29/06 - Los Santos Apóstoles Pedro y Pablo


El Apóstol San Pedro

El Apóstol San Pedro, anteriormente llamado Simón, era hijo del pescador Jonás en Betsaida de Galilea y hermano del Apóstol San Andrés, “el primer llamado”, el cual lo condujo a Cristo.

San Pedro era casado y tenía su casa en Cafarnaún. Llamado por nuestro Salvador Jesucristo mientras pescaba en el lago de Genesaret, siempre demostró una especial devoción y decisión, por lo que se hizo digno de un especial acercamiento al Señor, al igual que los Apóstoles Santiago (Jacobo) y San Juan el Teólogo.

Fuerte y espiritualmente ferviente, en verdad ocupó un influyente lugar entre los Apóstoles de Cristo. Fue el primero que confesó con decisión al Señor Jesús como a Cristo (Mesías), y por ello fue digno de ser llamado Piedra (Pedro). Sobre esta fe de piedra de Pedro el Señor prometió edificar Su Iglesia, contra la cual no prevalecerán las puertas del infierno. El Apóstol San Pedro lavó con lágrimas amargas de arrepentimiento su triple negación del Señor en la víspera de Su crucifixión. En consecuencia, luego de su Resurrección, el Señor nuevamente lo rehabilitó en la dignidad de Apóstol, tres veces de acuerdo con el número de negaciones, y le encomendó cuidar Su rebaño de corderos y ovejas. De acuerdo con la tradición, el Apóstol Pedro cada mañana comenzaba a llorar amargamente al escuchar el canto del gallo, pues se acordaba de su cobarde renuncia de Cristo.

El apóstol Pedro fue el primero en contribuir a la difusión y al fortalecimiento de la Iglesia de Cristo luego del descenso del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, al pronunciar un firme sermón ante la gente que convirtió a 3000 almas a Cristo. Poco tiempo después curó a un tullido de nacimiento; y con un segundo sermón convirtió a la Fe a 5000 hebreos más. La fuerza espiritual que salía del apóstol San Pedro era tan intensa que hasta su sombra, al caer sobre los enfermos yacentes en las calles, curaba (Hechos 5:15). El libro de los Hechos desde el primer capítulo hasta el duodécimo narra su actividad apostólica.

El nieto de Herodes el Grande, Herodes Agripa I, después del año 42, d. C., restableció las persecuciones contra los cristianos. Asesinó al Apóstol Santiago (Jacobo), Hijo de Zebedeo, y encerró al apóstol Pedro en una prisión. Los cristianos rezaban fervientemente por el Apóstol Pedro al advertir el castigo. Durante la noche ocurrió un milagro: a la celda de Pedro descendió el Angel del Señor, las esposas de San Pedro cayeron y él salió de su celda sin ser advertido.

Luego de esta milagrosa liberación, el libro de los Hechos lo recuerda sólo una vez más al narrar el concilio de los Apóstoles. Otros testimonios sobre él fueron conservados por la tradición de la Iglesia. Se sabe que difundía el Evangelio por las orillas del Mar Mediterráneo, en Antioquía, (donde ordenó al obispo Evodio). El Apóstol Pedro evangelizaba en el Asia Menor a los judíos y prosélitos (paganos convertidos al judaísmo), luego en Egipto, donde ordenó a Marcos como primer obispo de la Iglesia de Alejandría. De aquí fue a evangelizar a Grecia, Corinto, luego a Roma, España, Cartagena y Bretaña. De acuerdo con la Tradición, el Apóstol Marcos escribió su Evangelio para los cristianos romanos de las palabras del Apóstol Pedro. Entre los libros del Nuevo Testamento hay dos epístolas católicas (universales) del Apóstol Pedro.

La primera Epístola católica del Apóstol Pedro está dedicada a los advenedizos de la diáspora en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, provincias de Asia Menor. El motivo del escrito de San Pedro fue el deseo de fortalecer a sus hermanos ante la aparición de diferencias en estas comunidades y persecuciones por parte de los enemigos de la Cruz de Cristo. Entre los cristianos también surgieron enemigos internos, los falsos maestros. En ausencia del Apóstol Pablo, comenzaron a deformar su enseñanza sobre la libertad cristiana y a amparar todo desenfreno moral.

