicios.
La vanagloria es entonces una depravación fundamental en mi relación con otros seres, una búsqueda de su subordinación a mí. No es necesariamente expresada en un verdadero impulso de mandar y dominar a los “otros”.
Puede resultar también en indiferencia, desprecio, falta de interés, consideración y respeto. Es verdaderamente indolencia y desaliento, dirigido esta vez a otros; completa el suicidio espiritual con el asesinato espiritual.
Finalmente, palabra inútil. De todos los seres creados, solo el hombre ha sido dotado con el don de la palabra. Todos los Padres ven en ella el verdadero “sello” de la Imagen Divina en el hombre, porque Dios Mismo es revelado como Verbo (Juan 1:1).
Pero, siendo el don supremo, es igualmente prueba de peligro supremo.
Siendo la misma expresión del hombre, el medio de su auto-realización, es por esta misma razón el medio de su caída y auto-destrucción, de traición y pecado. La palabra salva y la palabra mata; la palabra inspira y la palabra envenena. La palabra es el medio de la Verdad y la palabra es el medio de la mentira demoníaca. Teniendo al final un poder positivo, tiene por tanto un tremendo poder negativo. Verdaderamente crea positiva y negativamente. Cuando es desviada de su propósito y origen divino, la palabra se vuelve inútil. Refuerza la “indolencia”, el desaliento y la vanagloria, y transforma la vida en un infierno. Se vuelve el mismo poder del pecado.
Estos cuatro son, pues, “objetos” negativos del arrepentimiento. Son los obstáculos que hay que eliminar. Pero solo Dios puede eliminarlos. Por lo tanto, es la primera parte de la oración de Cuaresma, un grito desde el fondo del desamparo humano. Luego la oración se mueve a las miras positivas del arrepentimiento, que también son cuatro.
¡Castidad! Si uno no reduce este término -y sucede muy a menudo- solo a sus connotaciones sexuales, es entendido como la contraparte positiva de la indolencia. La indolencia es, primero que todo, disipación, el rompimiento de nuestra visión y energía, la discapacidad de ver el todo. Su opuesto es precisamente plenitud. Si habitualmente nos referimos a castidad como la virtud opuesta a la depravación sexual, es porque el carácter caído de nuestra existencia es aquí mejor manifestado que en la lujuria sexual, la alienación del cuerpo de la vida y el control del espíritu.
Cristo restaura la plenitud en nosotros, y lo hace al restaurar en nosotros la verdadera escala de valores al llevarnos de vuelta a Dios.
El primer y maravilloso fruto de esta plenitud o castidad es la humildad.
Ya hablamos de ella. Está sobre todo lo demás la victoria de la verdad en nosotros, la eliminación de todas las mentiras en las que habitualmente vivimos.
La humildad sola es capaz de laverdad, de ver y aceptar las cosas como son y, por lo tanto, de ver la majestad y la bondad y el amor de Dios en todo. Por eso se nos dice que Dios da gracia al humilde y se opone al orgulloso.
La castidad y la humildad vienen naturalmente seguidas por la paciencia.
El hombre “natural” o “caído” es impaciente, porque, al ser ciego para sí mismo, es rápido para juzgar y para condenar a los demás. Habiendo llegado a un conocimiento caído, incompleto y distorsionado de todo, mide todas las cosas según sus gustos e ideas. Siendo indiferente a todos excepto a sí mismo, quiere que la vida sea exitosa aquí mismo y ahora. La paciencia, sin embargo, es realmente una virtud divina. Dios es paciente, no porque sea “indulgente”, sino porque ve la profundidad de todo lo que existe, porque la realidad interna de las cosas, que en nuestra ceguera nosotros no vemos, está abierta a El. Mientras más nos acercamos a Dios, más pacientes nos volvemos y más reflejamos ese infinito respeto por todos los seres, que es la cualidad propia de Dios.
Finalmente, la corona y fruto de todas las virtudes, de todo crecimiento y esfuerzo, es el amor; el amor que, como ya hemos dicho, solo puede ser dado por Dios; ese don que es la meta de toda preparación y práctica espiritual.
Todo esto se resume y aúna en la petición final de la oración de Cuaresma, en la cual pedimos “conocer mis propias faltas y no juzgar a mi hermano”. Porque en último caso solo hay un peligro: el orgullo. El orgullo es la fuente del mal, y todo mal es orgullo. Los escritos espirituales están llenos de advertencias contra las sutiles formas de seudo-piedad, las cuales, en realidad, bajo la apariencia de humildad y auto-acusación, pueden llevar a un orgullo verdaderamente demoníaco. Pero cuando nosotros “conocemos nuestros propios errores” y “no juzgamos a nuestros hermanos”; cuando, en otras palabras, la castidad, la humildad, la paciencia y el amor son uno solo en nosotros, entonces y solo entonces el último enemigo -el orgullo- habrá sido destruido en nosotros.
Después de cada petición de la oración realizamos una postración.
Las postraciones no se limitan a la oración de San Efrén, sino que constituyen una de las características distintivas de la adoración de cuaresma. Aquí, sin embargo, su significado es dado a conocer mejor. En el largo y difícil esfuerzo de la recuperación espiritual, la Iglesia no separa el alma del cuerpo. El hombre completo ha caído lejos de Dios; el hombre completo ha sido restaurado, el hombre completo debe regresar. La catástrofe del pecado yace precisamente en la victoria de la carne -lo animal, lo irracional, la lujuria- en nosotros sobre lo espiritual y lo divino. Pero el cuerpo es glorioso, el cuerpo es sagrado, tan sagrado que Dios Mismo se “hizo carne”.
La salvación y el arrepentimiento no son desprecio hacia el cuerpo o negación de éste, sino la restauración del cuerpo a su verdadera función como expresión y la vida del espíritu como templo de la inestimable alma humana. El ascetismo cristiano es una lucha, no contra, sino a favor del cuerpo.
Por esta razón, el hombre completo –alma y cuerpo- se arrepiente. El cuerpo participa en la oración del alma, así como el alma ora a través y dentro del cuerpo. Las postraciones, la señal “psico-somática” del arrepentimiento y de la humildad, de adoración y obediencia, son de esta forma el rito de Cuaresma ‘par exellence’.
P. Alexander Schmemann, ‘La Gran Cuaresma’
Fuente: orthodoxmadrid.com
Adaptación propia