El Funeral de Cristo, celebrado la noche del viernes, litúrgicamente pertenece al Sábado Santo, Sábado de Gloria: “Éste el sábado que excede las bendiciones, en el cual Cristo descansó”. En este día celebramos “la sepultura del Cuerpo Divino y el descenso de nuestro Señor… al Hades, con el cual volvió nuestro género de la corrupción y lo trasladó a la Vida Eterna”.
El sábado está apretado entre la tristeza del viernes y la alegría del domingo, aunque está más allegado a la Resurrección. Notamos que el Oficio del Funeral está marcado con el sello de la alegría, sea con relación a los Tonos(el primero y el Quinto) o al contenido de los cantos. Por ejemplo las partes de las Bendiciones (Evlogitarias) “¡Bendito eres Tú, Señor, enséñame Tus Mandamientos!” las mismas que cantamos los Maitines de los domingos a lo largo del año.
Obispo, Sacerdote y Diácono, todos se revisten de sus ornamentos completos (esta es la única vez en la cual ocurre esto fuera de la Divina Liturgia, por la venerabilidad del acontecimiento) y rodean a la divina parihuela como a Mesa Sagrada, pidiendo de ella la Vida.
El descendimiento del Señor al Hades es un asunto muy importante en nuestra doctrina ortodoxa, porque en aquél día conquistó Cristo al reino del mal en su propio dominio y se anunció como Salvador para aquéllos que no tuvieron la suerte del anuncio antes de Su Encarnación. Esto aparece en las palabras de Mateo que “Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron… y se aparecieron a muchos”(Mateo 27: 52 – 53). Esto es una gran prueba del Ilimitado Amor del Señor.
La mañana del día siguiente es anunciada a nosotros como inicio de la victoria, leemos, pues, el Evangelio (El Anuncio)de la Resurrección (Matero 28: 1 – 20). En él toda la creación es convocada para recibir la Luz que sale del sepulcro, y serán dispersadas las hojas de laureles en el templo, y estos has sido tradicionalmente la corona de los victoriosos y los reyes. En este día se celebraba el bautismo de los catecúmenos y se revestían de una túnica blanca que simboliza un estado de pureza que ha sido lograda en Cristo por el nacimiento del hombre nuevo por la Resurrección. Por eso cantamos “Los que os habéis bautizado en Cristo os habéis revestido de Cristo.” (Gálatas 3: 27), y esto es lo que hacemos durante toda la semana de Pascua conocida por “Semana de la Renovación”, como lo indica el sello bautismal de estos oficios. Pero la expresión de la bendición en la Divina Liturgia de Sábado de Gloria, que se celebraba tradicionalmente en la víspera, no menciona el hecho de la Resurrección porque todavía no ha sido anunciada.
Desde el punto de vista teológico, podemos decir que el camino que conduce al Cielo incluye un aspecto que es particularmente difícil de preservar y cultivar en nuestra sociedad moderna: un aspecto expresado muy elocuentemente en el Himno de la Divina Liturgia del Sábado Santo, tomado prestado de la Liturgia de Santiago el Apóstol. En este día, cantamos con solemne anticipación palabras que expresan asombro (“temor y temblor”) ante el inefable misterio de la muerte y la resurrección venidera del eterno Hijo de Dios.
“¡Que toda carne mortal guarde silencio, y permanezca con temor y temblor, sin meditar nada mundano. Porque el Rey de reyes, y Señor de señores, viene a ser sacrificado, y a entregarse como alimento a sus fieles!”.
En las celebraciones habituales de la Divina Liturgia, nos exhortamos a nosotros mismos y a los demás a “apartar a un lado toda preocupación mundana”, para recibir “al Rey de todo”. En el Sábado Santo, en el que conmemoramos el descanso de Cristo en la tumba y Su descenso al reino de la muerte, recordamos el precio pagado por nuestra liberación de la muerte y la corrupción. Declaramos que Él, el preexistente Hijo divino del Padre, vino al mundo y a nuestra vida con un propósito: morir para que por medio de su muerte pudiéramos tener la vida, vivida en comunión eterna con la Santa Trinidad.
