03/08 - Isacio (Isaac), Dalmato (Dalmacio) y Fausto, Ascetas del Monasterio de Dalmato


En los comienzos del siglo V, surgieron en Constantinopla y en sus arrabales numerosos monasterios, merced al impulso que diera, hacia el año 383, un monje sirio llamado Isaac. Algunos de ellos contaban cincuenta y hasta cien monjes cuya principalísima ocupación era alabar a Dios. El que San Isaac estableció en la capital no conservó el nombre de su fundador, muerto éste tuvo a su frente a un hombre célebre en los fastos de la historia monástica, Dalmacio, considerado en las postrimerías del siglo IV como jefe y patriarca de los monjes de Constantinopia, y de él tomó el nombre de Monasterio de Dalmacio.


Dalmacio vio la luz primera en Oriente, en lugar y fecha que no hemos podido precisar. En los comienzos de la estancia del emperador Teodosio I en Constantinopla, a fines del año 380, lo encontramos en la capital del imperio de Oriente. Era a la sazón oficial de segundo orden del «cuerpo de guardias», o sea de una de las cohortes que tenían bajo su cargo la custodia del palacio de los emperadores bizantinos.


Vivía en compañía de su esposa, también oriental, y de sus dos hijos, un niño llamado Fausto y una niña cuyo nombre no ha conservado la historia, Dalmacio era joven y rico, a la vez que fervoroso cristiano.


Con un emperador como Teodosio, tan afecto a la Iglesia, fácil le hubiera sido aspirar a un brillante porvenir, mas el trato con el monje Isaac, a quien conoció en el curso de una visita que le hiciera en su ermita en compañía del emperador, despertó súbitamente en su alma vivas ansias de más elevada perfección. Originarios ambos de Oriente, establecióse entre ellos una amistad fuerte y tanto creció la influencia de Isaac sobre el oficial que pudo decirle un día con toda confianza:


— Preciso es que dejes todo y te encierres en adelante aquí conmigo.


—Tengo familia e hijos —contestó Dalmacio— . ¿Cómo desprenderme de ellos? ¿Crees tú que será cosa fácil romper con tantas obligaciones?


— Hijo mío —le replicó Isaac—. Dios me ha revelado que debes vivir aquí a mi lado. Ya sabes que el Divino Maestro dijo: «El que ama a su padre, o a su mujer, o a su hijo más que a mí no es digno de mí».


Harto conocía Dalmacio el consejo dado por Jesús en otro tiempo a las almas fervorosas, mas tampoco ignoraba que su mujer, a pesar de ser excelente cristiana, habría de oponerse tenazmente a la separación inmediata. Y aunque así fue, tras de repetidos ruegos, abundantes lágrimas y conversaciones prolongadas, acabó el oficial por convencerla. Retiróse, pues, la esposa, junto con su hijita, a Siria, a casa de sus padres, y Dalmacio, con su hijo Fausto, se encerró definitivamente en la ermita de Isaac. Dos años largos de lucha le había costado este sacrificio.


Primer monje de Constantinopla


El monje Isaac, cuya vida iba a compartir Dalmacio, no es un desconocido en la Historia Eclesiástica. Por un acto de cristiana audacia, que hubiera podido acarrearle terribles castigos, atrajo súbitamente sobre su persona la atención pública en muy memorable ocasión.


Un día del mes de julio del año 387, disponíase el emperador Valente, en guerra a la sazón con los godos, a emprender la campaña de Tracia en la que le esperaba una muerte atroz, cuando de repente salta delante de él un hombre que agarrando la brida de su caballo, le detiene, le increpa y le anuncia las venganzas del Cielo, prestas a descargar sobre él si rehúsa hacer justicia a los católicos. Era Isaac.


Tomólo el emperador por un loco y despreció la amenaza. Unos días más tarde, Valente, derrotado por las tropas enemigas, perecía abrasado en el interior de una cabaña abandonada, no lejos de Andrinópolis. Con lo cual se cumplía la predicción de Isaac.


Tuvo Isaac el mérito y la gloria de implantar la vida religiosa en la capital del imperio.Muerto Valente (278), disfrutó la Iglesia de una era de tranquilidad con el advenimiento de Tcodosio I. No obstante, Isaac había de continuar siendo, por algún tiempo todavía, el único representante de la vida religiosa en Constantinopla.


Vivía en la soledad aunque sin morada fija, al menos en los comienzos. A fines del año construyéronle una ermita y, ya en el transcurso del año siguiente, acudieron a ponerse debajo de su inmediata dirección muchos discípulos, cuyo número aumentó en breve tiempo y en forma tal, que hubo de pensarse en erigir un amplio monasterio.


