13/05 - La Santa Mártir Gliceria


Hoy se conmemora a una mártir antigua, de nombre Gliceria, que en griego significa “dulzura”, “dulce”, aunque veremos que fue más bien una mujer de fuerte personalidad y carácter. Para conocer a esta Santa tenemos que recurrir a una Vita greca de la Santa, aunque de ella también se habla, aunque sea de refilón, en la vita de San Partenio de Lampedusa e incluso en la de los mártires de Sebaste.


Passio de la Santa


Según este relato, Gliceria era hija de un oficial romano llamado Macario, de familia ilustre, que llegó a ser nada menos que tres veces cónsul. Siendo niña, su familia se mudó a la ciudad tracia de Trajanópolis. Quedó huérfana al poco de llegar a la adolescencia. Entonces empezó a frecuentar las comunidades cristianas y posteriormente se convirtió al cristianismo. Otras versiones afirman que, en cambio, la fe cristiana le procedía de su padre, quien se le había inculcado. En cualquier caso, ella se dedicaba a confirmar los cristianos en la fe, predicándoles el Evangelio y animándolos en las persecuciones, para que no flaqueasen y se mantuviesen fuertes y fieles a Cristo.


Eran los tiempos del emperador Antonino Pío, quien iniciaba su primer año de reinado. Por entonces, Sabino, el gobernador de Trajanópolis, recibió un edicto de Roma, y fijó un día específico para adorar a Júpiter. Cuando Gliceria lo supo, reunió a sus compañeros de fe y dijo: “El gobernador ha dispuesto un día para que se adore al falso dios de los paganos. Yo voy a recriminárselo y a sufrir por Cristo. Os ruego que recéis por mí al Señor, para que me dé la fuerza suficiente como para resistir los más atroces tormentos.” Ellos, aunque les dolía perderla, no osaron persuadirla, y el día señalado la joven se ungió y lavó, trazó una cruz con crisma en su frente y cubrió su rostro con un velo.


El templo de Júpiter estaba lleno de fieles, y entre sus columnas se filtraban los rayos del sol. Allí estaba Sabino supervisando los sacrificios, al cual se acercó Gliceria y le pidió permiso para mostrarle cómo se debía sacrificar a los dioses. Concedido el permiso, Gliceria avanzó hasta los pies de la estatua del dios, y retirando el velo de su rostro, mostró la cruz que llevaba trazada y que brilló a la luz. Entonces dijo que aquélla era su luz, pues era cristiana, y que aquella luz era el único sacrificio que su Dios aceptaba. Sabino la instó a sacrificar, pero ella replicó que Dios no necesitaba del humo de las ofrendas incineradas en el altar de un falso dios. Ordenó que apagaran las fogatas del templo para que vieran, en efecto, que la cruz marcada en su frente brillaba por sí sola, sin necesidad de luz propia. Luego dijo: “Quiera Dios que los paganos dejen de adorar a esta vulgar estatua y recuperen la sensatez.” A continuación, trazó la señal de la cruz sobre la figura y se oyó un fuerte trueno que abatió la estatua, volcándola de su pedestal, y la arrojó al suelo, haciéndola pedazos.


Esto causó verdadero espanto entre los devotos, que se lanzaron sobre la cristiana, la arrastraron por los cabellos hasta sacarla del templo, entre pisotones y golpes, la tiraron en medio de la calle, y empezaron a apedrearla con violencia. Pero comprobaron atónitos que por más que lo intentaban, ninguna piedra golpeaba a la Santa, de modo que los guijarros caían a su alrededor sin herirla. “Sabed, les dijo, que no soy bruja ni sirvo a los demonios. Es el poder de Jesucristo, Dios hecho hombre, quien me protege, y por ello no siento vuestras piedras”. Entonces Sabino ordenó encarcelarla. Aquella noche, el sacerdote Filócrates acudió a visitar a la prisionera y le dijo: “Anímate, hija. Te esperan largos sufrimientos. Sé fuerte hasta el final.” Y la asistió y consoló con la lectura de las Sagradas Escrituras.


Al día siguiente, Gliceria fue juzgada por el ultraje realizado al dios y sometida a tortura: la colgaron de los cabellos por el techo y la quemaron con antorchas, pero ella afirmó que no sentía ningún dolor, pues Dios la protegía. Entonces, Sabino ordenó que la bajaran y le destrozaran el rostro a golpes. De repente apareció un ángel del Señor que detuvo a los verdugos y los dejó paralizados. Pero ni esto impresionó a Sabino, que mandó encerrarla de nuevo en su celda y sellar su puerta con su sello oficial, para que nadie pudiera entrar a curarla ni a alimentarla. Pero nuevamente esto fue en vano, porque los ángeles del Señor se aparecieron para atenderla. Algunos días después, Sabino rompió el sello y entró a por ella, encontrándola viva y en buen estado. Tampoco esto lo impresionó, y como debía ir a la ciudad de Heraclea para tratar unos asuntos, se la llevó consigo. La comunidad cristiana de dicha ciudad acudió a visitarla y la recibieron con todos los honores. Iba a la cabeza el obispo Domicio (o Dionisio), quien le dijo: “Tanto yo como mis compañeros rezaremos por ti, para que tu dolor se acabe pronto.”


