31/08 - Cipriano el Hieromártir y Obispo de Cartago


Su nombre completo era Tascio Cecilio Cipriano y nació en Cartago, en el norte de África en el año 210 en el seno de una familia pagana muy rica, por lo que recibió una buena educación llegando a ser un maestro muy brillante en su propia ciudad natal. Como estaba relacionado con los ambientes aristocráticos, llevó una vida disipada y reprobable hasta que con más de treinta años de edad, por razones desconocidas, experimentó una importante crisis espiritual. El mismo nos lo cuenta: “Cuando estaba en las tinieblas y en la noche más profunda, cuando me balanceaba de aquí para allá en el mar borrascoso del mundo, sin conocer cual era el propósito de mi propia vida, lejos de la verdad y de la luz, sumido en mi miseria moral, parecía inalcanzable que la gracia del Señor me prometía mi propia salvación” (Ad Donatum de gratia Dei, 3, 4).


El mayor obstáculo para su conversión fue de orden moral: “¿Cómo es posible una transformación tan radical, cómo se hace para dejar todo aquello en que ha crecido conmigo y con el tiempo se ha convertido en una segunda naturaleza?”. Pero estando en esta tesitura fue orientado por el presbítero Ceciliano al que siempre profesó una profunda veneración “considerándolo no ya como un amigo, sino como un padre que me ha dado una nueva vida”. Se convirtió al cristianismo entre los años 245-248, se bautizó y llevó a la práctica los preceptos evangélicos, vendiendo gran parte de sus bienes patrimoniales para repartirlo entre los pobres, dedicándose apasionadamente al estudio de las Sagradas Escrituras y de las obras de Tertuliano, que influyeron posteriormente en su estilo y en su pensamiento.


En el mismo año 248 fue ordenado de sacerdote y solo un año después, al morir el obispo Donato de Cartago, fue llamado a sucederle por aclamación popular, pues los pobres recordaban su caridad. No obstante, la aversión hacia él de cinco presbíteros envidiosos por su riqueza, su talento y su diplomacia, le persiguió durante todo su pontificado.


Su ferviente actividad pastoral, siempre volcado hacia los pobres y los abandonados, su resolución para transformar algunas perniciosas costumbres y su defensa de la virginidad, hicieron que durante la persecución del emperador Decio fuera arrestado. Hasta entonces, los cristianos del norte de África habían vivido relativamente tranquilos, pero en el año 250, el emperador publicó un edicto que acababa con casi aquellos treinta años de tregua.


Muchos cristianos, por miedo, renegaron de su fe y el obispo Cipriano, fue buscado por una multitud de paganos a fin de echarlo a los leones. Cipriano no se dejó prender a fin de no abandonar a su Iglesia de Cartago que estaba convulsa por las deserciones y así, por inspiración divina y aconsejado por algunos amigos, huyó buscando un refugio cercano a la ciudad desde el cual mantuvo una asidua correspondencia con su comunidad y con su clero, exhortándolos a perseverar en la fe y sugiriéndoles asistieran a los arrestados siendo prudentes para no poner en peligro a la iglesia local. Se conservan una veintena de estas cartas. Pero estos cinco presbíteros díscolos se encargaron de promover la discordia diciendo que Cipriano había huido debido a su cobardía e infidelidad a su Iglesia, haciendo llegar estos bulos hasta la mismísima Roma y consiguiendo que desde esta se enviara una carta a Cipriano desaprobando su actuación. Cipriano respondió a esta carta explicando los motivos de su actuación, aclarando que no había abandonado a su pueblo y que estaba en permanente contacto a través de un diácono que le servía de intermediario.


