Santo y Gran Miércoles


La primera parte de la Gran Semana nos presenta una colección de temas basados principalmente en los últimos días de la vida terrenal de Jesús. La historia de la Pasión, como es contada y recopilada por los evangelistas, está precedida por una serie de incidentes ocurridos en Jerusalén y una colección de parábolas, dichos y discursos centrados en la filiación divina de Jesús, el reino de Dios, la Parusía y el castigo de Jesús de la hipocresía y los oscuros motivos de los líderes religiosos. Las celebraciones de los tres primeros días de la Gran Semana están enraizados en estos incidentes y dichos. Los tres días constituyen una sola unidad litúrgica. Tiene el mismo ciclo y sistema de oración diaria. Las lecciones de la Escritura, los himnos, las conmemoraciones y las ceremonias que conforman los elementos festivos en los respectivos oficios del ciclo destacan aspectos significativos de la historia de la salvación, haciendo recordar los acontecimientos que anticiparon la Pasión y proclamando la inevitabilidad y significado de la Parusía. Es interesante señalar que los maitines de cada uno de estos días es llamado el Oficio del Novio (Akolouthia tou Nimfiou). El nombre procede de la figura central de la conocida parábola de las diez vírgenes (Mateo 25:1-13). El título “Novio” sugiere la intimidad del amor. No deja de ser significativo que el reino de Dios sea comparado a una fiesta de bodas y a una cámara nupcial. El Cristo de la Pasión es el divino Novio de la Iglesia. La imaginería connota la unión final del Amante y la amada. El título “Novio” también sugiere la Parusía. En la tradición patrística, la parábola antes mencionada está relacionada con la Segunda Venida, y está asociada con la necesidad de la vigilancia espiritual y la preparación, por la que somos capaces de guardar los mandamientos divinos y recibir las bendiciones del siglo venidero. Además, conocer algo sobre la estructura de los maitines nos ayudará a mejorar nuestra comprensión del uso de la imagen del Novio. Se ha mostrado que, tras el llamado Oficio Real y el Hexasalmo, la primera parte de los maitines, como la conocemos y la practicamos hoy, es una versión antigua del oficio monástico de Medianoche. El oficio de Medianoche está centrado principalmente en el tema de la Parusía y está unido a la noción de vigilancia. El tropario “He aquí que viene el Novio a media noche...”, que se canta al inicio de los maitines del Gran Lunes, Martes y Miércoles, une a la comunidad de fieles a esta expectación esencial: vigilar y esperar al Señor, que vendrá de nuevo a juzgar a los vivos y a los muertos.


Aunque cada día tiene su propio carácter distintivo y su propia conmemoración específica, comparten muchos temas comunes entre los que están los siguientes.


Conflicto, juicio y autoridad


Los últimos días fueron especialmente tristes y sombríos. La implacable hostilidad y oposición a Jesús por parte de las autoridades religiosas ha alcanzado proporciones incomparables. En medio de este penoso conflicto, Jesús reveló aspectos de su autoridad divina juzgando los planes malvados y la falsa religiosidad de sus enemigos.


La beligerancia sin tregua de los adversarios de Jesús fue completamente desenmascarada en los días precedentes a la crucifixión. Los líderes de todos los partidos y facciones religiosas colaboraron y conspiraron para atraparlo, humillarlo y matarlo. Ante las trampas de sus enemigos cercanos, Jesús predijo abiertamente su muerte y su posterior glorificación. Sus palabras fueron una clara declaración de que su muerte era voluntaria y se disponía en el marco del divino plan de salvación del mundo. El poder que Él ejercía sobre sus enemigos era concedido y controlado por Dios (Juan 12:20). La Iglesia conmemora la Pasión, no como feos episodios causados por hombres viles y despreciables, sino como el sacrificio voluntario del Hijo de Dios.


El mal con su completo absurdo irrumpió violentamente sobre la Cruz, para destruir y eliminar a Jesús y negar y abolir su mensaje. Sin embargo, fue en sí mismo el mal el que se hacía fundamentalmente impotente e ineficaz a causa de la soberanía del amor y la vida de Dios. Aunque el mal asalta a los santos de Dios, no puede destruirlos.


