En el Gran y Santo Viernes, la Iglesia recuerda el inefable misterio de la muerte de Cristo. La muerte (tormentosa, indiscriminada, universal) proyecta su cruel sombra sobre toda la creación. Es el silencioso compañero de la vida. Está presente en todo, lista para reprimir e imponer límites sobre todas las cosas. El temor a la muerte causa angustia y desesperación. Nos encadena a las apariencias de la vida y hace que la rebelión y el pecado irrumpan en nosotros (Hebreos 2:14-15).
Las Escrituras nos aseguran que “no es Dios quien hizo la muerte, ni se complace en la perdición de los vivientes: creólo todo para la vida; saludables hizo las cosas que nacen en el mundo. Mas por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sabiduría 1:13-14, 2:24). El mismo autor divinamente inspirado también escribe: “Porque Dios creó inmortal al hombre, y formóle a su imagen y semejanza. Mas los impíos con las manos y con las palabras llamaron a la muerte” (Sabiduría 2:23, 1:16). La muerte es una abominación, la indignidad final, el enemigo último. No es de Dios, sino de los hombres. La muerte es el fruto natural del antiguo Adán que se alejó a sí mismo de la fuente de la vida e hizo de la muerte un destino universal, cuyo temor perpetúa la agonía del pecado. “Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, también así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12).
El día de la muerte de Cristo es el día del pecado. El pecado que contaminó la creación de Dios desde los albores de los tiempos, alcanzó su terrible clímax en el monte del Gólgota. Allí, el pecado y el mal, la destrucción y la muerte, vinieron solos. Hombres impíos lo clavaron en la cruz, para destruirlo. Sin embargo, su muerte condenó irrevocablemente el mundo caído, revelando su naturaleza verdadera y antinatural.
En Cristo, que es el nuevo Adán, no hay pecado. Y por lo tanto, no hay muerte. Aceptó la muerte porque asumió toda la tragedia de nuestra vida. Eligió llevar su vida a la muerte, para destruirla, y para romper el dominio del mal. Su muerte es la revelación última y final de su perfecta obediencia y amor. Sufrió por nosotros el terrible dolor de la soledad y la alienación absoluta: “¡Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado!” (Marcos 15:34). Entonces, aceptó el horror último de la muerte con el grito agonizante: “Está cumplido” (Juan 19:30). Su grito fue, al mismo tiempo, una indicación de que Él tenía el control de su muerte, y de que Su obra de redención estaba cumplida, terminada, llevada a su fin. ¡Qué asombro!
Mientras nuestra muerte es una insatisfacción radical, la suya es un total cumplimiento.
Jesús no vino al encuentro de la muerte con una serie de teorías filosóficas, pronunciamientos vacíos o vagas esperanzas. Se encontró con la muerte en persona, frente a frente. Rompió el puño de hierro de este antiguo enemigo por el increíble pacto de morir y vivir de nuevo. Ahuyentó su opresiva oscuridad y sus crueles sombras penetrando en los abismos más profundos del infierno. Abrió la fortaleza de la muerte y llevó a los cautivos a la expansión sin límite de la vida verdadera. Un milenio antes, Job, un hombre noble y justo que sufrió una miseria indecible, hizo esta pregunta: “Muerto el hombre, ¿podrá volver a vivir?” (Job 14:14). Pasaron eras antes de que esta cuestión fundamental recibiera una auténtica respuesta. Muchos ofrecieron teorías, pero nadie habló con autoridad. La respuesta vino del que estuvo junto a los cuerpos inmóviles de dos jóvenes, la hija de Jairo y el hijo único de la viuda, y los resucitó de los muertos (Lucas 8:41; 7:11). La respuesta vino de Aquel que se acercó a la tumba de Su amigo Lázaro que había estado muerto durante cuatro días y lo llamó de la muerte a la vida (Juan 11). La respuesta vino de Jesús, que estaba camino a su propia horrible muerte en la Cruz y que resucitó al tercer día.
El día de la muerte de Cristo se ha convertido en nuestro verdadero cumpleaños. “En el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, la muerte adquiere un valor positivo. Aunque física o biológica, la muerte aún parezca reinar, ya no es la etapa final de un largo proceso destructivo. Se ha convertido en la puerta indispensable, así como el signo seguro de nuestra última Pascua, nuestro paso de la muerte a la vida, en vez de la vida a la muerte.
Desde el principio, la Iglesia ha observado una conmemoración anual de los tres días decisivos y cruciales de la historia sagrada, es decir, el Gran Viernes, el Gran Sábado y el Día de Pascua. El Gran Viernes y Sábado se han conmemorado como días de profundo dolor y ayuno estricto desde la antigüedad cristiana.
