Viernes de la VI Semana de Cuaresma. Lecturas


En la Hora Sexta


Is 66,10-24: Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres abundantes. Porque así dice el Señor: «Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados. Al verlo, se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como un prado, se manifestará a sus siervos la mano del Señor, y su ira a sus enemigos». Porque el Señor llegará como fuego, y sus carros como torbellino, para restituir con ardor su ira y su indignación con llamas. Por su fuego y por su espada, el Señor se hace juez de todo ser viviente y muchas serán las víctimas del Señor: los que se consagran y purifican para ir a los jardines, detrás del ídolo que está en el centro, que comen carne de cerdo, reptiles y ratas, todos juntos perecerán —oráculo del Señor—. Yo, conociendo sus obras y sus pensamientos, vendré para reunir las naciones de toda lengua; vendrán para ver mi gloria. Les daré una señal, y de entre ellos enviaré supervivientes a las naciones: a Tarsis, Libia y Lidia (tiradores de arco), Túbal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todas las naciones, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos, a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi santa montaña de Jerusalén —dice el Señor—, así como los hijos de Israel traen ofrendas, en vasos purificados, al templo del Señor. También de entre ellos escogeré sacerdotes y levitas —dice el Señor—. Porque, como el cielo nuevo y la tierra nueva que yo haré subsisten ante mí —oráculo del Señor—, así subsistirán vuestra estirpe y vuestro nombre. Cada novilunio y cada sábado todo viviente se postrará ante mí —dice el Señor—. Y al salir verán los cadáveres de los que se rebelaron contra mí: su gusano no muere, su fuego no se extingue. Serán el horror de todos los vivientes.


En Vísperas


Gén 49,33-50,1-26: Cuando Jacob terminó de dar instrucciones a sus hijos, recogió los pies en la cama, expiró y se reunió con los suyos. José se echó sobre el rostro de su padre, lloró sobre él y lo besó. Después José mandó a los médicos de su servicio embalsamar a su padre y los médicos embalsamaron a Israel. Tardaron cuarenta días, que es lo que se suele tardar en embalsamar. Los egipcios le guardaron luto setenta días. Pasados los días del duelo, dijo José a la corte del faraón: «Si he obtenido vuestro favor, exponed ante el faraón este ruego mío: “Mi padre me hizo jurar, diciendo: cuando muera, me enterrarás en el sepulcro que me preparé en la tierra de Canaán. Ahora, pues, déjame subir a enterrar a mi padre y después volveré”». Contestó el faraón: «Sube y entierra a tu padre, como él te hizo jurar». José subió a enterrar a su padre, y con él subieron todos los servidores del faraón, los ancianos de la corte y los ancianos de la tierra de Egipto y toda la familia de José, sus hermanos y la familia de su padre. Solo quedaron en la tierra de Gosén los niños, las ovejas y las vacas. Subieron con él también carros y jinetes. El cortejo era muy numeroso. Cuando llegaron a Goren Atad, que está al otro lado del Jordán, celebraron un funeral solemne e impresionante; y José hizo duelo siete días por su padre. Al ver los cananeos, que habitaban el país, el funeral de Goren Atad, dijeron: «Gran duelo este de los egipcios». Por eso el lugar se llamó Abel Misráin, que está al otro lado del Jordán. Así los hijos de Jacob hicieron con él lo que les había mandado: lo llevaron a la tierra de Canaán, lo enterraron en la cueva del campo de Macpela, frente a Mambré, el campo que Abrahán había comprado a Efrón, el hitita, como sepulcro en propiedad. Después de enterrar a su padre, José volvió a Egipto con sus hermanos y con todos los que habían subido con él a enterrar a su padre. Cuando los hermanos de José vieron que había muerto su padre, se dijeron: «A ver si José nos guarda rencor y quiere pagarnos todo el mal que le hicimos». Y mandaron decir a José: «Antes de morir tu padre nos encargó: “Esto diréis a José: Perdona a tus hermanos su crimen y su pecado y el mal que te hicieron. Por tanto, perdona el crimen de los siervos del Dios de tu padre”». José al oírlo se echó a llorar. Entonces vinieron sus hermanos, se postraron ante él y le dijeron: «Aquí nos tienes, somos tus siervos». Pero José les respondió: «No temáis, ¿soy yo acaso Dios? Vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien, para dar vida a un pueblo numeroso, como hoy somos. Por tanto, no temáis; yo os mantendré a vosotros y a vuestros hijos». Y los consoló hablándoles al corazón. José habitó en Egipto con la familia de su padre; y vivió ciento diez años. José llegó a conocer a los descendientes de Efraín, hasta la tercera generación, y también a los hijos de Maquir, hijo de Manasés, que nacieron sobre sus rodillas. Más adelante, José dijo a sus hermanos: «Yo voy a morir, pero Dios cuidará de vosotros y os llevará de esta tierra a la tierra que juró dar a Abrahán, Isaac y Jacob». Luego José hizo jurar a los hijos de Israel: «Cuando Dios os visite, os llevaréis mis huesos de aquí». José murió a los ciento diez años. Lo embalsamaron y lo pusieron en un sarcófago en Egipto.


Prov 31,8-30: Sé voz de quien no tiene voz, defensor del hombre desvalido, pronuncia sentencias justas, defiende al pobre desprotegido. Una mujer fuerte, ¿quién la hallará? Supera en valor a las perlas. Su marido se fía de ella, pues no le faltan riquezas. Le trae ganancias, no pérdidas, todos los días de su vida. Busca la lana y el lino y los trabaja con la destreza de sus manos. Es como nave mercante que importa el grano de lejos. Todavía de noche, se levanta a preparar la comida a los de casa y repartir trabajo a las criadas. Examina un terreno y lo compra, con lo que gana planta un huerto. Se ciñe la cintura con firmeza y despliega la fuerza de sus brazos. Comprueba si van bien sus asuntos, y aun de noche no se apaga su lámpara. Aplica sus manos al huso, con sus dedos sostiene la rueca. Abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre. Si nieva, no teme por los de casa, pues todos llevan trajes forrados. Ella misma se hace las mantas, se viste de lino y de púrpura. En la plaza respetan al marido cuando está con los jefes de la ciudad. Teje prendas de lino y las vende, provee de cinturones a los comerciantes. Se viste de fuerza y dignidad, sonríe ante el día de mañana. Abre la boca con sabiduría, su lengua enseña con bondad. Vigila la marcha de su casa, no come su pan de balde. Sus hijos se levantan y la llaman dichosa, su marido proclama su alabanza: «Hay muchas mujeres fuertes, pero tú las ganas a todas». Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura; la que teme al Señor merece alabanza.



Fuente: Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española