Los relatos del Evangelio que cuentan los hechos que condujeron a la crucifixión también incluyen muchas parábolas y discursos en los que Jesús criticaba severamente a los líderes religiosos por su incredulidad, obstinación, autoritarismo e hipocresía. La severa crítica a las clases religiosas (Mateo 21:28, 23-36) es otro claro signo de la autoridad y excelencia de Jesús. Al preservar estos dichos de Jesús, los evangelistas declaran que Cristo “no es sólo un maestro único, sino también el mayor juez. Es el único con autoridad que tiene derecho a juzgar y condenar” la mala y falsa fe y actividad religiosa.


Ninguna enfermedad del espíritu es más insidiosa, engañosa y destructiva que la falsa religiosidad, que puede ser definida sucintamente como legalismo y exhibicionismo religioso. Jesús lo condenó rotundamente. Advirtió contra aquellos cuyas vidas estás medidas por ceremonias en vez de por la santidad, la misericordia y el amor de Dios, y contra aquellos cuyas malas motivaciones, intenciones e incorrecciones están vestidas con la respetabilidad de los aspectos externos de la fe y la vida religiosa. La falsa religiosidad es un cruel engaño y una traición a la auténtica fe religiosa. Los practicantes de tal fe artificial cierran el reino de los cielos a los hombres, pues ni entran ellos, ni permiten que aquellos que quieran entrar lo hagan (Mateo 23:73).


Duelo y arrepentimiento


El tono de la Gran Semana es claramente sombrío y triste. Incluso las vestiduras del altar y del sacerdote, según una antigua tradición, son negras. Sin embargo, la asamblea litúrgica no se reúne para velar a un héroe muerto, sino para recordar y conmemorar un hecho de significado cósmico: el Hijo de Dios experimentando en Su humanidad toma forma de sufrimiento a manos de hombres débiles, mal dirigidos y malignos. Lloramos nuestros pecados y estamos en silencio contrito ante el asombroso e insondable misterio de Cristo, el Dios-Hombre (Zeántropos), que lleva su kenosis a límites extremos aceptando la muerte en la Cruz (Filipenses 2:5-8).


La Gran Semana nos revela la vergüenza absoluta de la Caída, las profundidades del infierno, el paraíso perdido, y la ausencia de Dios. ¡Y así nos dolemos! No hay otra forma de luchar contra nuestra rebelión y con la insondable humildad de Dios y su condescendencia excepto experimentando el quebranto del corazón. A partir de este duelo es de donde nace el arrepentimiento, para ser experimentado como el compromiso honesto del largo proceso de vida de comprender, aceptar y elegir seguir los valores de la vida cristiana.


La liturgia de los días del “Novio” representa la llamada más urgente y enfática a tal arrepentimiento (metanoia). A los fieles se les recuerda que no hay pecado mayor como el de desafiar los límites de la misericordia divina, pues Cristo da a todos el poder de matar el pecado y compartir Su victoria.


En la Cruz, Jesús tiene una visión de todos aquellos por los que muere. Ve a cada uno de nosotros individualmente, salvándonos por su muerte y por su amor... Hizo esto para permitir que Dios entrara allí donde haya sufrimiento humano, incluso en el abismo de la muerte, acompañando al hombre a las profundidades del sufrimiento para levantarlo de nuevo y llevarlo de vuelta a la vida, elevándolo al cielo y poniéndolo a la derecha del Padre. El Hijo de Dios muere como hombre para que el Hijo del Hombre pueda levantarse de nuevo como Dios. El Hijo de Dios tuvo que


experimentar la angustia de la ausencia de Dios para que todos los hombres que murieran pudieran recuperar la presencia de Dios: esto es la salvación.


La Parusía


En los días y horas antes de Su pasión, Jesús habló a sus discípulos sobre la Parusía, es decir, Su segunda venida gloriosa. Nos invita también al inicio de la Gran Semana a acercarnos al misterio y a reflexionar su sentido y significado para nuestra propia vida y la vida del mundo. En la Iglesia reconocemos que la vida eterna ha penetrado en nuestra finitud. Sin embargo, también sabemos que la completa realización y revelación del reino de Dios, que ya ha comenzado a desarrollarse secretamente en el mundo, se producirá solo al final de los tiempos, en la Parusía. La Parusía es la intervención climática de Dios en la historia del cosmos. Es el Último Día, cuando Cristo vendrá en Su gloria para juzgar a los vivos y a los muertos (Mateo 16:27; 25:31). Entonces, todas las cosas serán hechas nuevas (Apocalipsis 21:5).


Aunque sólo tenemos un conocimiento parcial de las cosas que pertenecen al Último Día, algunas son claras y ciertas.


