Rom 9,18-33: Hermanos, Dios se compadece de quien quiere y endurece a quien quiere. Pero tú me dirás: entonces ¿por qué aún se queja? En realidad, ¿Quién podrá oponerse a su voluntad? Más bien habría que preguntar: Oh hombre, ¿quién eres tú para enfrentarte a Dios? ¿Acaso dirá la vasija al que la modela, «por qué me has hecho así»? ¿O acaso no puede el alfarero modelar con la misma arcilla un objeto destinado a usos nobles y otro dedicado a usos menos nobles? ¿Y si Dios, queriendo mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia objetos de ira destinados a la perdición, con el fin de dar a conocer la riqueza de su gloria en favor de los objetos de misericordia preparados para la gloria…? Y estos tales somos nosotros, a los que ha llamado no solo de entre los judíos, sino también de entre los gentiles, según afirma también en el profeta Oseas: Al que no es pueblo mío lo llamaré pueblo mío y a la que no es amada la llamaré amada; y en el lugar donde se les dijo: no sois mi pueblo, allí mismo se los llamará hijos del Dios vivo. Isaías, por su parte, clama acerca de Israel: Aunque fuera el número de los hijos de Israel como la arena del mar, se salvará un resto. Pues el Señor cumplirá su palabra sobre la tierra perfectamente y pronto. Y según predijo Isaías: Si el Señor del universo no nos hubiera dejado una semilla, habríamos llegado a ser como Sodoma y nos habríamos asemejado a Gomorra. Entonces, ¿qué diremos? Que los gentiles, que no buscaban la justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia de la fe, mientras que Israel, que buscaba la ley de la justicia, no alcanzó la ley. ¿Por qué? Porque la buscaba no en virtud de la fe, sino como si se pudiera alcanzar en virtud de las obras: tropezaron en la piedra de tropiezo, según está escrito: He aquí que pongo en Sión una piedra de tropiezo y una roca de escándalo; pero el que crea en ella no será confundido.
Mt 11,1-15: En aquel tiempo, cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades. Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!». Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: “Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan. Los Profetas y la Ley han profetizado hasta que vino Juan; él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo. El que tenga oídos, que oiga».
Fuente: Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española