El Gran Viernes y Sábado dirigen nuestra atención al juicio, crucifixión, muerte y entierro de Cristo. Nos situamos en el asombroso misterio de la humildad extrema de nuestro sufriente Dios. Por lo tanto, estos días son, a la vez, días de profunda tristeza y de expectación vigilante. El Autor de la vida está en la labor de transformar la muerte en vida: “Venid, veamos a nuestra Vida yaciendo en la tumba, para que pueda dar la vida a los que están en sus tumbas yaciendo muertos” (Estíquera de maitines del Gran Sábado).
Litúrgicamente, el profundo y asombroso hecho de la muerte y entierro de Dios en la carne está marcado por una especie de silencio particular, es decir, por la ausencia de celebración eucarística. El Gran Viernes y el Gran Sábado son los dos únicos días del año en el que no se celebra asamblea eucarística. Sin embargo, antes del siglo XII se tenía la costumbre de celebrar la Liturgia de los Dones Presantificados en el Gran Viernes.
El foco central del Gran Viernes está en la pasión, muerte y entierro de nuestro Señor Jesús Cristo. El comentario (ipomnima) en el Tríodo lo recoge así: “En el Gran y Santo Viernes celebramos los santos, salvíficos y asombrosos sufrimientos de nuestro Señor Dios y Salvador Jesús Cristo: los salivazos, los golpes, la flagelación, la maldición, la burla; la corona de espinas, el manto púrpura, la vara, la esponja, el vinagre y la hiel, los clavos, la lanza; y por encima de todo, la cruz y la muerte, que voluntariamente sufrió por nosotros. También conmemoramos la confesión salvadora del ladrón agradecido que fue crucificado con Él”. A causa de este énfasis en la pasión del Señor, el oficio de maitines del Gran Viernes a menudo se refiere en los libros litúrgicos con el oficio de los Santos Sufrimientos o Pasión (I Akolouthia ton Agion Pathon). Los himnos de este oficio particular son especialmente inspiradores, ricos y poderosos. Los divinos oficios del Gran Viernes, con la riqueza de sus grandes lecciones de la Escritura, la excelente himnografía y las vivas acciones litúrgicas conducen a la pasión de Cristo al centro principal de su significado cósmico. Los siguientes himnos de maitines, las Horas y las vísperas nos ayudan a ver cómo entiende y celebra la Iglesia el asombroso misterio de la pasión y muerte de Cristo.
“Hoy, el que colgó la tierra sobre las aguas es colgado sobre la Cruz. El que es Rey de los ángeles está vestido con una corona de espinas. El que envuelve el cielo con las nubes, es envuelto en la púrpura de la burla. El que estableció libre a Adán en el Jordán, recibe golpes en el rostro. El Novio de la Iglesia es traspasado por clavos. El Hijo de la Virgen es atravesado con una lanza. Veneramos tu pasión, oh Cristo. Muéstranos también Tu gloriosa Resurrección” (Decimoquinta antífona).
“Cuando los transgresores te clavaron a la Cruz, oh Señor de la gloria, tu les clamaste: ¿Cómo os he afligido? ¿O en qué os he enfurecido? Antes de mí, ¿quién os liberó de la tribulación? ¿Y cómo me pagáis ahora? Me habéis dado mal por bien; a cambio de la columna de fuego, me habéis clavado en la Cruz; a cambio de la nube, me habéis cavado una fosa. En vez del maná, me habéis dado hiel; en vez de agua, me habéis dado a beber vinagre. En adelante llamaré a los gentiles, y ellos me honrarán con el Padre y el Espíritu Santo”.
Hora Novena
“Un terrible y maravilloso misterio vemos suceder en este día. Aquel a quien nadie puede tocar, es apresado; el que libera a Adán de la maldición, es atado. El que prueba los corazones y los pensamientos
internos del hombre es injustamente llevado a juicio. El que cerró el abismo ha sido encarcelado. Aquel ante quien los poderes del cielo están en pie con temor, está en pie ante Pilato; el Creador es golpeado por la mano de la criatura. El que viene a juzgar a los vivos y a los muertos, es condenado a la Cruz; el Destructor del infierno es encerrado en una tumba. ¡Oh Tú, que soportas todas las cosas por tu amor compasivo, que salvaste a los hombres de la maldición, oh sufriente Señor! ¡Gloria a Ti!”.
Estíqueras de vísperas
“Por tu propia voluntad fuiste encerrado en la carne, en la tumba, y sin embargo, en Tu divina naturaleza permaneces Incircunscrito y sin límites. Has silenciado el lamento del infierno, y has vaciado sus palacios. Has honrado este sábado con Tu divina bendición con Tu gloria y Tu resplandor”.