La segunda epístola Católica fue escrita para los cristianos del Asia Menor. En esta segunda carta el Apóstol Pedro hizo especial hincapié en advertir a los fieles sobre los falsos maestros libertinos.

Estas falsas enseñanzas coinciden con las que fueron refutadas por el Apóstol Pablo en sus cartas a Timoteo y Tito, y también el Apóstol San Judas en su Epístola Católica. Las falsas enseñanzas de los herejes amenazaban la moral y la fe cristiana. En aquel tiempo se difundió rápidamente la herejía gnóstica, que absorbió elementos del judaísmo, del cristianismo y diversas enseñanzas paganas. Esta epístola fue escrita poco tiempo antes de ser martirizado el Apóstol Pedro: “Sé que pronto deberé dejar mi templo (cuerpo), según nuestro Señor Jesucristo me lo ha revelado.”

Hacia el final de sus días el Apóstol Pedro estuvo nuevamente en Roma, donde fue martirizado en el año 67 mediante la crucifixión cabeza abajo.

El Santo Apóstol Pablo

Inicialmente era llamado por su nombre hebreo, Saulo. Pertenecía a la estirpe de Benjamín y nació en la ciudad de Tarso, Cilicia, (Asia Menor), que era conocida por su academia y por la instrucción de sus habitantes. Pablo tenía los derechos de la ciudadanía romana, pues era nativo de esta ciudad, descendiente de judíos liberados de la esclavitud por ciudadanos romanos. Pablo recibió su educación primaria en Tarso, y evidentemente allí conoció la cultura pagana, ya que en su carta y discursos se advierte claramente las huellas del conocimiento de los escritores paganos.

Su educación posterior la recibió en Jerusalén; en la entonces prestigiosa academia rabínica con el conocido maestro Gamaliel, que era considerado un conocedor de la Ley y, a pesar de pertenecer al partido fariseo, era un libre pensador y amante de la sabiduría griega. Aquí, según la costumbre adoptada por los hebreos, el joven Saulo aprendió el arte de construir tiendas, lo que posteriormente le ayudó a ganarse el alimento con su propio esfuerzo.

Saulo por lo visto se preparaba para el deber de rabino (instrucción religiosa); después de completar su educación, se reveló como un fuerte defensor de la tradición farisea y perseguidor de la fe de Cristo. Quizás por designación del Sanedrín, fue testigo del martirio de San Esteban, y luego recibió el poder de perseguir oficialmente a los cristianos aun fuera de las fronteras de Palestina, en Damasco.

El Señor, al ver en Saulo un “instrumento elegido” para Él, camino hacia Damasco milagrosamente lo llamó al servicio apostólico. Saulo, yendo por el camino, fue iluminado por una luz resplandeciente a causa de la que cayó en tierra.

De la luz surgió una voz: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” A la pregunta de Saulo: “¿Quién eres?”, el Señor contestó: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues.” El Señor encomendó a Saulo ir a Damasco, donde se le indicaía qué hacer después. Los acompañantes de Saulo escucharon la voz de Cristo, pero no vieron la luz; conducido de la mano hacia Damasco, Saulo, privado de la vista, fue instruido en la fe y al tercer día bautizado por Ananías. Cuando fue sumergido en el agua, recuperó la vista. Desde este momento se hizo un confesor celoso de la enseñanza que antes perseguía. Por un tiempo se fue a Arabia, luego retornó a Damasco para enseñar acerca de Cristo. La ferocidad de los judíos, indignados por su conversión a Cristo, lo obligaron a huir a Jerusalén, donde se unió a la comunidad de los fieles y conoció a los apóstoles. A causa del atentado contra su vida por parte de los judíos helenistas, debió regresar a su Tarso natal. En el año 47 fue llamado a Antioquía por Bernabé para enseñar, y luego se encaminó junto a él a Jerusalén, donde llevó ayuda a los necesitados.

