Lunes de la III Semana de Mateo. Lecturas


Rom 7,1-14: Hermanos —hablo a gente experta en la ley—, ¿ignoráis que la ley ejerce su dominio sobre el hombre mientras este vive? De hecho, la mujer casada se debe por ley a su marido mientras este vive; pero si muere el marido, queda liberada de la ley del marido. De modo que, mientras vive el marido, es considerada adúltera si se une a otro hombre; pero si muere el marido, queda libre de la ley, de manera que no es adúltera si se une a otro hombre. Así que, hermanos, también vosotros habéis muerto a la ley por el cuerpo de Cristo, a fin de que podáis uniros a otro, es decir, a aquel que resucitó de entre los muertos, y para que demos frutos para Dios. Mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, avivadas por la ley, actuaban en nuestros miembros, a fin de que diéramos frutos para la muerte; ahora, en cambio, tras morir a aquella realidad en la que nos hallábamos prisioneros, hemos sido liberados de la ley, de modo que podamos servir en la novedad del espíritu y no en la caducidad de la letra. Entonces, ¿qué diremos?, ¿que la ley es pecado? ¡En absoluto! Pero ocurre que yo no he conocido el pecado sino a través de la ley. Pues yo no habría conocido el deseo, si la ley no dijera: No desearás. Es decir, el pecado, aprovechando la oportunidad que se le brindaba a través del precepto, provocó en mí toda clase de deseos. Pues sin la ley el pecado estaba muerto; o sea, que yo vivía cuando no había ley, pero, una vez que llegó el precepto, revivió el pecado, y yo encontré la muerte; de este modo, resultó que el precepto, que estaba orientado a la vida, tuvo para mí consecuencias de muerte. Pues el pecado, aprovechando la oportunidad que se le brindaba a través del precepto, me engañó y, a través de él, me dio muerte. Según esto, la ley es santa, y el precepto santo, justo y bueno. Entonces, ¿lo bueno se convirtió en muerte para mí? De ningún modo. Lo que ocurre es que el pecado, para mostrarse como pecado, me causó la muerte a través de lo bueno; de este modo, por medio del precepto, el pecado se vuelve pecaminoso hasta el extremo.


Mt 9,36-38;10,1-8: En aquel tiempo, al ver Jesús a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies». Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia. Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago, el de Zebedeo, y Juan, su hermano; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo, y Tadeo; Simón el de Caná, y Judas Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: «No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis».



Fuente: Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española