Aposticas de vísperas. Observaciones generales
En la moderna práctica litúrgica, la Iglesia celebra tres oficios divinos durante el Gan Viernes: los maitines, las Grandes Horas y las Grandes Vísperas
Los maitines del Gran Viernes
Por razones que ya hemos mencionado antes, los maitines del Gran Viernes se celebran con anticipación en la noche del Gran Jueves.
Este oficio es el más largo de los oficios divinos actualmente en uso en la Iglesia. Estructuralmente, son maitines de un día de ayuno modificado con muchas y diferentes características únicas que le dan su propia identidad especial y carácter.
La primera característica sobresaliente y única de este oficio es que contiene una serie de doce lecturas de la Pasión. A causa de esto, los maitines son conocidos en la piedad popular como el Oficio de los Doce Evangelios (Akolouthia ton Thodeka Evagelion). Las doce perícopas se leen en varios intervalos durante el largo oficio. La primera perícopa, del Evangelio de San Juan (13:21, 18:1) cuenta el relato del discurso del Señor con los discípulos en la Cena Mística. Las diez siguientes perícopas tratan de los relatos de los sufrimientos del Señor como son contados en los Evangelios. La última perícopa expone un relato sobre el entierro del Señor y el sellado de la tumba. La respuesta después de cada Evangelio es una variación de la usual: “Gloria a tu longanimidad, Señor, Gloria a Ti”. El centro de nuestra alabanza es la paciencia de nuestro Dios. Esta fórmula litúrgica diferente significa la profunda reverencia con la que nos acercamos a la maravilla de la condescendencia divina.
Otra característica notable de este oficio es la solemne procesión con la gran cruz del santuario, conocida en el lenguaje litúrgico como “Estavromenos”: El Crucificado. Después del quinto Evangelio, en la decimoquinta antífona, el sacerdote saca la cruz del Santuario en una procesión solemne y la pone en medio de la Iglesia. Este rito es relativamente nuevo. Se originó en la Iglesia de Antioquía y fue introducido en la Iglesia de Constantinopla en el año 1864 durante el gobierno patriarcal de Sofronio. A partir de ahí, encontró camino en todas las iglesias de habla griega. La práctica fue autentificada y formalizada para su inclusión en el Tipicón de 1888. El rito tiene sus raíces en una antigua práctica litúrgica de la Iglesia de Jerusalén. Se nos dice en documentos de finales del siglo IV, que existía la costumbre en Jerusalén de mostrar la reliquia de la verdadera Cruz en la Iglesia de la Resurrección durante el Gran Viernes. La procesión de la cruz se ha convertido en el punto central del oficio. De ahí que en el lenguaje popular a menudo se refiera a este oficio como el Oficio del Crucificado (I Akolouthia tou Estavromenou). A continuación se dirá más sobre la procesión.
Otra característica de este oficio de maitines es la inclusión de un grupo de quince antífonas, es decir, un conjunto de himnos que fueron utilizados una vez como respuestas a un número correspondiente de Salmos. Los salmos se suprimieron hace mucho tiempo. Sólo han permanecido en uso los troparios de las antífonas. El himno más célebre del oficio de maitines, es el himno de la antífona decimoquinta, “Simeron krepatai epi xilou...”, “Hoy, el que colgó la tierra sobre las aguas, es colgado en la Cruz...”.
Otra característica de este oficio es la inclusión de las Bienaventuranzas (Makarismoi). Son cantadas después del sexto Evangelio. Los himnos son intercalados entre los versos de las Bienaventuradas.
Las Grandes Horas (I Megali Ori)
Además de las Vísperas y los Maitines, el ciclo diario de la adoración contiene las Completas (Apodeipnon) y el Oficio de Medianoche (Mesoniktikon) y el Oficio de las Horas. Estos últimos oficios tienen sus raíces en las prácticas devocionales de los primeros cristianos, y especialmente en la adoración común de las comunidades monásticas.
Cada una de las cuatro Horas tiene un nombre numérico, derivado de una de las principales horas del día o intervalos del día como se conocían en la antigüedad: Primera (Proti, correspondiente a nuestra salida del sol); Tercia (Triti, nuestra media mañana o 9 de la mañana); Sexta (Ekti, nuestro mediodía); y Novena (Enati, nuestra media tarde o 3 de la tarde).
Cada hora tiene un tema particular, y algunas veces un sub-tema, basado en algunos aspectos de los acontecimientos de los hechos de Cristo y la historia de la salvación. Los temas generales de las Horas son: la Venida de Cristo, la verdadera luz (Primera); el descenso del Espíritu Santo (Tercia); la pasión y crucifixión de Cristo (Sexta); la muerte y entierro de Cristo (Novena).