Pronto, al regresar de Jerusalén por mandato del “Espíritu Santo,” Saulo junto a Bernabé se dirigió a su primer viaje apostólico, que duró entre los años 45 y 51. Los apóstoles atravesaron toda la isla de Chipre. Saulo es llamado Pablo tras convertir a la Fe al procónsul Sergio Pablo.

Durante el transcurso del viaje misionero de Pablo y Bernabé fueron fundadas las comunidades cristianas del Asia Menor: Antioquía de Psidia, Iconio, Listra y Derbe. En el año 51 el Apóstol San Pablo participó en el Concilio Apostólico en Jerusalén, en el que fervientemente se opuso a que los paganos convertidos al cristianismo observaran las costumbres de la Ley de Moisés.

Al volver a Antioquía, el Apóstol Pablo, acompañado por Silas, inició su segundo viaje apostólico. Primero visitó las Iglesias del Asia Menor fundadas anteriormente, y luego se trasladó a Macedonia, donde estableció Filipos, Tesalónica, y Berea. En Listra San Pablo sumó a Timoteo, su amado discípulo, a sus acompañantes, y desde Tróade continuó su viaje junto al Evangelista Lucas. Desde Macedonia San Pablo pasó a Atenas y a Corinto, permaneciendo en esta última ciudad un año y medio. Desde aquí envió dos apóstoles a los Corintios.

El segundo viaje se extendió entre el año 51 y 54. Después San Pablo fue a Jerusalén, visitando en el camino a Efeso y Cesarea, y desde Jerusalén llegó a Antioquía. Luego de una corta estancia en Antioquía, el Apóstol Pablo inició su tercer viaje apostólico (56-58), visitando primero, como era su costumbre, a las Iglesias del Asia Menor establecidas en primer término; luego se detuvo en Éfeso, donde en el transcurso de dos años se ocupó diariamente de la enseñanza en la escuela de Tirano. Aquí escribió su epístola a los gálatas (debido al recrudecimiento de la doctrina judaica) y la primera epístola a los Corintios (como consecuencia de los desórdenes y en respuesta a la carta que los Corintios le enviaron). El alzamiento popular instigado por el platero Demetrio contra Pablo obligó al Apóstol a dejar Éfeso y dirigirse a Macedonia, y finalmente a Jerusalén.

En Jerusalén, a causa del tumulto iniciado contra él, el Apóstol Pablo fue tomado prisionero por las autoridades romanas y recluido (preso) primero por el procónsul Felix y luego por su sucesor Festo. Esto ocurrió en el año 59, y dos años después el Apóstol Pablo, como ciudadano romano, por su propio deseo fue enviado a Roma para ser enjuiciado por el Cesar. Al sufrir un naufragio en la isla de Malta, el Apóstol arribó a Roma en el verano del 62, y allí se benefició de la gran condescendencia de las autoridades romanas y enseñó libremente.

En Roma el Apóstol Pablo escribió sus epístolas a los Filipenses (en agradecimiento por el envío de dinero junto a Epafrodito), a los Colosenses, a los Efesios y a Filemón, habitante de Colosas (a causa de la huida de su esclavo Onésimo). Estas tres cartas fueron escritas en el año 63 y enviadas con Tíquico. En seguida, desde Roma escribió su carta a los hebreos de Palestina. El siguiente destino del Apóstol Pablo no se conoce con exactitud. Algunos consideran que se quedó en Roma y por mandato de Nerón fue martirizado en el año 64, pero existen fundamentos para suponer que después de su reclusión de dos años y la defensa de su obra ante el senado y el emperador, el Apóstol Pablo fue liberado y que nuevamente viajó al Oriente.