No hay nada en la experiencia humana, ni siquiera en la imaginación humana, que pueda ofrecer una gran promesa y un gran gozo como este mensaje central del Evangelio cristiano. Sin embargo, para muchos de nosotros, el aspecto más familiar y penoso de nuestro viaje cuaresmal probablemente sea nuestra incapacidad de unirnos a este mensaje (a esta extraordinaria promesa) de forma que cambie realmente nuestra vida. La distracción, la dispersión el caos, ya sea desde fuera o desde lo profundo de nuestra propia psique, ejerce su influencia demoníaca en cualquier fase de nuestra vida diaria, mientras estamos trabajando, con nuestros amigos o familia, o en un oficio litúrgico. Y así, vivimos nuestra vidas superficialmente, sintiendo poco de lo que realmente es importante en este mundo, lo único que es verdaderamente necesario.
El Gran Sábado nos llama de vuelta a lo esencial. En el Himno de Entrada, especialmente se nos recuerda que nuestra vida es un campo de batalla, donde la lucha constante nos enfrenta con el enemigo, contra las malas inclinaciones de nuestra naturaleza caída. Apropiadamente, nos llama a participar en esta lucha con temor, con temblor y en silencio.
Uno de los grandes maestros de la tradición bizantina, el místico del siglo V, Diadoco de Fótice, capturó el vínculo vital entre el silencio interior y la lucha espiritual, con estas palabras:
“El conocimiento espiritual llega por medio de la oración, la profunda quietud y el completo desapego... Cuando el intenso poder del alma (thymikon, ira espiritual) se alza contra las pasiones, debemos saber que es hora del silencio, ya que la hora de la batalla está a punto”.
Al final de la Gran Semana, mientras viajamos con nuestro Señor hacia Su resurrección, escuchamos una vez más, en las palabras del Himno de la Entrada del Gran Sábado, una invitación a entrar en ese silencio: silencio que es esencial si vamos a asumir con verdadera fidelidad la lucha ascética que caracteriza nuestra entera “vida en Cristo”.
Con ese silencio estemos en santo temor ante el Rey de reyes y Señor de señores. Durante unos momentos trasladémonos más allá de la superficialidad de nuestra existencia social y cultural: el ruido, la distracción y la inutilidad de nuestra rutina diaria. Por la gracia de Dios, descubramos al menos un mínimo de “oración, profunda quietud y desapego”. En esta quietud (en el silencio concedido a nuestra carne mortal), contemplemos las insondables profundidades del amor del sacrificio de Jesús, por nosotros mismos y por toda la humanidad. Y “con temor y temblor”, recibámoslo como alimento eucarístico, el Pan del cielo, que nos alimenta para la vida eterna.
Varios / John Breck
Traducción: Cantor Nektario B.
LECTURAS
Gn 1,1-13: Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: «Exista la luz». Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla. Llamó Dios a la luz «día» y a la tiniebla llamó «noche». Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero. Y dijo Dios: «Exista un firmamento entre las aguas, que separe aguas de aguas». E hizo Dios el firmamento y separó las aguas de debajo del firmamento de las aguas de encima del firmamento. Y así fue. Llamó Dios al firmamento «cielo». Pasó una tarde, pasó una mañana: el día segundo. Dijo Dios: «Júntense las aguas de debajo del cielo en un solo sitio, y que aparezca lo seco». Y así fue. Llamó Dios a lo seco «tierra», y a la masa de las aguas llamó «mar». Y vio Dios que era bueno. Dijo Dios: «Cúbrase la tierra de verdor, de hierba verde que engendre semilla, y de árboles frutales que den fruto según su especie y que lleven semilla sobre la tierra». Y así fue. La tierra brotó hierba verde que engendraba semilla según su especie, y árboles que daban fruto y llevaban semilla según su especie. Y vio Dios que era bueno. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día tercero.