La oración central de cada Hora es la Oración del Señor. Además, cada Hora tiene un conjunto de tres salmos, himnos, una oración común, y una oración distintiva para la Hora. Se producen pequeñas variaciones en el Oficio de las Horas en los días festivos, así como en los días de ayuno. Por ejemplo, en lugar del tropario regular, se leen los apolitikios de la fiesta, y en caso del Gran Ayuno, se añaden al final las oraciones penitenciales.
Sin embargo, se produce un cambio radical en el Oficio de las Horas durante el Gran Viernes. El contenido se altera y se expande con un conjunto de troparios y lecturas de las Escrituras (profecía, epístola y Evangelio), para cada hora. Además, dos de los tres salmos en cada una de las horas se sustituyen con salmos que reflejan temas del Gran Viernes. Mientras que el salmo fijado y establecido del oficio refleja el tema de la Hora particular, los salmos variables reflejan el tema del día. En su versión expandida, estas Horas son llamadas las Grandes Horas. Son conocidas también como las Horas Reales. Los oficios de las Horas regulares se encuentran en el Horologion. Sin embargo, el oficio de las Grandes Horas del Gran Viernes, se encuentra en el Tríodo.
Originalmente, cada Hora se leía en el momento adecuado del día. En una segunda etapa de desarrollo, la Hora Primera se añadió a los maitines, la Tercia y Sexta se leían juntas al final de la mañana, y la Novena precedía a las Vísperas. En un último desarrollo, las cuatro Horas del Gran Viernes se reagruparon juntas y se leen seguidas en la mañana del Gran Viernes como un solo oficio.
Las Grandes Vísperas
En la tarde del Gran Viernes, llevamos a cabo el oficio de las Grandes Vísperas con gran solemnidad. Este oficio de Vísperas concluye el recuerdo de los acontecimientos de la pasión del Señor, y nos conduce a la expectación vigilante mientras contemplamos el misterio del descenso del Señor al hades, el tema del Gran Sábado.
En el lenguaje popular, el Oficio de Vísperas del Gran Viernes es llamado a menudo “La Apocathelosis”, un nombre derivado de la recreación litúrgica del descendimiento de Cristo de la Cruz. El oficio se caracteriza por unos dramáticos hechos litúrgicos: el descenso o “Apocathelosis”, (literalmente el “desclavado”), y la procesión del Epitafios (Epitafios, es decir, el icono que representa el entierro de Cristo envuelto en una larga tela).
El rito de la Apocathelosis se originó en la Iglesia de Antioquía. Durante el transcurso del siglo IX, llegó a Constantinopla, y de ahí, pasó gradualmente a la Iglesia de Grecia. En Constantinopla recibió la forma en que lo conocemos hoy. Antes de la introducción de la solemne procesión del Estavromenos en los Maitines y el rito de la Apocathelosis en las Vísperas, las iglesias practicaban dos rituales muy simples. Primero, en la decimoquinta antífona de los Maitines, se llevaba un icono de la crucifixión hasta el proskynetarion que estaba en medio de la iglesia. Segundo, en el oficio de Vísperas, el Epitafios era llevado en procesión solemne al Kouvouklion.
En la Iglesia de Antioquía, estos dos rituales se desarrollaron en diferentes líneas. Primero, en vez de un icono, se llevaba en procesión una gran cruz durante los maitines. Se puso sobre la cruz una figura móvil de Cristo crucificado. Segundo, en el oficio de Vísperas, el Epitafios se llevaba en procesión en el momento indicado y se ponía en el Kouvouklion. Entonces, la figura de Cristo crucificado era bajada de la cruz y puesta en el Kouvouklion. La figura se cubría con una tela y flores. Al final, se ponía el Evangelio en el Kouvouklion.
Estos ritos recibieron una nueva forma cuando pasaron a la Iglesia de Grecia. El rito de la Apocathelosis fue magnificado y acentuado especialmente por la inclusión de la lectura del Evangelio en el oficio de Vísperas. Mientras el sacerdote entonaba los pasajes de la lección que narra el hecho del descendimiento, el diácono desclavaba al Crucificado. La figura de Cristo crucificado era bajada de la cruz y cubierta con una nueva vestidura de lino. La figura era recibida por el sacerdote, y llevada al santuario y puesta sobre la santa mesa. Después de esto el sacerdote concluía la lectura del Evangelio. Esta representación dramática del Descenso se ha convertido en una práctica preeminente en la Iglesia griega. La procesión con el Epitafios es el segundo acto litúrgico significativo de este oficio. Parece ser que este rito se desarrolló alrededor del siglo XV. En algunas descripciones del ritual, la procesión tiene lugar durante las aposticas, mientras que en otros tiene lugar en el apolitikion. Según el mandato del texto patriarcal, la procesión del Epitafios tiene lugar en las aposticas.
