Miércoles de la VI Semana de Cuaresma. Lecturas


En la Hora Sexta


Is 58,1-11: Así dice el Señor: «Grita a pleno pulmón, no te contengas; alza la voz como una trompeta, denuncia a mi pueblo sus delitos, a la casa de Jacob sus pecados. Consultan mi oráculo a diario, desean conocer mi voluntad. Como si fuera un pueblo que practica la justicia y no descuida el mandato de su Dios, me piden sentencias justas, quieren acercarse a Dios». «¿Para qué ayunar, si no haces caso; mortificarnos, si no te enteras?» En realidad, el día de ayuno hacéis vuestros negocios y apremiáis a vuestros servidores; ayunáis para querellas y litigios, y herís con furibundos puñetazos. No ayunéis de este modo, si queréis que se oiga vuestra voz en el cielo. ¿Es ese el ayuno que deseo en el día de la penitencia: inclinar la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza? ¿A eso llamáis ayuno, día agradable al Señor? Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: «Aquí estoy». Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre.


En Vísperas


Gén 43,26-31;45,1-16: Cuando José llegó a casa, ellos le ofrecieron los regalos que habían traído y se postraron ante él en tierra. Él les preguntó qué tal estaban y les dijo: «¿Está bien vuestro anciano padre, del que me hablasteis? ¿Vive aún?». Contestaron: «Tu servidor, nuestro padre, está bien; vive todavía». Y se inclinaron respetuosamente. José alzó la vista y, viendo a su hermano Benjamín, hijo de su madre, preguntó: «¿Es este vuestro hermano menor, de quien me hablasteis?». Y añadió: «Dios te conceda su favor, hijo mío». Entonces José salió deprisa, pues, conmovido por su hermano, le vinieron ganas de llorar; y entrando en su habitación, lloró allí. Después se lavó la cara, regresó y se contuvo. José no pudo contenerse en presencia de su corte y gritó: «Salid todos de mi presencia». No había nadie cuando José se dio a conocer a sus hermanos. Rompió a llorar fuerte, de modo que los egipcios lo oyeron y la noticia llegó a casa del faraón. José dijo a sus hermanos: «Yo soy José; ¿vive todavía mi padre?». Sus hermanos, perplejos, se quedaron sin respuesta. Dijo, pues, José a sus hermanos: «Acercaos a mí». Se acercaron, y les repitió: «Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios. Pero ahora no os preocupéis, ni os pese el haberme vendido aquí, pues para preservar la vida me envió Dios delante de vosotros. Van dos años de hambre en el país y aún quedan cinco años en que no habrá arada ni siega. Dios me envió delante de vosotros para aseguraros supervivencia en la tierra y para salvar vuestras vidas de modo admirable. Así pues, no fuisteis vosotros quienes me enviasteis aquí, sino Dios; él me ha hecho padre del faraón, señor de toda su casa y gobernador de toda la tierra de Egipto. Apresuraos a subir adonde se encuentra mi padre y decidle: “Esto dice tu hijo José: Dios me ha hecho señor de todo Egipto; baja a mí sin demora. Habitarás en la tierra de Gosén, y estarás cerca de mí con tus hijos y nietos, con tus ovejas, vacas y todo cuanto posees. Yo te mantendré allí, pues quedan todavía cinco años de hambre, para que no carezcas de nada ni tú, ni tu casa ni todo lo tuyo”. Vosotros estáis viendo con vuestros propios ojos, y también mi hermano Benjamín con los suyos, que os hablo yo en persona. Informad a mi padre de toda mi autoridad en Egipto y de todo lo que habéis visto, y apresuraos a bajar aquí a mi padre». Y echándose al cuello de su hermano Benjamín, rompió a llorar; y lo mismo hizo Benjamín. Luego besó a todos sus hermanos, llorando al abrazarlos. Entonces sus hermanos hablaron con él. Llegó al palacio del faraón la siguiente noticia: «Han venido los hermanos de José»; el faraón y sus servidores se alegraron.


Prov 21,22-31;22,1-4: El sabio asaltará la ciudad de los fuertes, derribará la fortaleza en que confiaban. Quien guarda la boca y la lengua se guarda también de peligros. Llaman arrogante al fanfarrón insolente, pues se porta con orgullo desmedido. Los propios deseos matan al perezoso, pues sus manos se niegan a trabajar. El malvado codicia de continuo, el honrado da sin reservas. Sacrificio de malvados es odioso, mucho más si hay mala intención. Testigo falso acabará perdido, quien escucha tendrá la última palabra. El malvado aparenta seguridad, el honrado está seguro de lo que hace. No hay sabiduría ni prudencia ni consejo contra el Señor. El sabio asaltará la ciudad de los fuertes, derribará la fortaleza en que confiaban. Quien guarda la boca y la lengua se guarda también de peligros. Llaman arrogante al fanfarrón insolente, pues se porta con orgullo desmedido. Los propios deseos matan al perezoso, pues sus manos se niegan a trabajar. El malvado codicia de continuo, el honrado da sin reservas. Sacrificio de malvados es odioso, mucho más si hay mala intención. Testigo falso acabará perdido, quien escucha tendrá la última palabra. El malvado aparenta seguridad, el honrado está seguro de lo que hace. No hay sabiduría ni prudencia ni consejo contra el Señor. Se prepara al caballo para el combate, la victoria la concede el Señor. Más vale fama que riqueza, mejor estima que plata y oro. Rico y pobre tienen en común que a los dos los hizo el Señor. El prudente ve el mal y se protege, los incautos se arriesgan para su mal. Si eres humilde y temes al Señor tendrás riquezas, vida y honor.



Fuente: Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española