Llevóse a inmediata realización aquella idea, merced, principalmente, a la generosidad de Dalmacio, monje desde el año 383, el cual empleó en la construcción gran parte de su inmensa fortuna. Tan preponderante fue la participación del antiguo oficial en esta obra, que ya desde los comienzos fue designado el nuevo monasterio, no con el nombre de Isaac su fundador y primer Superior, sino con el del oficial que facilitara la construcción.


Así, el primero y más antiguo monasterio de Constantinopla fue el Monasterio de Dalmacio, cuyo archimandrita o abad, en funciones de exarca de los monjes de la capital, gozaba del privilegio de estampar su firma en los documentos y actas de los Concilios, antes de todos los superiores.


Vida religiosa


No toda la fortuna de Dalmacio quedó absorbida por la construcción del convento. Quedábale buena parte de ella y fuéla distribuyendo en abundantes limosnas a la puerta de su celda. Cuantos pobres había en la ciudad y en su contornos, conocedores de su largueza, acudían a él como a fuente inagotable de recursos, diciéndose unos a otros:


—Vayamos al señor Dalmacio.


Y tanto repitió el pueblo el nombre de su bienhechor que fue pronto uno de los más conocidos y admirados entre las gentes de la capital. No se crea sin embargo, que el nuevo monje ambicionaba el bullicio de la popularidad y de las glorias mundanas. Apreciaba mucho más la soledad del claustro y en ella permanecía, entregado con fervoroso entusiasmo a la oración y al trabajo de la propia perfección.


Muy diferente del suyo era el carácter de su maestro. No contento con aclimatar la vida religiosa en las riberas del Bosforo, imprimió en la capital un admirable impulso hacia el monaquismo que ya nunca había de disminuir. Mientras Dalmacio y su hijo Fausto vivían en el retiro más completo, prodigábase Isaac en el exterior, e impulsado por un celo ardiente, establecía nuevas casas religiosas, que luego visitaba con frecuencia.


La vida de oración, austeridades, ayunos y toda suerte de mortificaciones a que Dalmacio se había entregado, era tan rigurosa que, a no mediar la gracia, fuérale imposible sostenerse en ella. Aconteció que un año, durante el episcopado de Ático (406-425), el piadoso monje pasó la Cuaresma entera sin probar bocado, hasta el día de Jueves Santo en el que, luego de asistir a la Liturgia y de comulgar, consintió en tomar un leve refrigerio.


Aunque con las fuerzas agotadas, aún permaneció cuarenta y tres días más recostado sobre el pobre camastro que le servía de lecho, musitando rezos a veces y adormecido otras, notándosele apenas una ligera respiración por la que delataba estar aún en vida. Finalmente, en el día de la Ascensión, llegóse Isaac a él para decirle: «¿H asta cuándo piensas dormir, Dalmacio? Paréceme que ya te habrás repuesto suficientemente. Vamos, levántate».


Incorporóse algo Dalmacio al oír a su superior y respondió:


—Padre, nuestros Hermanos han acabado ahora el canto de Tercia.


— ¿Cómo puedes estar tan enterado? ¿Dónde te hallabas?


—Aquí, pero antes he asistido a la Liturgia en la iglesia de los Macabeos.


— ¿Y cómo puedes demostrarme que te encontrabas allí?


— Estaba yo en la segunda fila, cerca del trono patriarcal. También he visto a tres monjes nuestros que asistían a los oficios en la misma iglesia.


Isaac convocó en seguida a toda la comunidad, y resultó que en efecto tres Hermanos habían asistido a misa en la iglesia de los Macabeos, y habían ocupado precisamente el lugar señalado por Dalmacio.


La fama de este hecho maravilloso, bastó para denunciar la santidad del humilde religioso de manera que hasta los personajes más eminentes desearon conversar con él para admirar más de cerca sus virtudes. El patriarca Ático y aun el mismo emperador le visitaban en su pobre celda sin que por ello manifestase el humilde religioso emoción alguna, ni cambiase en nada su norma de vida. No ha de maravillar que al morir Isaac, fuese elegido Dalmacio para sucederle en el cargo.


Parece natural que al encargarse de la dirección del Monasterio y aceptar el sacerdocio de manos del patriarca, continuara igualmente las obras externas de San Isaac y se convirtiese en el jefe activo del monaquismo bizantino. Pero no fue así. Aficionado a su retiro, jamás consintió en abandonarlo ni en franquear la puerta de su convento. Con este riguroso ejemplo quería inculcar, en sus religiosos una estima profundísima de la clausura monacal, salvaguarda del recogimiento interior, y estímulo del espíritu conventual en su verdadero significado.