Muchas descripciones de la procesión presuponen una presencia de varios clérigos. Miremos una de esas descripciones. El Epitafios es incensado por el sacerdote mayor. Luego es levantado por otros cuatro sacerdotes que lo
llevan por encima de la cabeza del sacerdote mayor. Este toma el Libro del Evangelio. El diácono precede llevando el incensario. Sin embargo, es obvio que este elaborado ritual no puede ser hecho por un solo sacerdote, como es el caso de muchas parroquias de hoy en día. Por esta razón, el ritual se ha simplificado en la práctica litúrgica actual. Cuando están presentes dos clérigos, ambos llevan el Epitafios. El sacerdote mayor precede llevando el Evangelio en una mano y el Epitafios sobre su cabeza en la otra. El segundo sacerdote o el diácono lleva el otro final del Epitafios sobre su cabeza. Si sólo hay un sacerdote, lleva el Epitafios sobre su cabeza y lleva el Evangelio en la otra mano. Dos acólitos van detrás de él llevando los otros dos extremos el Epitafios. También es propio que el Epitafios sea llevado por cuatro acólitos por encima de la cabeza del sacerdote. Sin embargo, este hecho es muy raro en el uso normal. El Epitafios es llevado por en alto, por encima de la cabeza, como signo de profunda reverencia. El Evangelio. Es importante en este punto decir algo sobre la forma en que es llevado el Evangelio en la procesión del Epitafios del Gran Viernes. En la tradición litúrgica de nuestra Iglesia, el Evangelio está considerado como el icono principal de Cristo. Por lo tanto, cuando comenzaron a desarrollarse los rituales de la pasión, se dio especial atención al Libro del Evangelio por la forma en la que estaba adornado. Mucho antes de que el Epitafios fuera introducido en la Liturgia del Gran Viernes, era el Evangelio, cubierto con el aer, lo que se llevaba el procesión. El aer simbolizaba el sudario. Para ilustrar aún más la muerte de Cristo, el Evangelio se llevaba en posición horizontal en el hombro derecho del celebrante, en vez de la habitual posición vertical.
-El icono. En el Gran Viernes, además de la cruz y el Epitafios, se expone el icono conocido como “Ajra Tapeinosis” (La Extrema Humildad). Este icono representa el cuerpo muerto de Cristo crucificado en posición vertical en la tumba con la Cruz en el fondo. Combina dos asombrosos hechos del Gran Viernes, la crucifixión y el entierro de Cristo.
-Ayuno. El Gran Viernes es un día de ayuno estricto, un día de Xerofagia
-Preparaciones litúrgicas. Antes del oficio, el sacerdote se ha asegurado de que: el Epitafios esté preparado; el kouvouklion (el templete donde se pondrá el epitafios) esté decorado; haya abundantes flores para distribuir a los fieles; y de que se compre un nuevo paño de lino blanco para usarse en la Apocathelosis. También prepara una bandeja con pétalos de rosas y un frasco que contenga agua de rosas o cualquier otra agua fragante, que se usará tras la procesión del Epitafios.
-El Estavromenos. La Cruz, puesta en medio de la iglesia en los maitines, permanece allí durante los oficios del Gran Viernes. Sin embargo, para hacer espacio para el kouvouklion, se debería mover más cerca del santuario antes del oficio de Vísperas. Al final del oficio de los maitines del Gran Sábado, la Cruz se devuelve a su lugar habitual en el santuario. Por costumbre, la corona de flores permanece en la cruz hasta la Apódosis (final) de Pascua. Sin embargo, las velas se quitan.
-El Kouvouklion se decora antes del oficio de vísperas. Tras la lectura del Evangelio y antes de la procesión del Epitafios, se mueve en medio de la iglesia frente a la cruz. La cruz y el Kouvouklion se ponen frente a las Puertas Reales en medio de la iglesia.
-La distribución de las flores: en la práctica actual, las flores se distribuyen normalmente al final de los maitines del Gran Sábado. Sin embargo, en algunas parroquias se ha hecho habitual distribuir las flores también al final de las vísperas del Gran Viernes, especialmente a los niños, que no pueden estar presentes hasta el último oficio.
P. Alkiviadis Calivas
Traducción: Cantor Nektario B.