Sobre ello se pueden encontrar señales en sus epístolas Pastorales a Timoteo y Tito. Habiendo pasado mucho tiempo en la isla de Creta, dejó allí a su discípulo Tito como obispo. Posteriormente, en su carta a Tito, el apóstol Pablo lo instruye en cómo debe cumplir sus obligaciones de obispo. A través de esta epístola se advierte que se proponía pasar aquel invierno en Nicópolis, cerca su Tarso natal.

En la primavera del año 65 visitó el resto de las Iglesias del Asia Menor, y en Mileto dejó al enfermo Trófimo a causa de que ocurrió un tumulto contra el apóstol en Jerusalén, lo que le supuso la reclusión. Se ignora si el Apóstol pasó por Éfeso, ya que decía que los presbíteros de Éfeso no verían más su rostro. Pero por lo visto, en aquél tiempo ordenó a Timoteo como obispo para Éfeso. Más adelante el Apóstol pasó por Tróade y llegó a Macedonia. Allí oyó sobre el recrudecimiento de las falsas doctrinas en Éfeso y escribió su primer carta a Timoteo. Luego de estar un tiempo en Corinto, se encontró en el camino con el Apóstol Pedro. Ambos continuaron su viaje a través de Dalmacia e Italia. Llegando a Roma, deja al Apóstol Pedro, y continúa solo en el año 66 hacia el occidente, llegando a España.

Después de su regreso a Roma, fue nuevamente encarcelado hasta su muerte. Según la tradición, al volver a Roma, enseñó en la corte del Emperador Nerón y convirtió a su amada concubina a la Fe de Cristo. Por ello fue enjuiciado y, si bien por la misericordia de Dios fue liberado, como él mismo expresó, de la garra de los leones (es decir de ser comido por los leones en el circo), fue recluido en la prisión.

Luego de nueve meses de prisión fue decapitado como ciudadano romano cerca de Roma en el año 67, en el duodécimo año del reinado de Nerón. Desde una visión general de la vida del Apóstol Pablo se aprecia que esta se divide tajantemente en dos mitades. Hasta su conversión en Cristo, San Pablo, todavía Saulo, fue un severo fariseo, observante de la ley mosaica y de las tradiciones patriarcales, que pensaba justificarse por las obras de la Ley y por su celo en la Fe de los patriarcas, aproximándose al fanatismo.

Después de su conversión, se hizo Apóstol de Cristo, totalmente entregado a la obra del anuncio evangélico, feliz por su llamado, pero consciente de sus debilidades para la realización de este gran servicio, y atribuyendo todas las obras y merecimientos a la Gracia de Dios. Toda la vida del Apóstol hasta su conversión, según su profundo convencimiento, fue un error, un pecado que lo condujo hacia la condena.

Solo la todopoderosa Gracia Divina pudo ponerlo en el camino de la salvación. Desde aquel momento, el Apóstol Pablo trata de ser digno del llamado Divino. Él es consciente que no hay y no puede haber discurso u otro merecimiento ante Dios: todo es obra de su misericordia. El Apóstol Pablo escribió catorce epístolas que constituyen la enseñanza sistemática del cristianismo.

Estas epístolas, gracias a su amplio conocimiento y agudeza, sobresalen por su originalidad. El Apóstol Pablo se esforzó mucho, como el Apóstol Pedro, en difundir la fe de Cristo, y con justicia es venerado como “columna” de la Iglesia.

¡Que el Señor salve nuestras almas por las oraciones de los Apóstoles San Pedro y San Pablo!

LECTURAS

En Vísperas


1 Pe 1,3-9: Hermanos, bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva; para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a vosotros, que, mediante la fe, estáis protegidos con la fuerza de Dios; para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final. Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas. 


1 Pe 1,13-19: Queridos míos, ceñid los lomos de vuestra mente y, manteniéndoos sobrios, confiad plenamente en la gracia que se os dará en la revelación de Jesucristo. Como hijos obedientes, no os amoldéis a las aspiraciones que teníais antes, en los días de vuestra ignorancia. Al contrario, lo mismo que es santo el que os llamó, sed santos también vosotros en toda vuestra conducta, porque está escrito: Seréis santos, porque yo soy santo. Y puesto que podéis llamar Padre al que juzga imparcialmente según las obras de cada uno, comportaos con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación, pues ya sabéis que fuisteis liberados de vuestra conducta inútil, heredada de vuestros padres, pero no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, la de Cristo.