Pero aun más grave fue la cuestión de los “lapsi”, es decir, de los cristianos renegados que posteriormente regresaron a la fe, permaneciendo en el interior de la propia comunidad cristiana de Cartago. Los cinco presbíteros opositores, capitaneados por Novato y ayudados por el rico Felicísimo, además de incitar a los fieles contra su obispo, sostenían que era suficiente la recomendación de “un confesor” para que un renegado fuera readmitido a la comunidad cristiana. Eso permitió que ellos mismos readmitieran en la iglesia a muchos “lapsi” que realmente no estaban arrepentidos de haber renegado de su fe. Contra este movimiento que atacaba en su propia base la autoridad del obispo, Cipriano reaccionó con firmeza excomulgando a los rebeldes salvo en caso de muerte; en respuesta, estos eligieron a un nuevo obispo en la persona de un tal Fortunato, enviando a Novato a Roma a fin de atraerse al clero romano hacia su propia causa. Había surgido el cisma, pues el propio Novato, que solo era sacerdote, durante la ausencia de San Cipriano, había ordenado de diácono al rico Felicísimo que tanto les había ayudado.


También en Roma, por esta misma cuestión de los “lapsi” estalló un cisma incitado por Novaciano que había sido elegido en contraposición al Papa San Cornelio. Entretanto, después de catorce meses de ausencia, Cipriano regresó a Cartago, reunió un concilio de de unos setenta obispos norteafricanos en el cual estableció las normas a seguir para la readmisión de los “lapsi”, graduando el tiempo y la forma de penitencia a la que debería someterse personalmente cada uno según fuera la gravedad de su culpa. El concilio apoyó a Cipriano y condenó a Felicísimo. Los “libellatici”, que eran los cristianos que habían obedecido al emperador, podrían recibir la comunión pero después de un período de prueba y los “sacrificati”, o sea, los que habían ofrecido sacrificios a los dioses, sólo serían perdonados si estaban en peligro de muerte. Los clérigos rebeldes fueron depuestos.


San Cipriano, en su obra “De Lapsi”, cap.4, llega a decir: “Tengo el corazón destrozado y no puedo calmar mi dolor ni mi salud personal porque las heridas de mi grey son más profundas que las heridas del pastor. Yo uno mi corazón al corazón de cada uno y en la tristeza, me siento oprimido por un cúmulo de afanes. Junto con mis hermanos abatidos me siento también postrado”.


Las disposiciones del concilio cartaginés, fueron aprobadas por Roma, donde había ocurrido algo parecido y se habían tomado las mismas medidas, aunque, sin embargo, Cipriano tuvo que seguir luchando contra las insidias de sus adversarios, combatiendo a los cismáticos no sólo en África, sino también en Hispania y en las Galias. Poco a poco, los escritos de Cipriano fueron tomando fuerza y sus oponentes la fueron perdiendo.


Su prestigio fue creciendo porque su actividad asistencial y pastoral fue en aumento como consecuencia de una serie de desastres que azotaron tanto a su diócesis como al resto del norte de África, especialmente la hambruna. Los bárbaros invadieron Numidia deportando en masa a la población por lo que ocho obispos africanos solicitaron la ayuda de Cipriano, el cual les envió doscientos mil sestercios recogidos en una colecta. Asimismo, entre el 252 y 254, África fue devastada por la peste, invadiendo los pueblos y aterrorizando a las gentes y ante todas estas desgracias, Cipriano no se limitó a inculcar el sentido de la caridad entre sus fieles, sino que los animó a atender las necesidades de los desamparados, organizándolos con diligencia y solidaridad, requiriendo de cada uno según sus aptitudes y condición social y sin hacer distinción entre los necesitados, ya fueran cristianos o paganos.


Y para colmo se cernía la amenaza de una nueva persecución por parte del emperador Treboniano Gallo, el cual, para combatir la peste – que creía era un castigo divino – ordenó que todos los habitantes de su imperio ofrecieran sacrificios a los dioses. En Cartago, la ausencia del obispo en estas ceremonias suscitó violentas protestas entre los paganos, pero volvió pronto la calma.