LECTURAS
En Maitines (el jueves por la tarde)
1
Jn 13,31-18,1: Dijo Jesús a sus discípulos: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero lo que dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros: «Donde yo voy no podéis venir vosotros». Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros». Simón Pedro le dijo: «Señor, ¿adónde vas?». Jesús le respondió: «Adonde yo voy no me puedes seguir ahora, me seguirás más tarde». Pedro replicó: «Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti». Jesús le contestó: «¿Conque darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces. No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Jesús le responde: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré. Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él». Le dijo Judas, no el Iscariote: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?». Respondió Jesús y le dijo: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el príncipe de este mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que, como el Padre me ha ordenado, así actúo. Levantaos, vámonos de aquí. Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos. Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros. Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: “No es el siervo más que su amo”. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió. Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado, pero ahora no tienen excusa de su pecado. El que me odia a mí, odia también a mi Padre. Si yo no hubiera hecho en medio de ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado, pero ahora las han visto y me han odiado a mí y a mi Padre, para que se cumpla la palabra escrita en su ley: “Me han odiado sin motivo”. Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he hablado de esto, para que no os escandalicéis. Os excomulgarán de la sinagoga; más aún, llegará incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he hablado de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo había dicho. No os dije estas cosas desde el principio porque estaba con vosotros. Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: “¿Adónde vas?”. Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré. Y cuando venga, dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el príncipe de este mundo está condenado. Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará. Dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver». Comentaron entonces algunos discípulos: «¿Qué significa eso de “dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver”, y eso de “me voy al Padre”?». Y se preguntaban: «¿Qué significa ese “poco”? No entendemos lo que dice». Comprendió Jesús que querían preguntarle y les dijo: «¿Estáis discutiendo de eso que os he dicho: “Dentro de poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver”? En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada. En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Os he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque vosotros me queréis y creéis que yo salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre». Le dicen sus discípulos: «Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que has salido de Dios». Les contestó Jesús: «¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo». Así habló Jesús y, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría cumplida. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos». Después de decir esto, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos.
2
Jn 18,1-28: En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el que lo iba a entregar, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando una cohorte y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo: «¿A quién buscáis?». Le contestaron: «A Jesús, el Nazareno». Les dijo Jesús: «Yo soy». Estaba también con ellos Judas, el que lo iba a entregar. Al decirles: «Yo soy», retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez: «¿A quién buscáis?». Ellos dijeron: «A Jesús, el Nazareno». Jesús contestó: «Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos». Y así se cumplió lo que había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me diste». Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro: «Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?». La cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; Caifás era el que había dado a los judíos este consejo: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo». Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La criada portera dijo entonces a Pedro: «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?». Él dijo: «No lo soy». Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina. Jesús le contestó: «Yo he hablado abiertamente al mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que me han oído de qué les he hablado. Ellos saben lo que yo he dicho». Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo: «¿Así contestas al sumo sacerdote?». Jesús respondió: «Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?». Entonces Anás lo envió atado a Caifás, sumo sacerdote. Simón Pedro estaba de pie, calentándose, y le dijeron: «¿No eres tú también de sus discípulos?». Él lo negó, diciendo: «No lo soy». Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo: «¿No te he visto yo en el huerto con él?». Pedro volvió a negar, y enseguida cantó un gallo. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua.
3
Mt 26,57-75: Los que prendieron a Jesús lo condujeron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del sumo sacerdote y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver cómo terminaba aquello. Los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos que declararon: «Este ha dicho: “Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días”». El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo: «¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que presentan contra ti?». Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Jesús le respondió: «Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo: desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y que viene sobre las nubes del cielo». Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?». Y ellos contestaron: «Es reo de muerte». Entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon; otros lo golpearon diciendo: «Haz de profeta, Mesías; dinos quién te ha pegado». Pedro estaba sentado fuera en el patio y se le acercó una criada y le dijo: «También tú estabas con Jesús el Galileo». Él lo negó delante de todos diciendo: «No sé qué quieres decir». Y al salir al portal lo vio otra y dijo a los que estaban allí: «Este estaba con Jesús el Nazareno». Otra vez negó él con juramento: «No conozco a ese hombre». Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: «Seguro; tú también eres de ellos, tu acento te delata». Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar diciendo: «No conozco a ese hombre». Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: «Antes de que cante el gallo me negarás tres veces». Y saliendo afuera, lloró amargamente.
4
Jn 18,28-40;19,1-16: En aquel tiempo, llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, adonde estaban ellos, y dijo: «¿Qué acusación presentáis contra este hombre?». Le contestaron: «Si este no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos». Pilato les dijo: «Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley». Los judíos le dijeron: «No estamos autorizados para dar muerte a nadie». Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir. Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?». Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?». Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí». Pilato le dijo: «Entonces, ¿tú eres rey?». Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz». Pilato le dijo: «Y ¿qué es la verdad?». Dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo: «Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?». Volvieron a gritar: «A ese no, a Barrabás». El tal Barrabás era un bandido. Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían: «¡Salve, rey de los judíos!». Y le daban bofetadas. Pilato salió otra vez afuera y les dijo: «Mirad, os lo saco afuera para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa». Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo: «He aquí al hombre». Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Pilato les dijo: «Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él». Los judíos le contestaron: «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha hecho Hijo de Dios». Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más. Entró otra vez en el pretorio y dijo a Jesús: «¿De dónde eres tú?». Pero Jesús no le dio respuesta. Y Pilato le dijo: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?». Jesús le contestó: «No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor». Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban: «Si sueltas a ese, no eres amigo del César. Todo el que se hace rey está contra el César». Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y se sentó en el tribunal, en el sitio que llaman «el Enlosado» (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos: «He aquí a vuestro rey». Ellos gritaron: «¡Fuera, fuera; crucifícalo!». Pilato les dijo: «¿A vuestro rey voy a crucificar?». Contestaron los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que al César». Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.