Jon 1-4: El Señor dirigió su palabra a Jonás, hijo de Amitai, en estos términos: —Ponte en marcha, ve a Nínive, la gran ciudad, y llévale este mensaje contra ella, pues me he enterado de sus crímenes. Jonás se puso en marcha para huir a Tarsis, lejos del Señor. Bajó a Jafa y encontró un barco que iba a Tarsis; pagó el pasaje y embarcó para ir con ellos a Tarsis, lejos del Señor. Pero el Señor envió un viento recio y una fuerte tormenta en el mar, y el barco amenazaba con romperse. Los marineros se atemorizaron y se pusieron a rezar, cada uno a su dios. Después echaron al mar los objetos que había en el barco, para aliviar la carga. Jonás bajó al fondo de la nave y se quedó allí dormido. El capitán se le acercó y le dijo: —¿Qué haces durmiendo? Levántate y reza a tu dios; quizá se ocupe ese dios de nosotros y no muramos. Se dijeron unos a otros: —Echemos suertes para saber quién es el culpable de que nos haya caído esta desgracia. Echaron suertes y le tocó a Jonás. Entonces le dijeron: —Dinos quién tiene la culpa de esta desgracia que nos ha sobrevenido, de qué se trata, de dónde vienes, cuál es tu país y de qué pueblo eres. Jonás les respondió: —Soy hebreo y adoro al Señor, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme. Muchos de aquellos hombres se asustaron y le preguntaron: —¿Por qué has hecho eso? —Pues se enteraron por el propio Jonás de que iba huyendo del Señor. Después le dijeron: —¿Qué vamos a hacer contigo para que se calme el mar? —Pues la tormenta arreciaba por momentos. Jonás les respondió: —Agarradme, echadme al mar y se calmará. Bien sé que soy el culpable de que os haya sobrevenido esta tormenta. Aquellos hombres intentaron remar hasta tierra firme, pero no lo consiguieron, pues la tormenta arreciaba. Entonces rezaron así al Señor: «¡Señor!, no nos hagas desaparecer por culpa de este hombre; no nos imputes sangre inocente, pues tú, Señor, actúas como te gusta». Después agarraron a Jonás y lo echaron al mar. Y el mar se calmó. Tras ver lo ocurrido, aquellos hombres temieron profundamente al Señor, le ofrecieron un sacrificio y le hicieron votos. El Señor envió un gran pez para que se tragase a Jonás, y allí estuvo Jonás, en el vientre del pez, durante tres días con sus noches. Jonás suplicó al Señor, su Dios, desde el vientre del pez: «Invoqué al Señor en mi desgracia y me escuchó; desde lo hondo del Abismo pedí auxilio y escuchaste mi llamada. Me arrojaste a las profundidades de alta mar, las corrientes me rodeaban, todas tus olas y oleajes se echaron sobre mí. Me dije: “Expulsado de tu presencia, ¿cuándo volveré a contemplar tu santa morada?”. El agua me llegaba hasta el cuello, el Abismo me envolvía, las algas cubrían mi cabeza; descendí hasta las raíces de los montes, el cerrojo de la tierra se cerraba para siempre tras de mí. Pero tú, Señor, Dios mío, me sacaste vivo de la fosa. Cuando ya desfallecía mi ánimo, me acordé del Señor; y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santa morada. Los que sirven a ídolos vanos abandonan al que los ama. Pero yo te daré gracias, te ofreceré un sacrificio; cumpliré mi promesa. La salvación viene del Señor». Y el Señor habló al pez, que vomitó a Jonás en tierra firme. El Señor dirigió la palabra por segunda vez a Jonás. Le dijo así: —Ponte en marcha y ve a la gran ciudad de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo te comunicaré. Jonás se puso en marcha hacia Nínive, siguiendo la orden del Señor. Nínive era una ciudad inmensa; hacían falta tres días para recorrerla. Jonás empezó a recorrer la ciudad el primer día, proclamando: «Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada». Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor. La noticia llegó a oídos del rey de Nínive, que se levantó de su trono, se despojó del manto real, se cubrió con rudo sayal y se sentó sobre el polvo. Después ordenó proclamar en Nínive este anuncio de parte del rey y de sus ministros: «Que hombres y animales, ganado mayor y menor no coman nada; que no pasten ni beban agua. Que hombres y animales se cubran con rudo sayal e invoquen a Dios con ardor. Que cada cual se convierta de su mal camino y abandone la violencia. ¡Quién sabe si Dios cambiará y se compadecerá, se arrepentirá de su violenta ira y no nos destruirá!». Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó. Jonás se disgustó y se indignó profundamente. Y rezó al Señor en estos términos: —¿No lo decía yo, Señor, cuando estaba en mi tierra? Por eso intenté escapar a Tarsis, pues bien sé que eres un Dios bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso, que te arrepientes del mal. Así que, Señor, toma mi vida, pues vale más morir que vivir. Dios le contestó: —¿Por qué tienes ese disgusto tan grande? Salió Jonás de la ciudad y se instaló al oriente. Armó una choza y se quedó allí, a su sombra, hasta ver qué pasaba con la ciudad. Dios hizo que una planta de ricino surgiera por encima de Jonás, para dar sombra a su cabeza y librarlo de su disgusto. Jonás se alegró y se animó mucho con el ricino. Pero Dios hizo que, al día siguiente, al rayar el alba, un gusano atacase al ricino, que se secó. Cuando salió el sol, hizo Dios que soplase un recio viento solano; el sol pegaba en la cabeza de Jonás, que desfallecía y se deseaba la muerte: «Más vale morir que vivir», decía. Dios dijo entonces a Jonás: —¿Por qué tienes ese disgusto tan grande por lo del ricino? Él contestó: —Lo tengo con toda razón. Y es un disgusto de muerte. Dios repuso: —Tú te compadeces del ricino, que ni cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos animales?
Dan 3,1-56: El décimo octavo año de su reinado, el rey Nabucodonosor fabricó una estatua de oro de unos treinta metros de alta y tres de ancha, y la colocó en la llanura de Dura, provincia de Babilonia. Y el rey Nabucodonosor mandó reunir a los sátrapas, ministros, prefectos, consejeros, tesoreros, letrados, magistrados y todos los gobernadores de las provincias para que acudiesen a la inauguración de la estatua que había erigido el rey Nabucodonosor. Entonces se reunieron los sátrapas, ministros, prefectos, consejeros, tesoreros, letrados, magistrados y todos los gobernadores de las provincias para la inauguración de la estatua que había erigido el rey Nabucodonosor, y permanecieron ante la estatua erigida por Nabucodonosor. El heraldo gritó con fuerza: «A vosotros, pueblos, naciones y lenguas, se os hace saber: En cuanto oigáis tocar la trompa, la flauta, la cítara, el laúd, el arpa, la vihuela y todos los demás instrumentos, os postraréis y adoraréis la estatua de oro que ha erigido el rey Nabucodonosor. Quien no se postre en adoración será inmediatamente arrojado al horno encendido». Así pues, en el momento en que todos los pueblos oyeron tocar la trompa, la flauta, la cítara, el laúd, el arpa, la vihuela y todos los demás instrumentos, todos los pueblos, naciones y lenguas se postraron y adoraron la estatua de oro erigida por el rey Nabucodonosor. En aquel tiempo unos caldeos fueron a denunciar a los judíos. Dijeron al rey Nabucodonosor: —¡Viva el rey eternamente! Su Majestad ha decretado que, cuando alguien escuche tocar la trompa, la flauta, la cítara, el laúd, el arpa, la vihuela y todos los demás instrumentos, se postre adorando la estatua de oro, y quien no se postre en adoración será arrojado a un horno encendido. Pues bien, hay unos judíos, Sidrac, Misac y Abdénago, a quienes has encomendado el gobierno de la provincia de Babilonia, que no obedecen la orden real, ni temen a tus dioses, ni adoran la estatua de oro que has erigido. Entonces Nabucodonosor, montando en cólera y enfurecido, mandó traer a Sidrac, Misac y Abdénago. Enseguida aquellos hombres fueron llevados ante el rey. Nabucodonosor les preguntó: —¿Es cierto, Sidrac, Misac y Abdénago, que no teméis a mis dioses ni adoráis la estatua de oro que he erigido? Mirad: si al oír tocar la trompa, la flauta, la cítara, el laúd, el arpa, la vihuela y todos los demás instrumentos, estáis dispuestos a postraros adorando la estatua que he hecho, hacedlo; pero, si no la adoráis, seréis arrojados inmediatamente al horno encendido, y ¿qué dios os librará de mis manos? Sidrac, Misac y Abdénago contestaron al rey Nabucodonosor: —A eso no tenemos por qué responderte. Si nuestro Dios a quien veneramos puede librarnos del horno encendido, nos librará, oh rey, de tus manos. Y aunque no lo hiciera, que te conste, majestad, que no veneramos a tus dioses ni adoramos la estatua de oro que has erigido. Entonces Nabucodonosor, furioso contra Sidrac, Misac y Abdénago, y con el rostro desencajado por la rabia, mandó encender el horno siete veces más fuerte que de costumbre, y ordenó a sus soldados más robustos que atasen a Sidrac, Misac y Abdénago y los echasen en el horno encendido. Así, a aquellos hombres, vestidos con sus pantalones, camisas, gorros y demás ropa, los ataron