El emperador Licinio, que durante algún tiempo había tolerado a los cristianos, cambió de política después de su rompimiento con su cuñado Constantino y empezó a perseguir a la Iglesia. En Capadocia se publicó un decreto que condenaba a muerte a todos los cristianos que no abandonasen su religión. Cuando el gobernador de Capadocia y de Armenia Menor hizo leer el decreto al ejército, cuarenta soldados de diferentes nacionalidades, estacionados en Sebaste (actualmente Silvas, en Turquía), se negaron a ofrecer sacrificios a los ídolos. Según parece, los cuarenta pertenecían a la famosa «Legión del Trueno». Llevados ante el juez de Sebaste, declararon que eran cristianos y que todos los tormentos del mundo no conseguirían apartarles de su religión. El gobernador intentó al principio hacerles entrar en razón, hablándoles del peligro a que se exponían si se negaban a obedecer al decreto del emperador y prometiéndoles un glorioso porvenir, si cedían. Como los mártires permaneciesen inconmovibles, el juez mandó que les dieran tortura y les arrojaran después a un calabozo. Ahí entonaron todos al unísono el salmo 91(90): «El que habita al amparo del Altísimo, que vive a la sombra del Omnipotente, dice al Señor: "Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti."» (vv 1-2) La respuesta divina no se hizo esperar, pues el mismo Cristo se les apareció y les alentó a perseverar en la fe.
El gobernador, furioso ante la obstinación de los mártires, les sometió a un suplicio que él mismo había inventado. Como se sabe, en Armenia hace mucho frío, sobre todo durante el mes de marzo, época de los vientos del norte. Junto a las murallas de la ciudad había un lago helado. El gobernador Agricolao mandó que llevasen allí a los mártires, desnudos y que preparasen junto al lago un baño tibio para los que cedieran. Sin esperar a que les despojaran de sus ropas, los mártires se desnudaron espontáneamente, animándose unos a otros con la idea de que una mala noche les iba a merecer la felicidad eterna. Al mismo tiempo repitieron juntos la siguiente oración: «Señor, Tú ves que somos cuarenta los que vamos al martirio; haz que los cuarenta obtengamos la corona y que ninguno de nosotros rompa este número sagrado». Los guardias les repetían constantemente que, si estaban dispuestos a sacrificar a los dioses, serían inmediatamente conducidos al baño tibio junto al fuego. Pero todo fue en vano. San Gregorio de Nisa asegura que los mártires agonizaron durante tres días y tres noches.
Sólo uno de los cuarenta renegó de la fe; pero la reacción que le produjo el agua caliente después del intenso frío le costó la vida y de esta suerte, perdió el bien que había tratado de salvar y la corona a la que había renunciado. Su defección afligió mucho a los otros, pero el cielo les consoló reemplazando milagrosamente al apóstata: en efecto, uno de los guardias, que estaba de descanso, se quedó dormido junto al fuego y tuvo un sueño muy extraño. Le pareció que estaba junto al lago, cuando súbitamente el cielo se pobló de ángeles, los cuales descendieron sobre los mártires, les vistieron de túnicas blancas y les coronaron. El soldado descubrió que sólo había treinta y nueve coronas. Aquel sueño y la deserción del apóstata le convirtieron instantáneamente. Por inspiración divina, se desvistió y fue a reunirse con los mártires, proclamándose cristiano en voz alta. Su martirio fue lo que se llama «bautismo de sangre», y con él ganó la corona destinada al desertor. Dios había escuchado la oración de los soldados y había respondido a ella de esa manera inesperada.
A la mañana siguiente, casi todas las víctimas habían muerto. Entre los pocos que quedaban con vida se hallaba el más joven de todos, llamado Melitón. Agricolao mandó a los soldados que quebrasen las piernas a los supervivientes y les arrojasen a un horno ardiente. Los mártires cantaron con voz apagada: «Nuestra alma ha escapado del lazo del cazador» (Sal 124). Los verdugos dejaron a Melitón para el fin, pues tenían compasión de su juventud y esperaban que renegaría al verse solo; pero su madre, que era una viuda pobre, reprochó a los verdugos su falsa compasión. Cuando se acercó a su hijo, éste la miró tristemente y trató de sonreírle, pero apenas consiguió mover ligeramente la mano para mostrarle que la reconocía. Fortalecida por el Espíritu Santo, la madre le animó a perseverar hasta el fin y ella misma le colocó sobre el carro destinado a las víctimas.