5
Mt 27,3-32: En aquel tiempo, Judas, el traidor, viendo que lo habían condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos diciendo: «He pecado entregando sangre inocente». Pero ellos dijeron: «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!». Él, arrojando las monedas de plata en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sacerdotes, recogiendo las monedas de plata, dijeron: «No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas porque son precio de sangre». Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía «Campo de Sangre». Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: «Y tomaron las treinta monedas de plata, el precio de uno que fue tasado, según la tasa de los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor». Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Jesús respondió: «Tú lo dices». Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó: «¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?». Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía liberar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?». Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: «No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con él». Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador preguntó: «¿A cuál de los dos queréis que os suelte?». Ellos dijeron: «A Barrabás». Pilato les preguntó: «¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?». Contestaron todos: «Sea crucificado». Pilato insistió: «Pues, ¿qué mal ha hecho?». Pero ellos gritaban más fuerte: «¡Sea crucificado!». Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!». Todo el pueblo contestó: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Entonces los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!». Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a llevar su cruz.
6
Mc 15,16-32: En aquel tiempo, los soldados se llevaron a Jesús al interior del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!». Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo; y lo obligan a llevar la cruz. Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecían vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. «Así se cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor». Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz». De igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos, burlándose: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También los otros crucificados lo insultaban.
7
Mt 27,33-54: En aquel tiempo, cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Este es Jesús, el rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban, y meneando la cabeza, decían: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz». Igualmente los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también diciendo: «A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¡Es el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz y le creeremos. Confió en Dios, que lo libre si es que lo ama, pues dijo: “Soy Hijo de Dios”». De la misma manera los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban. Desde la hora sexta hasta la hora nona vinieron tinieblas sobre toda la tierra. A la hora nona, Jesús gritó con voz potente: Elí, Elí, lemá sabaqtaní (es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»). Al oírlo algunos de los que estaban allí dijeron: «Está llamando a Elías». Enseguida uno de ellos fue corriendo, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo». Jesús, gritando de nuevo con voz potente, exhaló el espíritu. Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se resquebrajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que él resucitó, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados: «Verdaderamente este era Hijo de Dios».
8
Lc 23,32-49: En aquel tiempo, conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con Jesús. Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo: «Realmente, este hombre era justo». Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto.
9
Jn 19,25-37: En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio. Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron».
10
Mc 15,43-47: En aquel tiempo, vino José de Arimatea, miembro noble del Sanedrín, que también aguardaba el reino de Dios; se presentó decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se extrañó de que hubiera muerto ya; y, llamando al centurión, le preguntó si hacía mucho tiempo que había muerto. Informado por el centurión, concedió el cadáver a José. Este compró una sábana y, bajando a Jesús, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro, excavado en una roca, y rodó una piedra a la entrada del sepulcro. María Magdalena y María, la madre de Joset, observaban dónde lo ponían.
11
Jn 19,38-42: En aquel tiempo, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
12
Mt 27,62-66: A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron: «Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor estando en vida anunció: “A los tres días resucitaré”. Por eso ordena que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, se lleven el cuerpo y digan al pueblo: “Ha resucitado de entre los muertos”. La última impostura sería peor que la primera». Pilato contestó: «Ahí tenéis la guardia: id vosotros y asegurad la vigilancia como sabéis». Ellos aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y colocando la guardia.
En Vísperas
Éx 33,11-23: El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo. Después Moisés volvía al campamento, mientras Josué, hijo de Nun, su joven ayudante, no se apartaba del interior de la tienda. Moisés dijo al Señor: «Tú me has dicho: “Guía a este pueblo”; pero no me has comunicado a quién enviarás conmigo. No obstante, tú me has dicho: “Yo te conozco personalmente y te he concedido mi favor”. Ahora bien, si realmente he obtenido tu favor, muéstrame tus designios, para que yo te conozca y obtenga tu favor; mira que esta gente es tu pueblo». Respondió el Señor: «Iré yo en persona y te daré el descanso». Replicó Moisés: «Si no vienes en persona, no nos hagas salir de aquí; pues ¿en qué se conocerá que yo y tu pueblo hemos obtenido tu favor, sino en el hecho de que tú vas con nosotros? Así tu pueblo y yo nos distinguiremos de todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra». El Señor respondió a Moisés: «También esto que me pides te lo concedo, porque has obtenido mi favor y te conozco personalmente». Entonces, Moisés exclamó: «Muéstrame tu gloria». Y él le respondió: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor, pues yo me compadezco de quien quiero y concedo mi favor a quien quiero». Y añadió: «Pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida». Luego dijo el Señor: «Aquí hay un sitio junto a mí; ponte sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te meteré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después, cuando retire la mano, podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás».
