04/05 - Pelagia la Hosiomártir de Tarso


Pelagia (en griego, “mar profundo”) nació y vivió en Tarso, ciudad de Cilicia, en Asia Menor. Era hija de un ilustre pagano, y siendo adolescente, se hizo cristiana. Cierto día la vio el hijo adoptivo de Diocleciano, que estaba destinado a ser emperador, y habiéndole agradado la muchacha, la pidió en matrimonio, pero ella, rechazándole, le respondió: “Yo ya estoy prometida al Esposo Inmortal, Hijo de Dios, y por ello renuncio a cualquier matrimonio terrenal.” El joven se retiró, decepcionado, y pensó dejarla en paz por algún tiempo, creyendo que cambiaría de parecer.


La conversión de Pelagia ocurrió de la siguiente manera: mientras aún era pagana, tuvo un sueño en el que se le apareció un obispo llamado Lino (o Clino) que se dedicaba a bautizar catecúmenos. Este obispo, a causa de la persecución, vivía oculto en la montaña. Pelagia interpretó ese sueño como una invitación a hacerse cristiana. De esta manera, presurosa, se presentó ante su madre, solicitándole permiso para marchar en busca del obispo, aunque a ella le dijo que iba a visitar a su nodriza. La joven se vistió con bellas ropas y, acompañada de esta nodriza suya, acudió ante el obispo con su carro y un séquito de esclavos. Lino, tras rezar, obtuvo que saliese agua de una roca y con esta agua la bautizó, tras lo cual apareció una bandada de ángeles que la cubrieron con un brillante manto. Ella, posteriormente, se despojó de sus lujosas vestiduras y regaló a los pobres todas sus joyas.


Cuando regresó a casa, satisfecha, se presentó ante su madre vestida de neófita, con ropas muy pobres y austeras. Tan contenta estaba, que trató por todos los medios de que su madre se convirtiera, pero ella no quiso. De hecho, comprendiendo lo que había pasado, se negó a recibirla. Cuando por fin su hija la dejó, la mujer envió una nota al heredero imperial en la que decía: “Pelagia es cristiana, y nunca aceptará ser tu esposa”. Cuando el joven leyó la nota, se dejó llevar por la desesperación y prefirió suicidarse arrojándose sobre la punta de su espada, antes que verse en la tesitura de tener que denunciar a Pelagia.


En cuanto la madre de Pelagia supo lo del suicidio del joven heredero, se dejó llevar por el pánico. Estaba segura de que la ira de Diocleciano caería sobre su familia, y no queriendo esperar a lo inevitable, tomó a su hija y se presentó ante el emperador diciéndole: “César, ésta es mi hija Pelagia, por el amor de la cual tu imperial heredero ha preferido quitarse la vida. Te suplico tengas indulgencia de nosotras, que hemos tenido la desgracia de ofenderte.” Diocleciano se compadeció de la angustia de la mujer, y mirando a Pelagia, le dijo: “Estoy dispuesto a perdonarte e incluso a darte una mayor honra, tomándote como esposa. Para ello, sabes que debes deponer tu fe cristiana, y abrazar la religión imperial.” Pelagia dijo: “Eres un necio, emperador, haciéndome esa propuesta. No haré tu voluntad, y desprecio tu vil matrimonio, pues ya tengo un prometido: Cristo, rey del cielo. No deseo tus coronas terrenales, que duran poco tiempo. Mi Señor, en el reino celestial, ha preparado tres coronas imperecederas para mí. La primera es por la fe, porque he creído en el Dios Verdadero con todo mi corazón. La segunda es por la pureza, pues le he dedicado mi virginidad. La tercera es por el martirio, pues quiero aceptar cada dolor y sufrimiento por él y ofrecerle mi alma, por el amor que le tengo.”


Viendo que era inútil convencerla, Diocleciano sentenció a Pelagia a ser quemada viva dentro de un horno de fundir cobre en forma de vaca o toro, que se calentaba hasta volverse incandescente (el célebre Toro de Falaris). Cuando los verdugos fueron a cogerla para desnudarla y arrojarla al interior, ella retrocedió, tendiendo los brazos para apartarlos, y gritó: “¡No me toquéis! Yo misma me dirigiré al encuentro de Dios.” Ella misma, santiguándose, entró en el horno y allí ardió viva. Se dice que su carne, al derretirse por las llamas, propagaba un agradable olor a mirra por la zona.


Su carne y vestiduras quedaron reducidas a cenizas, pero sus huesos se conservaron, y fueron diseminados por el monte para que fueran pasto de los leones. Fue el obispo Lino quien, con paciencia y dedicación, los recuperó todos -pues se encontró con que los leones, en lugar de roer los huesos, los estaban protegiendo de los buitres y otras aves de rapiña- y los sepultó reverentemente en un lugar donde, llegado el tiempo del emperador Constantino Coprónimo (741-775), se levantaría una iglesia en honor a la mártir. Los sinaxarios añaden que el lugar del martirio estaba en las proximidades de la iglesia de San Conón.


Meldelen



Fuente: preguntasantoral

Adaptación propia