15/03 - Agapio el Mártir y sus Compañeros


Cuando unos jóvenes paganos de Cesarea vieron cómo los romanos trataban a los jóvenes cristianos en su ciudad, se indignaron. ¿Cómo podrían ellos permanecer indiferentes ante esto y permitir que los ocupantes de turno de su Provincia Palestina quemaran vivos a esos valientes compañeros? ¿Cómo podrían ellos observar a esos niños cristianos –sus conciudadanos después de todo– ser arrojados en jaulas con animales salvajes para luego ser destrozados… sin resistir a ese sádico tratamiento por parte de los soldados armados del Imperio Romano?


Estos jóvenes paganos no eran seguidores de aquel que se llamaba el Santo Redentor, pero eran hombres jóvenes honestos, y, como la mayoría de los adolescentes, estaban llenos de un fervoroso idealismo. También estaban cansados y molestos de ver a la minoría cristiana de la zona costera de su pueblo ser maltratada y humillada día tras día por un grupo de tiranos fariseos que no eran otra cosa que un grupo de ladrones armados.


Según nos cuenta el historiador Eusebio, Obispo de Cesarea (265-339 d.C), «en el Segundo año de la persecución en nuestros días en la ciudad de Cesarea, era el festival en el cual todas las personas se reunían en sus ciudades. El mismo festival también se celebró en Cesarea. Y en el circo había una exhibición de carreras de caballos, y se ofreció una representación en el teatro; era también costumbre que en el estadio tuvieran lugar espectáculos impíos y bárbaros.»


Corría el año 303 d.C., bajo el violento reinado del Emperador Diocleciano (284-305 d.C.), y los ataques sobre los cristianos de la localidad estaban acrecentándose paulatinamente. De hecho, solo unos días antes el gobernador provincial de Cesaréa –el entrometido y malvado Urbano– había complacido a la multitud condenando a muerte a un joven piadoso llamado Timolao, que había sido quemado vivo en una estaca; y también a Agapio y Tecla de Cesarea, que habían sido sentenciados a ser despedazados por leones y leopardos hambrientos. 


A menos que el destino interviniese, esos tres jóvenes morirían en los siguientes días, en la cúspide de un festival religioso pagano que habría de transformar ese puerto costero en una orgía llamativa de violencia y borracheras. ¿Y cuál era el terrible crimen que este grupo de jóvenes condenados había cometido y que los llevaba hacia su cruel exterminación? Habían jurado defender el Santo Evangelio de Jesucristo, de quien ellos creían que era el Hijo de Dios. 


¡Qué escándalo! Mientras más pensaban estos jóvenes adolescentes de Cesarea en de las ejecuciones planeadas, más disgustados se mostraban. También empezaron pensar en su propio futuro. Si el Gobernador-dictador Urbano podía ordenar la pena de muerte en cualquier momento que lo deseara, simplemente agitando la mano, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que comenzara a atacar a los no cristianos? 


Esto era tiranía simple y llana, y había que hacer algo al respecto. Con una furia cada vez mayor por esta inadecuada manera de ajusticiar, estos desilusionados jóvenes se pusieron a tramar algo en los días previos a que las ejecuciones tuvieran lugar. Entre ellos había dos jóvenes sumamente enojados llamados Alejandro (uno de Egipto y el otro de Gaza en Palestina); un escandalizado joven de Dióspolis llamado Rómulo; un joven rebelde (Dionisio) de Fenicia y finalmente un cesareo llamado Publiuo. Mientras más discutían estos jóvenes idealistas acerca de la inminente exterminación de los tres jóvenes cristianos, más se encendían en furia ante el hecho de tener que ser testigos de tamaña injusticia... Entonces, en un rapto de genialidad inspirada por Dios, a uno de ellos se le ocurrió un plan con el cual estaban seguros de que podían forzar al draconiano odiador de cristianos a cancelar ese derramamiento de sangre. 


Su estrategia era simple y al mismo tiempo brillante. En la tarde previa al sangriento festival pagano los jóvenes se las arreglaron para tener una audiencia con el Gobernador, que se mostró sorprendido cuando fueron llevados a su presencia. Su sorpresa era completamente comprensible, ya que los visitantes estaban amarrados los unos a otros por las muñecas y pies con gruesas sogas. Mientras el sorprendido Gobernador miraba a los jóvenes, que lógicamente se habían amarrado ellos mismos para protestar por el aprisionamiento de los cristianos, uno de ellos dio un paso hacia adelante hablando en voz alta con palabras como las siguientes: “Nosotros también somos cristianos. Si vas a destruir a los tres que tienes encerrados, también deberás destruirnos a nosotros.” Asombrado por su valentía, sin embargo, el Gobernador se dio cuenta de que no les podía permitir este  tipo de enfrentamientos a su autoridad sin quedar indemnes, sin castigo. Una y otra vez les pidió a los jóvenes paganos que entrasen en razón. ¿Por qué habrían de morir sin ninguna necesidad? Después de todo, ni siquiera eran cristianos. ¿Por qué no dejar de lado esta tontería y gozar con el gran festival que estaba a punto de iniciarse? Pero los jóvenes se negaron absolutamente a darse por vencidos. 


Finalmente, en un último intento para evitar matarlos, el irritado Gobernador les hizo una oferta final. Para escapar de ser ejecutados con los otros tres cristianos que estaban a punto de morir, ellos debían, brevemente, adorar a los ídolos junto con el resto de los ciudadanos que estarían asistiendo al festival. Una vez más ellos se negaron. Y el Gobernador no tuvo otra alternativa. Temiendo que pudiera producirse una rebelión en toda la región que la llevara al caos, ordenó que estos valientes idealistas fuesen decapitados en la plataforma de ejecución pública en el momento más importante de las festividades.


Murieron en un grupo junto con los cristianos Timolao, Agapio y Tecla, mientras proclamaban ante los atónitos espectadores que se sentían orgullosos de morir por el Santo Evangelio de Jesucristo. Los ocho jóvenes murieron el 24 de marzo del Año 303 de Nuestro Señor. Sus vidas fueron cortas pero gloriosas; y hasta el presente son reverenciados por la Santa Iglesia por su lealtad y su valiente coraje enfrentándose al inconmensurable poder ostentado por un dictador salvaje. 


Sus muertes no fueron en vano. De ellos aprendemos la crucial diferencia entre la mera ilusión del “poder”, que depende solo de la posesión temporal de fuerza por las armas, y la “autoridad” real, que depende de la gracia y que brota constantemente de Dios Todopoderoso.



Fuente: laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com

Adaptación propia