Los cuerpos de los mártires fueron quemados y sus cenizas arrojadas al río; pero los cristianos lograron rescatar furtivamente algunas reliquias, o pagaron por ellas a los soldados. Una parte de esas reliquias quedó en Cesarea. San Basilio decía, refiriéndose a ellas: «Son como las murallas que nos defienden del enemigo». Y añadía que todos los cristianos imploraban el auxilio de los mártires, quienes levantaban a los caídos, fortalecían a los débiles y aumentaban el fervor de los santos.
San Basilio el viejo y santa Emelia, los padres de los santos Basilio Magno, Gregorio de Nisa, Pedro de Sebaste y Macrina, obtuvieron una parte de las reliquias y santa Emelia regaló algunas a la iglesia que construyó en las cercanías de Anesis. El entusiasmo con que el pueblo las recibió fue extraordinario y san Gregorio cuenta que obraron muchos milagros. El mismo santo añade: «Yo sepulté a mis padres cerca de las reliquias de los mártires, a fin de que resuciten el día del juicio con aquellos que les alentaron en la fe, pues estoy convencido de que Dios les ha concedido un gran poder del que he visto pruebas indudables y oído testimonios contundentes». San Gaudencio, obispo de Brescia, escribe en uno de sus sermones sobre los mártires: «Dios me concedió una parte de sus sagradas reliquias y me permitió construir una iglesia en su honor». El mismo santo añade que las dos sobrinas de san Basilio le habían regalado las reliquias, a su paso por Cesarea camino de Jerusalén, y que a ella se las había regalado su tío. Procopio y Sozomeno cuentan que otra parte de las reliquias se hallaba en Constantinopla.
Tal vez el hecho más notable relacionado con la memoria de esos campeones de la fe es el de la preservación del documento conocido con el nombre de «Testamento de los cuarenta santos mártires de Cristo». El texto griego fue publicado hace más de dos siglos, pero hasta muy recientemente no se reconoció su autenticidad. Se trata de una reliquia única y perfectamente genuina de la época de las persecuciones. Aunque resulta imposible citar todo el documento, no estará de más dar aquí el resumen hecho por el P. H. Delehaye:
Melecio, Aedo y Eutiquio, «prisioneros de Cristo», saludan a los obispos, presbíteros, diáconos, confesores y clérigos de todo el mundo cristiano y les participan su última voluntad sobre sus restos mortales, después de su martirio. Desean que todas las reliquias sean entregadas al sacerdote Proido y algunos otros para que las depositen juntas en Sareim, cerca de Zela. Este exordio se debe a la pluma de Melecio, quien escribe en nombre de todos.
«Saludamos al sacerdote Felipe, a Procliano y Diógenes y a toda la iglesia. Saludamos a Procliano de Pídela, a toda su iglesia y a todos los suyos. Saludamos a Máximo y su iglesia, a Magno y su iglesia, a Domno y su iglesia, a Iles nuestro padre, y a Valente y su iglesia». Nuevamente interviene Melecio: «Y yo, Melecio, saludo a mis parientes Lutanio, Crispino y Gordión, etc.» Siguen otros saludos, generales y particulares. El documento termina así: «Nosotros, los cuarenta prisioneros de Cristo, firmamos por mano de Melecio, quien forma parte del grupo. Después de escrito, confirmamos todos el documento y mostramos nuestro acuerdo».
Según la tradición, estos son los nombres de los Mártires: Acacio, Ecio, Aglayo, Alejandro, Angeas, Atanasio, Cándido, Cudión, Claudio, Cirilo, Cirión, Domiciano, Domno, Eccidio, Elías, Eunoico, Eutiques, Eutiquio, Flavio, Gayo, Gorgonio, Heliano, Heraclio, Hesiquio, Juan, Lisímaco, Melitón, Nicolás, Filoctemón, Prisco, Sacerdón, Severiano, Sisinio, Esmeraldo, Teódulo, Teófilo, Valente, Valerio, Viviano y Jantias.
Fuente: eltestigofiel.org / GOARCH
Traducción del inglés y adaptación propias