Los tiempos del fin aparecerán de repente y cuando menos lo esperemos (1a Tesalonicenses 5:2-3). El momento exacto de la Parusía sólo lo conoce Dios el Padre (Mateo 24:36; Hechos 1:7). Sin embargo, según la palabra de Jesús, este dramático y decisivo hecho que marcará el repentino final de la historia, estará precedido por ciertos signos que señalarán la inminente venida del Novio. Se hace evidente por Sus palabras que la Segunda Venida no se producirá por ningún interludio idílico, sino con calamidades cósmicas sin precedentes, tribulaciones y desastres (Mateo 24:1-51; Marcos 13:1-37; Lucas 21:7-36). La devastación y desolación de los últimos días ha sido prefigurada misteriosamente en los acontecimientos terribles y espantosos que acompañaron a la crucifixión (Mateo 27:27-54). Independientemente de cuándo venga el Último Día, siempre es inminente, espiritualmente cercano en la vida del ser humano. Las incertidumbres y lo impredecible en la vida humana nos permite captar, aunque vagamente, la inminencia de la Parusía. Por ejemplo, la muerte, la indignidad final, la abominación y el enemigo, nos acecha desde el momento en el que nacemos. Para conseguir la victoria de Cristo sobre la corrupción y la muerte, debemos permanecer espiritualmente vigilantes; ser firmes en la fe; utilizar sabiamente los dones concedidos por Dios, y ser conscientes constantemente de la primacía del amor en nuestras relaciones. La vida que vivimos en la carne está llena del potencial y la oportunidad para obtener el cielo o perderlo.


La batalla decisiva contra el mal ya se ha librado y ganado. Sin embargo, la plenitud de esta victoria no será obtenida y manifestada hasta la Parusía. Hasta entonces, los esfuerzos sin sentido, inútiles y torpes del maligno intentarán robarle a la gente su dignidad y destino. Por lo tanto, estamos obligados a guardar las palabras de San Pedro, vivas en nuestra memoria y obrarlas en nuestras vidas. Escribió: “Humillaos por tanto bajo la poderosa mano de Dios, para que Él os ensalce a su tiempo. Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él mismo se preocupa de vosotros. Sed sobrios y estad en vela: vuestro adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar. Resistidle, firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos sufren vuestros hermanos en el mundo. El Dios de toda gracia, que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de un breve tiempo de tribulación, Él mismo os hará aptos, firmes, fuertes e inconmovibles” (1a Pedro 5:6-10).


La Iglesia siempre está orientada hacia el futuro, al siglo venidero. Así, es eskhaton o Último Día, que marcará el comienzo del reino de Dios en poder y gloria, forma parte de una constante referencia tanto como personas, como comunidad. “La Iglesia no muestra su identidad por lo que es, sino por lo que será.... Debemos pensar del eskhaton como el inicio de la vida de la Iglesia, el “arjé” (principio), que hace nacer a la Iglesia, le da su identidad, la sostiene e inspira en su existencia. La Iglesia existe, no porque Cristo muriera sobre la Cruz, sino porque Él se levantó de entre los muertos, lo cual significa que el reino ha venido. La Iglesia refleja el futuro, la etapa inicial de las cosas, no un hecho histórico del pasado”. Esta visión escatológica es una característica fundamental de nuestra fe. Modela la conciencia de los cristianos ortodoxos y guía la vida y actividad de la Iglesia.


La Iglesia es, ante todo, una comunidad de fieles constituida por la presencia del amor de Dios. Establecida por la acción redentora de Dios, sostenida y vivificada por el Espíritu Santo, la Iglesia en oración siempre está constituida y actualizada como el Cuerpo de Cristo. Impregnada por la gozosa y abrumadora presencia de Cristo resucitado (Mateo 28:20), la Iglesia está llamada a compartir Su resurrección, la vida deificada y a anhelar y esperar la venida en plenitud de la manifestación de Su gloria y poder (2a Pedro 3:12). El siglo venidero, (el reino de Dios), es conocido y experimentado por los fieles tanto como un don y como una promesa, es decir, algo dado y, al mismo tiempo, algo anticipado.