En Roma, al Papa San Cornelio le sucedió San Lucio I y a este, San Esteban I, el cual se enfrentó con San Cipriano, intentando imponerle que la Iglesia de Roma no solo tenía una autoridad moral sobre todas las Iglesias, sino también una autoridad jurídica. Esto hizo que las Iglesias africanas rompieran con Roma hasta que murió el Papa San Esteban I. San Esteban, basándose en el texto evangélico de Mateo, 16, 13-20, quería imponer sus argumentos, pero San Cipriano le respondió que de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, todos los obispos eran iguales y cada uno de ellos encarnaba en su diócesis la figura de San Pedro. Esta posición fue respaldada por todos los obispos africanos y los del Asia Menor.


A principios del año 255 se inició una nueva controversia que llegó a asumir tonos muy dramáticos. Un laico llamado Magno, propuso a Cipriano la cuestión de si los que habían sido bautizados por sacerdotes cismáticos, debían ser rebautizados. San Cipriano respondió reiterando el uso de la Iglesia africana que no consideraba válido el sacramento administrado por un hereje y en esto también chocó con el Papa San Esteban I que mantenía la tesis contraria siempre que el bautismo hubiera sido administrado en el nombre de las Tres Divinas Personas. Cipriano consideraba que fuera de la Iglesia no podía haber verdadero bautismo, luego los bautismo administrados por herejes, eran nulos, aunque cuando un clérigo hereje había sido bautizado perteneciendo a la Iglesia y después de haberla dejado, haciendo penitencia deseaba volver a su redil no los rebautizaba.


Esta postura romana no gustó a dieciocho obispos de Numidia, que quedaron perplejos por el uso romano de admitir a los bautizados por sacerdotes herejes con una simple imposición de manos y unción con óleo, por lo que sometieron sus dudas al concilio cartaginés. Después de legitimar la usanza africana, el concilio de los setenta obispos celebrado en Cartago en mayo del 256, aprobó por unanimidad una resolución en tal sentido y se la comunicó al Papa San Esteban, afirmándole que el episcopado africano no intentaba imponer a nadie su modo de juzgar, pero que tampoco aceptada de nadie que intentara cambiar sus normas. Los obispos africanos se alineaban con Cipriano, entre ellos, el poderoso Firmiliano, que era obispo de Cesarea Maritima. El Papa Esteban escribió a Cipriano reiterando la supremacía de Roma y amenazándolo con la excomunión, pero éste le contestó que la autoridad del obispo de Roma tenía que estar coordinada con la suya, pero que no era superior. Los ánimos se calmaron al intervenir el obispo Dionisio de Alejandría como moderador entre ambos.


San Esteban I murió mártir el 2 de agosto del año 257 y el mismo mes comenzó la persecución de Valeriano contra los cristianos. San Cipriano preparó a sus fieles con su “De exhortatione martyrii”, pero el 30 de agosto, como consecuencia de este edicto imperial, San Cipriano fue interrogado por el procónsul Aspasio Paterno negándose a ofrecer sacrificios a los dioses, por lo que fue desterrado a Curubios, un lugar no demasiado lejos de Cartago. Allí, aunque angustiado por no estar con sus fieles, llevó una vida relativamente tranquila, fue confortado por la cordialidad de los habitantes del lugar y por las frecuentes visitas de algunos cristianos cartagineses y aun de su amigo el diácono Poncio, que es quién escribió su primera biografía. En Curubios, siguió escribiendo y después de un año de exilio, el nuevo procónsul Galerio Máximo, le ordenó volver a Cartago. Allí se encontró con la noticia de un nuevo edicto imperial que imponía la pena de muerte contra los cristianos. Especialmente, se puso en el punto de mira a los cristianos más destacados, entre ellos a los obispos, presbíteros, diáconos y seglares más influyentes.