y los echaron en el horno encendido. Puesto que la orden del rey era severa, y el horno estaba ardiendo al máximo, sucedió que las llamas abrasaron a los que conducían a Sidrac, Misac y Abdénago; mientras los tres, Sidrac, Misac y Abdénago, caían atados en el horno encendido. Ellos caminaban en medio de las llamas alabando a Dios y bendiciendo al Señor. Puesto en pie, Azarías oró de esta forma; alzó la voz en medio del fuego y dijo: «Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y glorioso es tu nombre. Porque eres justo en cuanto has hecho con nosotros y todas tus obras son verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios. Has decretado sentencias justas en todo lo que has hecho caer sobre nosotros y sobre la ciudad santa de nuestros padres, Jerusalén, pues lo has hecho con rectitud y justicia a causa de nuestros pecados. Porque hemos pecado y cometido iniquidad apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido, sin obedecer tus mandatos. No los hemos guardado, ni puesto en práctica, como se nos mandó para que nos fuese bien. Cuanto has hecho recaer sobre nosotros y cuanto nos has hecho, lo has hecho con verdadera justicia. Nos has entregado en poder de enemigos impíos, los peores adversarios, y de un rey injusto, el más inicuo en toda la tierra. Ahora no podemos abrir la boca, vergüenza y oprobio abruman a tus siervos y a quienes te adoran. Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abrahán, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas. Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados. Que este sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos, y buscamos tu rostro; no nos defraudes, Señor; trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor. Sean confundidos cuantos traman maldad contra tus siervos; sean avergonzados, sin poder ni dominio, y su fuerza sea arrebatada. Sepan que tú eres el Señor, el único Dios, glorioso sobre toda la tierra». Los criados del rey que los habían arrojado dentro no paraban de avivar el horno con nafta, pez, estopa y sarmientos. La llama se elevaba más de veinte metros por encima del horno; se expandió y abrasó a los caldeos que halló alrededor del horno. Pero el ángel del Señor descendió al horno con Azarías y sus compañeros y sacó la llama de fuego fuera del horno; formó en el centro del horno una especie de viento como rocío que soplaba, y el fuego no les tocó en absoluto, ni les hizo daño ni les causó molestias. Entonces los tres, como una sola boca, empezaron a cantar himnos, a glorificar y a bendecir a Dios dentro del horno diciendo: «Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres: a ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito tu nombre, santo y glorioso: a él gloria y alabanza por los siglos. Bendito eres en el templo de tu santa gloria: a ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito eres sobre el trono de tu reino: a ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito eres tú, que sentado sobre querubines sondeas los abismos: a ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito eres en la bóveda del cielo: a ti honor y alabanza por los siglos».
Rom 6,3-11: Hermanos, cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado, y, de este modo, nosotros dejáramos de servir al pecado; porque quien muere ha quedado libre del pecado. Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque quien ha muerto, ha muerto al pecado de una vez para siempre; y quien vive, vive para Dios. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
Mt 28,1-20: Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. Su aspecto era de relámpago y su vestido blanco como la nieve; los centinelas temblaron de miedo y quedaron como muertos. El ángel habló a las mujeres: «Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis”. Mirad, os lo he anunciado». Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «Alegraos». Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él. Jesús les dijo: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles: «Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros». Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy. Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
Las Lamentaciones (Maitines)
«El Gran Moisés» (Alabanzas de Maitines)
Fuente: cristoesortodoxo.com / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española / Arquidiócesis de México, Venezuela, Centroamérica y El Caribe