Cierto día en que un temblor de tierra sumió a la capital en el mayor espanto, aterrorizadas las muchedumbres, organizaron en seguida una de esas procesiones solemnes que tan bien cuadraban con la exhuberancia de su piedad, mas a despecho de todos los ruegos, Dalmacio permaneció encerrado en su celda. Ni siquiera quiso atender las súplicas de Teodosio II que en otra ocasión se había llegado a él en persona para rogarle saliese de su retiro.


Unánimemente declaran todos los historiadores de la vida del santo monje, que desde su ingreso en el convento, en el año 383, hasta 431 en que se celebró el Concilio de Éfeso, es decir, en el espacio de cuarenta y ocho años, ni una sola vez salió del recinto de su monasterio. Ello no le impedía, sin embargo, el ocuparse de asuntos temporales que sometían a su criterio, de procesos cuyo fallo le encomendaban y de multitud de consultas que se le hacían por toda clase de gentes.


Defensa del Concilio de Éfeso


El Concilio de Éfeso, presidido por San Cirilo de Alejandría, había condenado los errores de la doctrina de Nestorio, pero, debido a la precipitación un tanto apasionada que apreciaron en el examen de esta causa, los delegados imperiales y de ellos principalmente el conde Candiano, se opusieron resueltamente a la ejecución de la sentencia. Incluso llegaron a establecer una vigilancia tan estrecha en torno de Cirilo y de sus partidarios, que se vieron en la imposibilidad de escribir al emperador y a la Iglesia de Constantinopla para informarles de lo ocurrido.


Sabedor Teodosio, por medio de su representante oficial, de las irregularidades de forma habidas en la tramitación de la causa y de que San Cirilo no había aguardado la llegada del episcopado sirio ni la de los delegados del Papa, no se atrevía a aprobar las Actas del Concilo. Más aún, había hecho redactar una caita desfavorable en absoluto a los adversarios de Nestorio, y antes de cursarla a Éfeso, fuese a mostrarla a Dalmacio para conocer su opinión respecto a las proposiciones en ella contenidas.


Rogó el Santo al emperador que escribiese a los Padres del Concilio en términos más favorables y le señaló los retoques que convenía hacer. Consintió en ello Teodosio y, redactada nuevamente la carta, hízola llevar al santo monje. Tampoco satisfizo a Dalmacio la nueva forma del escrito; mas, para evitar al emperador la molestia de venir a verle, dirigióle un memorial en el que expuso cuantas modificaciones juzgó indis­pensables para que se dirigiera por ellas.


Desgraciadamente los delegados imperiales estaban ganados para la causa de los adversarios de San Cirilo y no entregaron al soberano las notas de Dalmacio. Así es que la carta en que el emperador reprobaba lo hecho por el Concilio, fue expedida a Éfeso sin enmiendas ni atenuaciones.


Casi al mismo tiempo, llegaron también a Éfeso los legados del Sumo Pontífice y se declararon francamente en favor de San Cirilo y de su Sínodo. Con ello se normalizó la situación de los conciliares, lo cual les permitió llevar a buen término la obra que habían emprendido. Desde el día 31 de julio pudieron celebrar todas las sesiones del Concilio y promulgar libremente los correspondientes cánones.


No era, sin embargo, cosa fácil el informar a la corte ni a la Iglesia de Constantinopla, ya que los amigos de Nestorio y más aún los del episcopado sirio, se organizaron en guardia permanente en la capital para no dejar circular más noticias que las favorables a su causa.


A pesar de estos cuidados, llegó a Constantinopla cierto mendigo, portador, en un bastón hueco, de una carta que San Cirilo escribía a Dalmacio y en la cual le describía con vivos colores la tiranía que el conde Candidiano y el episcopado sirio ejercían sobre el legítimo Concilio, y solicitábale licencia para enviar al emperador una diputación de obispos que expusiera ante él la situación.


Ya queda dicho que en el espacio de cuarenta y ocho años, y a pesar de las muchas instancias que se le hicieron, jamás consintió Dalmacio en abandonar la querida soledad de su monasterio. Pero el bien general de la Iglesia hablaba ahora con más elocuencia que sus propios deseos de tranquilidad. Parecióle, como cuenta él mismo, oír una voz del Cielo que le ordenaba salvase a la Iglesia, y al frente de sus religiosos se dirigió al palacio imperial.


Los conventos, ante una noticia tan insólita, organizaron en seguida grandiosa procesión de monjes que, guiados por sus abades y archimandritas y cantando himnos, acudió a presencia del emperador. Imponente muchedumbre de pueblo seguía detrás. Teodosio II, que profesaba a Dalmacio grande aprecio y veneración, le dispensó excelente acogida. Sorprendido al verle recorrer las calles de la capital, siendo así que él mismo en persona jamás había logrado decidirle a abandonar su amada celda, salió a su encuentro y lo introdujo en su palacio, mientras la multitud de archimandritas, monjes y fieles esperaban ante la puerta entonando cánticos religiosos.