Cipriano se dio cuenta rápidamente de la gravedad de la situación sobre todo cuando se enteró de que en Roma había sido martirizado el Papa San Sixto II, sucesor del Papa San Esteban I. El 13 de septiembre, San Cipriano fue conducido a la villa del magistrado Galerio, pero este estaba indispuesto por lo que la audiencia fue pospuesta al día siguiente. Durante la noche estuvo detenido en las dependencias de un oficial en torno a la cual se agolpó un numeroso grupo de cristianos. El interrogatorio del 14 de septiembre se desarrolló en la sala de audiencias del procónsul: le propusieron sacrificar a los dioses, él se negó rotundamente por lo que fue condenado a morir decapitado. Él respondió: “Dios mío, te doy las gracias”.


El relato de la ejecución es descrito minuciosamente por su amigo Poncio: “Cipriano fue conducido al campo de Sexto y le quitaron el manto. Allí se arrodilló sobre la tierra postrándose ante el Señor en profunda oración. Se despojó de su dalmática que entregó a unos diáconos, se quedó con la túnica de lino y se dispuso a esperar al verdugo. Habiendo llegado éste le pagaron veinticinco monedas de oro. Los hermanos arrojaron alrededor suyo pañuelos y servilletas y él, voluntariamente, se vendó los ojos y al no poderse atar las muñecas, el presbítero Julián y un subdiácono le ayudaron. Así, el bienaventurado Cipriano sufrió el martirio”. Los cristianos recogieron el cuerpo y le dieron sepultura en una localidad situada en la vía Messaliense.


Terminadas las persecuciones, cercano al lugar del martirio fueron construidas varias iglesias, que fueron destruidas por los vándalos. El emperador Carlomagno trasladó sus reliquias a Francia estando distribuidas entre varias ciudades francesas, belgas y Venecia, aunque la mayor parte de las mismas se encuentra en la Abadía de Compiègne.


El aniversario de la muerte del santo obispo mártir comenzó pronto a celebrarse no solo en Cartago, sino en toda África, Roma, Constantinopla, las Galias e Hispania. Su intensa vida, su dedicación a su grey y su muerte gloriosa hicieron que su culto se propagara rápidamente. En Cartago se le construyeron tres basílicas: una sobre el lugar del martirio, otra sobre su tumba y una tercera cercana al puerto.


Escritos


Los escritos de San Cipriano de Cartago han tenido siempre como objetivo precisar la doctrina, corregir los errores, promover las virtudes y dirimir algunas controversias en determinadas ocasiones. Sus obras se pueden dividir en cuatro grupos: dogmáticas, apologéticas, morales y cartas.


Obras dogmáticas


“Testimonia ad Quirinum”, escrita en el año 248 es una antología recopilada, realizada a petición de un amigo, que incluye pasajes de las Sagradas Escrituras directamente contra los judíos y normas para inculcar a los cristianos la observancia de los preceptos morales.


“De lapsis”, escrita en el año 251 que es un vivo retrato de las costumbres relajantes de los cristianos frente a las persecuciones aunque al mismo tiempo describe algunos episodios de heroísmo; en ella polemiza duramente contra sus adversarios religiosos y recomienda a los fieles tener la máxima cautela a la hora de readmitir a quienes hubieran apostatados y posteriormente mostraran arrepentimiento, aunque siempre dando esperanzas a los verdaderamente arrepentidos.


“De catholicae ecclesiae unitate”, escrita en el mismo año y presentada ante el primer concilio de Cartago sobre la cuestión de los “lapsi”. En esta obra defiende que la Iglesia construida por Cristo es solo Una y está fundamentada sobre Pedro, aunque manteniendo que cada obispo representa a Pedro en su diócesis; en esta obra también defiende que fuera de la Iglesia no existe salvación.