Mediante la adoración en general, y los sacramentos en particular, experimentamos una relación personal con Dios, que infunde Su vida en nosotros. Experimentamos Sus energías increadas, tocando, sanando, restaurando, purificando, iluminando, santificando y glorificando, tanto a la vida humana como al cosmos. Participamos en los hechos salvíficos de la vida de Cristo, para ser continuamente renovados. Experimentamos continuamente la presencia del Espíritu Santo que mora y se activa dentro de nosotros, conduciéndonos a revestirnos con la vida de la resurrección. Nuestra preparación para el reino ya ha comenzado con nuestro bautismo y crismación. Se sustenta y avanza por medio de la Eucaristía. Los sacramentos nos dan poderes por los que podemos acercarnos a Cristo y a su reino. Estos poderes son dinámicos y están destinados a ser desarrollados por nosotros. Así, nuestra preparación para el reino es un movimiento que envuelve progreso, tanto como un regreso, así como un avance hacia Dios. El progreso comienza con el regreso del hombre de su distanciamiento a su propia autenticidad. Fundamentalmente, esto significa un regreso a Cristo, el arquetipo y modelo del hombre. Al mismo tiempo, este regreso también es un progreso encaminado a Dios. “El regreso es simultáneamente también un progreso hacia adelante, y el progreso hacia adelante es un regreso. Es un regreso de la naturaleza humana a sí misma, y un progreso hacia adelante en si mismo, pero al mismo tiempo es un regreso y un progreso hacia adelante en Dios y Cristo, pues no es posible que haya desarrollo de la naturaleza humana, excepto en Dios y Cristo.... La nueva o futura era se desarrolla promoviendo la disolución o transformación de la era presente”.


El siglo venidero no surgirá a partir de algún progreso evolutivo biológico o histórico, ni será simplemente el resultado de logros humanos mediante un constante avance de la civilización. Efectivamente, el nuevo mundo se está obrando por sí mismo, pero en el misterio de la fe, oculto a los sabios de este mundo (1a Corintios 1:19-21; 2:6-9). El reino, después de todo, es de Dios y no del hombre. Sin embargo, la “era mesiánica comenzada por la Encarnación sólo puede ser establecida con la colaboración de la humanidad. Esta colaboración es llamada sinergia. Nos preparamos para la Segunda Venida, el triunfo final de la justicia y la vida sobre el maligno y la muerte, estando unidos por fe al Salvador crucificado y resucitado”. Además de estos temas compartidos, cada uno de los tres días del “Novio” tiene su propia conmemoración especial que lo distingue de los otros dos.


El Santo y Gran Miércoles


En el Gran Miércoles, la Iglesia invita a los fieles a centrar su atención en dos figuras: la mujer pecadora que ungió la cabeza de Jesús poco antes de la pasión (Mateo 26:6-o3), y Judas, el discípulo que traicionó al Señor. La primera reconoció a Jesús como Señor, mientras que el último se apartó del Maestro. La primera fue hecha libre, mientras que el otro se convirtió en esclavo. La primera heredó el reino, mientras que el otro cayó en la perdición. Estas dos personas ponen ante nosotros preocupaciones y temas relacionados con la libertad, el pecado, el infierno y el arrepentimiento. El sentido completo de estas cosas sólo se puede entender en el contexto y por la perspectiva de la verdad esencial de nuestra existencia humana.


La libertad pertenece a la naturaleza y al carácter del ser humano porque ha sido creado a imagen de Dios. El hombre y su verdadera vida se define por su Arquetipo increado que, según los padres griegos, es Cristo. La grandeza última del hombre, en palabras de un teólogo “no encuentra en su ser la mayor existencia biológica, animal racional o política, sino en su ser como animal deificado, en el hecho que constituye una existencia creada que ha recibido el mandato de convertirse en un dios”. En el análisis final, el hombre se vuelve auténticamente libre en Dios, en su habilidad para descubrir, aceptar, perseguir, disfrutar y profundizar en la relación filial que Dios le confiere. La libertad no es algo extraño y accidental, sino intrínseco a la genuina vida humana. No es un artilugio del ingenio y la sabiduría humana, sino un don divino. El hombre es libre, porque su ser ha sido sellado con la imagen de Dios. Ha sido revestido y posee cualidades divinas. Refleja en sí mismo a Dios, que como alguien ha dicho, revela en sí mismo una existencia personal, un distintivo y una libertad”. La verdad última del hombre se encuentra en su vocación para convertirse en una existencia personal consciente, un dios por la gracia. El ejercicio elemental de la libertad radica en la decisión y el deseo consciente de cumplir la vocación para ser una persona o negarlo, para convertirse en un ser de comunión o en una entidad de muerte, para ser un santo o un demonio. Puesto que el hombre es capaz de resistir a Dios y alejarse de Él, puede disminuir y desfigurar la imagen de Dios en Él a límites extremos. Es capaz de hacer un mal uso, abusar, distorsionar, pervertir y degradar los poderes y cualidades naturales con los que ha sido revestido. Es capaz de pecar. El pecado lo convierte en un fraude y en un impostor. Limita su vida al nivel de la existencia biológica, robándole el esplendor y la capacidad divina. Carente de fe y juicio moral, el hombre es capaz de convertir la libertad en libertinaje, rebelión, intimidación, y esclavitud.