1 Pe 2,11-24: Queridos míos, como a extranjeros y peregrinos, os hago una llamada a que os apartéis de esos bajos deseos que combaten contra el alma. Que vuestra conducta entre los gentiles sea buena, para que, cuando os calumnien como si fuerais malhechores, fijándose en vuestras buenas obras, den gloria a Dios el día de su venida. Someteos por causa del Señor a toda criatura humana, lo mismo al rey, como soberano, que a los gobernadores, que son como enviados por él para castigo de los malhechores y aprobación, en cambio, de los que hacen el bien. Porque esa es la voluntad de Dios: que haciendo el bien tapéis la boca a la estupidez de los hombres ignorantes. Como personas libres, es decir, no usando la libertad como tapadera para el mal, sino como siervos de Dios, mostrad estima hacia todos, amad a la comunidad fraternal, temed a Dios, mostrad estima hacia el rey. Que los criados estén, con todo temor, a disposición de los amos, no solo de los buenos y comprensivos, sino también de los retorcidos. Pues eso es realmente una gracia: que, por consideración a Dios, se soporte el dolor de sufrir injustamente. Porque ¿qué mérito tiene que aguantéis cuando os pegan por portaros mal? En cambio, que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien, eso es una gracia de parte de Dios. Pues para esto habéis sido llamados, porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca. Él no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas; sino que se entregaba al que juzga rectamente. Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia.


En Maitines


Jn 21,14-25: En aquel tiempo, Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme». Pedro, volviéndose, vio que les seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Al verlo, Pedro dice a Jesús: «Señor, y este, ¿qué?». Jesús le contesta: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme». Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?». Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir. Amén.


En la Liturgia


2 Cor 11,21-33;12,1-9: Hermanos, a lo que alguien se atreva —lo digo disparatando—, también me atrevo yo. ¿Que son hebreos? También yo. ¿Que son israelitas? También yo. ¿Que son descendientes de Abrahán? También yo. ¿Que son siervos de Cristo? Voy a decir un disparate: mucho más yo. Más en fatigas, más en cárceles; muchísimo más en palizas y, frecuentemente, en peligros de muerte. De los judíos he recibido cinco veces los cuarenta azotes menos uno; tres veces he sido azotado con varas, una vez he sido lapidado, tres veces he naufragado y pasé una noche y un día en alta mar. Cuántos viajes a pie, con peligros de ríos, peligros de bandoleros, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos, trabajo y agobio, sin dormir muchas veces, con hambre y sed, a menudo sin comer, con frío y sin ropa. Y aparte todo lo demás, la carga de cada día: la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿Quién tropieza sin que yo me encienda? Si hay que gloriarse, me gloriaré de lo que muestra mi debilidad. El Dios y Padre del Señor Jesús —bendito sea por siempre— sabe que no miento. En Damasco, el gobernador del rey Aretas montó una guardia en la ciudad para prenderme; metido en un costal, me descolgaron muralla abajo por una ventana, y así escapé de sus manos. ¿Hay que gloriarse?: sé que no está bien, pero paso a las visiones y revelaciones del Señor. Yo sé de un hombre en Cristo que hace catorce años —si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que ese hombre —si en el cuerpo o sin el cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe— fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir. De alguien así podría gloriarme; pero, por lo que a mí respecta, solo me gloriaré de mis debilidades. Aunque, si quisiera gloriarme, no me comportaría como un necio, diría la pura verdad; pero lo dejo, para que nadie me considere superior a lo que ve u oye de mí. Por la grandeza de las revelaciones, y para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría. Por ello, tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo.


Mt 16,13-19: En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Jesús le respondió: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».


Tropario de San Pedro y San Pablo




Fuente: Varias / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española / Arquidiócesis de México, Venezuela, Centroamérica y El Caribe