Obras apologéticas


“Ad Donatum”, escrita en el 246, es una autobiografía escrita para un amigo. En ella habla sobre la corrupción pagana – que él dice contemplar desde la cima de una montaña imaginaria -, exaltando las ventajas y la gloria que tiene la conversión a la fe en Cristo, haciendo uso en esta obra, de una retórica convencional pero con ciertos arrebatos de entusiasmo y de ternura.


“Ad Demetrianum”, escrita en el año 252; en ella hace elucubraciones sobre las eternas transformaciones de la naturaleza intentando demostrar, contra Demetriano, que los cristianos no son los responsables de las calamidades naturales que ocurrían en aquella época, como por ejemplo, la peste. Esas calamidades eran causadas o bien por los malos hábitos de higiene o por la incredulidad e inmoralidad de los paganos.


“Ad Fortunatum”, escrita en el 257 y que es una recopilación de textos bíblicos redactada a petición del obispo Fortunato con la intención de ilustrar a los cristianos acerca de cuales son sus obligaciones y para estimularlos a permanecer en la fe en tiempos de persecuciones.


“Quod idola dii non sint”, escrita en el 246 y en la que contrapone la mendacidad de los dioses falsos con la eternidad del verdadero Dios.


Obras morales


“De habitu virginum”, del 249, que es una instrucción pastoral dirigida a las vírgenes, distinguiendo perfectamente entre obligaciones y consejos y en la que las invita a llevar una vida de mortificación, a no buscar la gloria mundana, ni las riquezas, aconsejándolas que no busquen ni el esplendor en las vestimentas ni el refinamiento y embellecimiento excesivo del cuerpo.


“De dominica oratione”, escrita en el año 252, que es un sermón inspirado en Tertuliano y que escribió con el fin de que se pronunciara ante los catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo: se trata de un comentario a la oración del “Padre nuestro”, que es precedido de algunas consideraciones sobre la necesidad de la oración y sobre las excelencias de las enseñanzas de Cristo.


“De mortalitate”, escrita entre los años 252-253, que es una exhortación a los cristianos para que venzan el desaliento producido por el espectáculo de la desolación y de muerte debido a las epidemias de peste; para los cristianos, la muerte es ganancia porque cambian los bienes terrenales por los eternos.


Las cartas


Se conservan ochenta y una cartas escritas por San Cipriano de Cartago. Dieciséis de ellas fueron escritas entre los años 248-258 constituyendo la parte más rica de su producción literaria. Son apuntes dogmáticos, éticos, ascéticos y biográficos y en ellas compagina una fusión muy singular entre su vigor autoritario y su bondad comprensiva; ambas, caracterizaban su ánimo y su actitud. El vivo sentido de la disciplina, de la jerarquía y de la unidad de la Iglesia, la prudencia que se ha de tener contra los excesos de deseos por conseguir el martirio, la defensa de las prerrogativas episcopales, la dulzura en el consuelo a los que están encarcelados y con los que sufren, la intensidad de la fe en la contemplación de las promesas divinas y del premio que se obtendrá después de la muerte… Todo esto, confiere a estas cartas un gran valor como documento humano y pastoral de primerísimo orden. Algunas de estas cartas, por su contenido y por su estilo, son bellísimas.


La doctrina de San Cipriano de Cartago


El pensamiento de San Cipriano no tiene mucha importancia en el campo teológico y dogmático, ya sea por su forma un tanto desordenada a la hora de escribir, como porque hacia prevalecer sobre todo, los intereses éticos y apologéticos, pero vale la pena prestar atención a una idea central que prevalece en toda su obra: la unidad de la Iglesia y el amor hacia ella: “No se puede tener a Dios por Padre, si no se tiene a la Iglesia por Madre” (De catholicae ecclesiae unitate). Para él, la base de la unidad de la Iglesia es su unión con la Cátedra de Pedro, reconociendo el Primado de Roma y eso lo piensa y enseña aun en la época en que tuvo “sus más y sus menos” con el Papa San Esteban I (recordar el artículo anterior). El dice en esta obra: “Sobre Pedro está edificada la Iglesia y le ha sido confiada las ovejas a pastorear y aunque a todos los apóstoles les fue concedido el mismo poder, fue establecida una sola Cátedra y se determinó que su autoridad es el origen y la naturaleza de la unidad. Es cierto que como Pedro son todos los demás, pero el Primado ha sido dado a Pedro, existiendo una sola piedra y una sola Cátedra. Todos somos pastores, pero hay una sola grey que debe ser pastoreada por todos los apóstoles con un consenso unánime. Quién no conserva esta unidad, ¿puede mantener la fe? El que abandona la Cátedra de Pedro sobre la cual está fundada la Iglesia, ¿pretende pertenecer a la Iglesia?”.