El pecado es más que romper las reglas y transgredir los mandamientos. Es el rechazo voluntario de una relación personal con el Dios vivo. Es una separación y una alienación, un camino de muerte, “una existencia que no llega a buen término”, usando las palabras de San Máximo el Confesor. El pecado es la negación de Dios y el alejamiento del cielo. Es la seducción, abducción y cautiverio del alma por medio de provocaciones del maligno, por el orgullo y los placeres insensatos. El pecado es la luz convertida en oscuridad, el heraldo del infierno, el fuego eterno y las tinieblas de afuera. “El infierno”, según un teólogo, “es la libre elección del hombre, es cuando se encarcela a sí mismo en una carencia agonizante de vida, y deliberadamente rechaza la comunión con la amorosa bondad de Dios, la verdadera vida”.


Pecar es perder la marca, no darse cuenta de la vocación y destino de uno. El pecado trae el desorden y la fragmentación. Disminuye la vida y causa que las partes más puras y nobles de nuestra naturaleza terminen como pasiones, es decir, facultades e impulsos que se han distorsionado, estropeado, violado, y finalmente se han hecho ajenas a la verdad misma. El pecado no es sólo una disposición. Es una elección deliberada y un hecho. Del mismo modo, el arrepentimiento no es simplemente un cambio de actitud, sino una elección de seguir a Dios. Esta elección implica un cambio radical, existencial, que está más allá de nuestra capacidad para cumplirlo. Es un don revestido por Cristo, que nos lleva a Él por medio de Su Iglesia, para perdonarnos, sanarnos y restaurarnos en su totalidad. El don que nos da es un corazón nuevo y puro.


Tras haber experimentado este tipo de reintegración, así como el poder de la libertad espiritual que procede de ella, nos damos cuenta de que una verdadera vida virtuosa es más que el despliegue ocasional de la moralidad convencional. La impresión exterior de la virtud no es más que vanidad. La verdadera virtud es la lucha por la verdad y la elección deliberada de nuestra propia libre voluntad de ser imitadora de Cristo. Entonces, en palabras de San Máximo, “Dios, que anhela la salvación de todos los hombres y desea su deificación, marchita su engreimiento como la higuera estéril. Hace esto de modo que prefieran ser justos en realidad en vez de en apariencia, desechando el manto de moralidad hipócrita y persiguiendo genuinamente una vida virtuosa en la forma en la que el Logos divino desea. Entonces, vivirán con reverencia, revelando el estado de su alma a Dios en vez de desplegar la apariencia externa de una vida moral a sus prójimos”.


El proceso de sanación y restauración de nuestra naturaleza dañada, robada, herida y caída está en curso. Dios es misericordioso y paciente con Su creación. Acepta a los pecadores arrepentidos tiernamente y se regocija por su conversión. Este proceso de conversión incluye la purificación e iluminación de nuestra mente y corazón, para que nuestras pasiones puedan ser educadas continuamente en vez de ser erradicadas, transfiguradas y no suprimidas, utilizándolas positivamente y no de forma negativa.


El acto de arrepentimiento no es ninguna clase de ejercicio morboso y triste. Es un hecho y una empresa que produce regocijo, que libera la conciencia del peso y la ansiedad del pecado y regocija al alma en la verdad y el amor de Dios. El arrepentimiento comienza con el reconocimiento y renuncia a los malos caminos. De este dolor interior se procede al reconocimiento verbal de los pecados concretos ante Dios y el testigo de la Iglesia. “Siendo consciente, tanto del propio pecado como del perdón que Dios le extiende”, el pecador arrepentido se vuelve libremente hacia Dios en una actitud de amor y confianza. Entonces centra su yo más verdadero y profundo, su corazón, continuamente en Cristo, para ser igual a Él. Experimentando el amor de Dios como libertad y transfiguración (2a Corintios 3:17-18), autentifica su propia existencia personal y muestra preocupación que surge del corazón, y compasión y amor por los demás. “He pecado más que la prostituta, oh piadoso Señor, y sin embargo nunca te he ofrecido el fluir de mis lágrimas. Pero en silencio me postro ante Ti y con amor beso tus purísimos pies, suplicándote que como Maestro me concedas la remisión de los pecados, y clamo a Ti, oh Salvador: ‘Líbrame de la inmundicia de mis obras’”.