El emperador leyó la carta recibida de Éfeso, inquirió algunos pormenores complementarios y no puso dificultad en admitir a su presencia a los representantes de San Cirilo.


Inicióse entonces entre el soberano y el recluso el siguiente diálogo, que nos relata el propio Dalmacio y que ha conservado la historia:


— Si tal es —dijo Teodosio— , no veo difícil la solución, que venga una representación de obispos del Concilio para entrevistarse conmigo.


— A ninguno de ellos se le autoriza. — ¿Por qué? Nadie lo impide.


— Sí que lo impiden, puesto que los detienen y les imposibilitan el venir. Los de la fracción de Nestorio van y vienen y se mueven libremente, mas no así los Padres del Concilio, a ninguno de los cuales se le consiente acudir a Vuestra Piedad para informarle de lo que se hace.


El santo abad prosigue de este modo el relato de la audiencia imperial: «Le he dicho, además, en presencia de todos, para sostener el partido de Cirilo: «¿Qué preferís? Oír la voz de 6.000 obispos, o la de un solo impío?». He dicho 6.000, teniendo en cuenta los que dependen de los metropolitanos y con intención de alcanzar una orden para que puedan venir algunos obispos a explicar lo ocurrido. El emperador me ha dado esta respuesta- «Bien habéis hablado. Rogad por mí». Y ha accedido a la justa demanda».


Apenas hubo salido Dalmacio de la estancia imperial, cuando impacientes los monjes y el pueblo por saber el resultado de sus gestiones ante el soberano, preguntáronle con grandes voces cuál había sido la respuesta de Teodosio. Contestó aquél que fueran a la iglesia de San Mocio, situada próxima a la cisterna llamada hoy Chukur-Bostán y que allí les daría cuenta de su misión.


Allí se encaminaron los archimandritas con los monjes y con todo el pueblo en masa y Dalmacio leyó desde la tribuna la Carta llegada de Éfeso y dio a conocer los pormenores de su entrevista con el emperador. La multitud, transportada de júbilo, clamó a grandes voces: «¡Anatema sea a Nestorio!» Seguida­mente todos se retiraron en paz.


Gracias a la enérgica firmeza del santo monje y a su oportuna intervención, la causa de la ortodoxia había triunfado definitivamente en la capital del imperio. Con ello se aseguraba la paz interior, se abría ancho campo a la expansión de la verdad ortodoxa y podían los pastores de la Iglesia atender libremente al cuidado de su grey. Todos reconocían y admiraban a nuestro Santo como al sostén principal de aquella situación.


Nuevamente hubo de intervenir Dalmacio en la corte, a petición del Concilio, en favor de San Cirilo de Alejandría, de Memnón obispo de Éfeso y de sus amigos; mas esta vez lo hizo por escrito.


En su carta, que data probablemente del 13 de agosto de 431, aseguraba al Concilio que seguiría correspondiendo a sus deseos y que había realizado ya determinadas gestiones en defensa de los conciliares.


En otra carta, reconocía el Concilio que sólo a Dalmacio se debía el haber podido descubrir la verdad al emperador, y le rogaba que prosiguiese sus gestiones hasta lograr poner término a todas las dificultades. En esta carta se confería al monasterio fundado por San Isaac, derecho de preeminencia y supremacía sobre todas las casas religiosas de la capital. Otros documentos dan fe de la enorme influencia que Dalmacio ejercía en el imperio.


En el año 433 el arcediano de Alejandría solicitaba que se hiciese intervenir al Santo cerca de Teodosio II para alcanzar que fuera borrado definitivamente de los dípticos el nombre de Nestorio. También el patriarca San Proclo habla de él en términos precisos y muy elocuentes en carta particular dirigida a Juan de Antioquía.


Este es el último documento que menciona a Dalmacio en vida y como, al parecer, se escribió en el año 437, da pie para señalar como fecha aproximada de la muerte del ilustre archimandrita, los alrededores del 440. El patriarca San Proclo presidió sus funerales. Su hijo, San Fausto, continuó dirigiendo con celo y fruto el monasterio de Isaac. La Iglesia bizantina menciona a San Fausto y a San Isaac en el mismo día 3 de agosto en que se celebra al fiesta de San Dalmacio.


LECTURAS


Gál 5,22-26;6,1-2: Hermanos, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí. Contra estas cosas no hay ley. Y los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con las pasiones y los deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu. No seamos vanidosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros. Hermanos, incluso en el caso de que alguien sea sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidlo con espíritu de mansedumbre; pero vigílate a ti mismo, no sea que también tú seas tentado. Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo.



Fuente: proyectoemaus.com / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española