En su carta número 59, cuando habla de los cismáticos que fueron a Roma para patrocinar su causa en contra de él – recordar el artículo anterior -, San Cipriano afirma: “Ellos osaron cruzar el mar para acercarse a la sede de Pedro, que es la iglesia principal de donde sale la unidad entre los obispos”. El dice que “las iglesias locales son las ramas de un solo árbol cuyo tronco es la Iglesia de Roma, que es para las otras iglesias, lo que Pedro es para el resto de los apóstoles”.


Sobre la base de estas afirmaciones de Unidad, él combatió las intrigas y la envidia, los celos y las discordias entre los fieles y sus obispos, afirmando que aun en las acciones más hermosas, como por ejemplo el martirio, si no hay unidad, no sirven para nada. Hay que salvaguardar siempre la unidad entre los obispos y los fieles porque esta es la mayor prueba de que se está dentro de la ortodoxia. La unidad es para él un imperativo de la acción pastoral del obispo: “Esta unidad debemos conservarla con decisión y de modo muy particular, nosotros los obispos que formamos el gobierno de la Iglesia y que tenemos que demostrar que el episcopado en su conjunto es uno e indivisible. Uno es el episcopado del que cada uno de nosotros y de forma conjunta y solidaria, tenemos una parte”.


San Cipriano destaca la figura del obispo dentro de su diócesis, pero la actitud de independencia del episcopado africano contra Roma con ocasión de la controversia sobre el bautismo, parece que agrieta su concepto de la unidad de la Iglesia y su reconocimiento del Primado de Pedro. Sin embargo, él solo se definió simplemente como alguien que apoyaba fundamentalmente el papel de cada obispo en su diócesis, como representante legítimo de los apóstoles, que tenían que estar unidos a Roma en la fe, pero que eso no le daba derecho a Roma para que impusiera sus criterios sin más ni más. Cuando sobre el tema del bautismo se opone a Roma, lo hizo de buena fe y apoyado por todo el episcopado africano, aunque es verdad que estuvo al borde de la herejía y se expuso a la excomunión. Pensando lo que él pensaba sobre la unidad de la Iglesia, en su cabeza no entraba el que un hereje, que estaba fuera de esa unidad eclesial pudiese bautizar. El dice textualmente: “El bautismo es Uno, como el Espíritu Santo es Uno y la Iglesia es Una. Nosotros no rebautizamos, nosotros bautizamos a aquellos que vienen de la herejía, ya que ellos no han podido recibir absolutamente nada de quienes son herejes”.


El prestigio de San Cipriano de Cartago fue enorme tanto en la antigüedad como en la Edad Media. Han sido muchos quienes a lo largo de la historia, han alabado su oratoria, entre ellos San Jerónimo e incluso quienes han pretendido aprovecharse de este prestigio, como por ejemplo, cuando en el Segundo Concilio de Constantinopla, celebrado en el año 553, los macedonianos presentaron el “De Trinitate” de Novaciano como si fuese una obra de San Cipriano a fin de valerse del prestigio de este para que fuese valorada aquella obra.


Antonio Barrero Avilés



Fuente: https://www.facebook.com/profile.php?id=100090028757223

Adaptación propia