Mientras la mujer pecadora trajo miro perfumado, el discípulo fue a un encuentro con los transgresores. Ella se regocijó por verter lo más preciado, él se apresuró a vender al que está por encima de todo precio. Ella reconoció a Cristo como Señor, él se apartó del Maestro. Ella fue liberada, pero Judas se hizo esclavo del enemigo. Lamentable fue la falta de amor de él. Grande fue el arrepentimiento de ella. Concédeme también tal arrepentimiento, oh Salvador, Tú que sufriste por amor a nosotros, y sálvanos.


P. Alkiviadis Calivas

Traducción: Cantor Nektarios B.


LECTURAS


En Maitines (el martes por la tarde)


Jn 12,17-50: En aquel tiempo, entre la gente que daba testimonio se encontraban los que habían estado con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó de entre los muertos. Por esto también le salió al encuentro la muchedumbre, porque habían oído que él había hecho este signo. Por su parte, los fariseos se dijeron a sí mismos: «Veis que no adelantáis nada. He aquí que todo el mundo le sigue». Entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre». Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir. La gente le replicó: «La Escritura nos dice que el Mesías permanecerá para siempre; ¿cómo dices tú que el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto? ¿Quién es ese Hijo de hombre?». Jesús les contestó: «Todavía os queda un poco de luz; caminad mientras tenéis luz, antes de que os sorprendan las tinieblas. El que camina en tinieblas no sabe adónde va; mientras hay luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz». Esto dijo Jesús y se fue y se escondió de ellos. Habiendo hecho tantos signos delante de ellos, no creían en él para que se cumpliera el oráculo de Isaías que dijo: «Señor, ¿quién ha creído nuestro anuncio? y ¿el brazo del Señor a quién ha sido revelado?». Por ello no podían creer, porque de nuevo dijo Isaías: «Ha cegado sus ojos y ha endurecido sus corazones, para que no vean con sus ojos y entiendan en su corazón y se conviertan y yo los cure». Esto dijo Isaías cuando vio su gloria y habló acerca de él. Sin embargo, incluso muchos de los principales creyeron en él, pero, a causa de los fariseos, no lo confesaban públicamente para no ser expulsados de la sinagoga, pues prefirieron la gloria de los hombres a la gloria de Dios. Jesús gritó diciendo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas. Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre».


En la Hora Sexta


Ez 2,3-3,3: Él me dijo: «Hijo de hombre, yo te envío a los hijos de Israel, un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han ofendido hasta el día de hoy. También los hijos tienen dura la cerviz y el corazón obstinado; a ellos te envío para que les digas: “Esto dice el Señor”. Te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos. Y tú, hijo de hombre, no los temas, ni temas sus palabras, aunque te rodeen cardos y espinas, y estés sentado sobre escorpiones: no temas sus palabras ni te espantes de ellos, porque son un pueblo rebelde. Les dirás mis palabras, te escuchen o no te escuchen, porque son unos rebeldes. Ahora, hijo de hombre, escucha lo que te digo: ¡No seas rebelde, como este pueblo rebelde! Abre la boca y come lo que te doy». Vi entonces una mano extendida hacia mí, con un documento enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito en el anverso y en el reverso; tenía escritas elegías, lamentos y ayes. Entonces me dijo: «Hijo de hombre, come lo que tienes ahí; cómete este volumen y vete a hablar a la casa de Israel». Abrí la boca y me dio a comer el volumen, diciéndome: «Hijo de hombre, alimenta tu vientre y sacia tus entrañas con este volumen que te doy». Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel.