Job 42,12-17: El Señor bendijo a Job al final de su vida más aún que al principio. Llegó a poseer catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil borricas. Tuvo siete hijos y tres hijas: la primera se llamaba Paloma; la segunda, Acacia; y la tercera, Azabache. No había en todo el país mujeres más bellas que las hijas de Job. Su padre las hizo herederas, igual que a sus hermanos. Job vivió otros ciento cuarenta años, y conoció a sus hijos, a sus nietos y a sus biznietos. Murió anciano tras una larga vida. Y escrito está que de nuevo ha de resucitar con los que el Señor resucita. De él se dice en el libro Siríaco que era habitante de la Ausítide, en los confines de Idumea y Arabia, y tenía primero por nombre Yobab. Y, tomando una mujer árabe, engendró a un hijo llamado Ennón, y era su padre Zeraj, hijo de los hijos de Esaú, y su madre Bosra, de modo que era él el quinto desde Abrahán.
Is 52,13;54,1: Así dice el Señor: «Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho. Como muchos se espantaron de él porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos, ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y comprender algo inaudito». ¿Quién creyó nuestro anuncio?; ¿a quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién se preocupará de su estirpe? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malvados y una tumba con los malhechores, aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores. Exulta, estéril, que no dabas a luz; rompe a cantar, alégrate, tú que no tenías dolores de parto: porque la abandonada tendrá más hijos que la casada —dice el Señor—.
1 Cor 1,18-31;2,1-2: Hermanos, el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el docto? ¿Dónde está el sofista de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen. Pues los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. Y si no, fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor. A él se debe que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. Y así —como está escrito—: el que se gloríe, que se gloríe en el Señor. Yo mismo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado.
Mt 27,1-38;Lc 23,39-43;Mt 27,39-54;Jn 19,31-37;Mt 27,55-61: Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y atándolo lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador. Entonces Judas, el traidor, viendo que lo habían condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos diciendo: «He pecado entregando sangre inocente». Pero ellos dijeron: «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!». Él, arrojando las monedas de plata en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sacerdotes, recogiendo las monedas de plata, dijeron: «No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas porque son precio de sangre». Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía «Campo de Sangre». Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: «Y tomaron las treinta monedas de plata, el precio de uno que fue tasado, según la tasa de los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor». Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Jesús respondió: «Tú lo dices». Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó: «¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?». Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía liberar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?». Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: «No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con él». Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador preguntó: «¿A cuál de los dos queréis que os suelte?». Ellos dijeron: «A Barrabás». Pilato les preguntó: «¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?». Contestaron todos: «Sea crucificado». Pilato insistió: «Pues, ¿qué mal ha hecho?». Pero ellos gritaban más fuerte: «¡Sea crucificado!». Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!». Todo el pueblo contestó: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Entonces los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!». Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a llevar su cruz. Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Este es Jesús, el rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Los que pasaban, lo injuriaban, y meneando la cabeza, decían: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz». Igualmente los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también diciendo: «A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¡Es el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz y le creeremos. Confió en Dios, que lo libre si es que lo ama, pues dijo: “Soy Hijo de Dios”». De la misma manera los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban. Desde la hora sexta hasta la hora nona vinieron tinieblas sobre toda la tierra. A la hora nona, Jesús gritó con voz potente: Elí, Elí, lemá sabaqtaní (es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»). Al oírlo algunos de los que estaban allí dijeron: «Está llamando a Elías». Enseguida uno de ellos fue corriendo, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo». Jesús, gritando de nuevo con voz potente, exhaló el espíritu. Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se resquebrajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que él resucitó, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados: «Verdaderamente este era Hijo de Dios». Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron». Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo; entre ellas, María la Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en su sepulcro nuevo que se había excavado en la roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María la Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.
Tropario de Jueves Santo
«Mi hijo primogénito, Israel» (Alabanzas de Maitines)
«Entregué mis espaldas a los azotes» (Alabanzas de Maitines)
Fuente: cristoesortodoxo.com / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española / Arquidiócesis de México, Venezuela, Centroamérica y El Caribe