Al día siguiente, la tiraron a un horno encendido, pero no sufrió daños porque cayó un rocío celestial que apagó las llamas. Salió de allí milagrosamente ilesa, por lo que recurrieron a un nuevo tormento: la ataron de manos y pies y le arrancaron la cabellera, desollando también su cabeza y rostro, dejando el cráneo despellejado. A pesar del intenso dolor, ella rezaba fervorosamente a Dios para que le diera fuerzas para soportar el sufrimiento. Su coraje avergonzó a Sabino, de modo que, tras este suplicio, Gliceria fue arrojada de nuevo en la celda, que habían llenado de cascos y piedras afilados para que no pudiera moverse sin herirse con ellos.


Pero no duró mucho su sufrimiento: aquella misma noche el ángel del Señor volvió a socorrerla, curando las heridas de su cabeza desollada y restaurando su belleza. Su carcelero, un hombre llamado Laodicio, no pudo ocultar su admiración al entrar a verla y encontrarla completamente intacta, sin rastro de las horribles lesiones en su rostro y cabeza. Le entró un gran miedo al pensar que podían responsabilizarlo, pero Gliceria lo calmó diciéndole que todo aquello era obra de un ángel. Como Laodicio también había visto al ángel, escuchó las predicaciones de Gliceria, y conmovido por el valor que mostraba, le dijo: “Ojalá yo pudiera estar en tu lugar y ser digno de tan dura prueba.” Ella respondió: “Sigue a Cristo y lo serás.”


Cuando a la mañana siguiente Laodicio trajo de nuevo a Gliceria ante el tribunal, Sabino se indignó al ver que la traía sin grilletes. Cuando le requirió por qué no la había encadenado para trasladarla, Laodicio narró lo que había visto la noche anterior y se proclamó cristiano. Sabio, ofendido, mandó decapitarlo inmediatamente. Los cristianos recogieron el cuerpo del carcelero y le dieron honrosa sepultura, contándolo desde ese momento como uno de los suyos, un mártir de Cristo aunque no hubiese sido bautizado, pues entendieron que él mismo se había bautizado con su propia sangre.


Aún intentó Sabino convencer a Gliceria de que sacrificase a los dioses, diciéndole: “Tu padre fue elegido tres veces cónsul y sirvió bien a Roma, ¿por qué avergüenzas su memoria dedicándote a esta triste secta?”. Ella respondió: “Respeto y honro a mi padre, pero mi corazón y mi vida pertenecen a mi esposo, Jesucristo, quien me da paciencia para resistir tus tormentos. Pero tú ves un prodigio tras otro y no abres tu corazón a Dios, porque los ojos de tu alma están cerrados”. Al oír esto, Sabino, harto, por fin dictó sentencia de muerte contra ella: su destino final era ser devorada por fieras salvajes. Ella acogió con alegría esta noticia. Lanzada a un foso lleno de leones, resultó que, nuevamente, también quedó ilesa, pues una leona, en lugar de atacarla, empezó a lamer dulcemente sus pies, causando estupefacción y la conversión de la multitud que contemplaba el suplicio.


Pero como quiera que aquello se alargaba demasiado, la misma Gliceria oró a Dios en voz alta dándole gracias por las fuerzas concedidas para soportar su martirio y suplicándole que permitiese que de una vez se consumara, para poder ir con Él a la gloria eterna. Entonces una voz respondió del cielo: “Ven, mi fiel sierva Gliceria, que he abierto para ti las puertas del cielo”, y de esa manera Gliceria fue muerta instantáneamente por una segunda leona que se arrojó sobre ella y la mordió en la garganta. Alguna obra de arte la muestra muriendo a espada, pero lo cierto es que la versión de la leona es la más conocida.


Sabino no pudo gozar mucho tiempo de la satisfacción que le produjo la muerte de Gliceria, pues enfermó repentinamente de hidropesía y murió. La comunidad cristiana de Heraclea, con el obispo Domicio a la cabeza, consiguió el cuerpo de la mártir y se encargó de sepultarla en las afueras de la ciudad. La declararon patrona de la ciudad y alzaron un templo en su honor.


Culto y reliquias


En el año 591, los emperadores Mauricio y Heraclio visitaron el templo de Santa Gliceria en Heraclea, el que le habrían dedicado tras su martirio. Se dice que del sepulcro de la Santa fluía una mirra milagrosa. Una tradición local dice que en el siglo VIII las reliquias de la Santa fueron llevadas a Lemnos, aunque en la iglesia de San Jorge en Heraclea se conserva un relicario que guarda el cráneo. A estas reliquias se le atribuyen muchísimos milagros -particularmente curaciones- y también apariciones de la Santa.


La mártir es conocida y venerada tanto en Oriente como en Occidente, aunque en la actualidad es más conocida en el mundo ortodoxo, donde no faltan iconos suyos. De hecho, su nombre, Gliceria, era hasta hace relativamente poco todavía usado entre las mujeres occidentales -en España, por ejemplo-, aunque actualmente está en desuso por considerarse anticuado. No así en Grecia, donde sigue habiendo muchas mujeres llamadas así (Glykeria).


Los sinaxarios bizantinos la conmemoran el 13 de mayo, es decir, hoy, fecha en la cual se la menciona también en el Martirologio Romano.


Iconografía


Santa Gliceria aparece en la mayoría de los iconos como una mujer velada portando la cruz del martirio, que es la iconografía común para toda virgen mártir (parthenomartyris); pero hay algún icono en el que aparece sosteniendo su catedral consagrada en Galatsi (Atenas), que parece ser reciente.


Meldelen



Fuente: preguntasantoral

Adaptación propia