En Vísperas


Éx 2,11-22;18,4: Pasaron los años. Un día, cuando Moisés ya era mayor, fue a donde estaban sus hermanos y los encontró transportando cargas. Y vio cómo un egipcio mataba a un hebreo, uno de sus hermanos. Miró a un lado y a otro y, viendo que no había nadie, mató al egipcio y lo enterró en la arena. Al día siguiente salió y encontró a dos hebreos riñendo y dijo al culpable: «¿Por qué golpeas a tu compañero?». Él le contestó: «¿Quién te ha nombrado jefe y juez nuestro? ¿Es que pretendes matarme como mataste al egipcio?». Moisés se asustó y pensó: «Seguro que saben lo ocurrido». Cuando el faraón se enteró del hecho, buscó a Moisés para matarlo. Pero Moisés huyó del faraón y se refugió en la tierra de Madián. Allí se sentó junto a un pozo. El sacerdote de Madián tenía siete hijas, que salían a sacar agua y a llenar los abrevaderos para abrevar el rebaño de su padre. Llegaron unos pastores e intentaron echarlas. Entonces Moisés se levantó, defendió a las muchachas y abrevó su rebaño. Ellas volvieron a casa de su padre Reuel, que les preguntó: «¿Cómo habéis vuelto hoy tan pronto?». Contestaron: «Un egipcio nos ha librado de los pastores, nos ha sacado agua y ha abrevado el rebaño». Dijo él a sus hijas: «¿Dónde está?, ¿cómo lo habéis dejado marchar? Llamadlo para que venga a comer». Moisés accedió a vivir con aquel hombre, que le dio a su hija Séfora por esposa. Ella dio a luz a un niño y Moisés lo llamó Guersón, diciendo: «Soy emigrante en tierra extranjera». Luego concibió y dio a luz a otro niño, y Moisés lo llamó Eliécer (pues dijo: «El Dios de mi padre me auxilió y me libró de la espada del faraón»).


Job 2,1-10: Un día los hijos de Dios se presentaron al Señor; entre ellos apareció también Satán. El Señor preguntó a Satán: «¿De dónde vienes?». Satán respondió al Señor: «De dar vueltas por la tierra; de andar por ella». El Señor añadió: «¿Te has fijado en mi siervo Job? En la tierra no hay otro como él: es un hombre justo y honrado, que teme a Dios y vive apartado del mal. Tú me has incitado contra él, para que lo aniquilara sin más ni más, pero todavía persiste en su honradez». Satán contestó al Señor: «Piel por piel; por salvar la vida el hombre lo da todo. Extiende tu mano y hiérelo en su carne y en sus huesos. ¡Verás cómo te maldice cara a cara!». El Señor respondió a Satán: «Haz lo que quieras con él, pero respétale la vida». Satán abandonó la presencia del Señor. Entonces hirió a Job con llagas malignas, desde la planta del pie a la coronilla. Job cogió una tejuela para rasparse con ella y se sentó en el polvo. Y, pasado mucho tiempo, le dijo su mujer: «¿Hasta cuándo padecerás diciendo: “He aquí me queda tiempo todavía, un poco aguardando la esperanza de mi salvación”? Pues he aquí que borrada está tu memoria de la tierra: tus hijos e hijas, los dolores y trabajos de mi vientre que en vano sufrí con afanes. Tú mismo estás sentado en podredumbre y gusanos, pernoctando al aire libre, y yo errabunda y sierva, de lugar en lugar y de casa en casa, aguardando la puesta del sol para reposar de mis afanes y de los dolores que ahora me oprimen. Pero di alguna palabra contra el Señor y muere». Él le contestó: «Hablas como una necia. Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?». A pesar de todo, Job no pecó con sus labios.


Mt 26,6-16: Hallándose Jesús en Betania, en casa de Simón, el leproso, se le acercó una mujer llevando un frasco de alabastro con perfume muy caro y lo derramó sobre su cabeza mientras estaba a la mesa. Al verlo los discípulos se indignaron y dijeron: «¿A qué viene este derroche? Esto se podía haber vendido muy caro y haber dado el producto a los pobres». Dándose cuenta Jesús les dijo: «¿Por qué molestáis a la mujer? Ha hecho conmigo una obra buena. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre. Al derramar el perfume sobre mi cuerpo, estaba preparando mi sepultura. En verdad os digo que en cualquier parte del mundo donde se proclame este Evangelio se hablará también de lo que esta ha hecho, para memoria suya». Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: «¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego?». Ellos se ajustaron con él en treinta monedas de plata. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.


Tropario del Novio



Exapostilario del Novio



Himno de Casiana (o de la Mujer Pecadora)





Fuente: cristoesortodoxo.com / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española / Arquidiócesis de México, Venezuela, Centroamérica y El Caribe