Ananías se encuentra entre los más valientes -y también entre los más determinados -de todos los santos, y desempeñó un papel fundamental ayudando a San Pablo a asentar los fundamentos de la Iglesia primitiva.
Estuvo destinado a servir como primer Obispo de Damasco, y también a perecer bajo las piedras arrojadas sobre él por los enemigos de la Cristiandad.
Su martirio ocurrió en una oscura ciudad Palestina llamada Eleuterópolis cuando este santo apóstol (uno de los Setenta) se negó a dejar de predicar el Santo Evangelio de Jesucristo. Fue una muerte agonizante, por supuesto, pero, antes de que aconteciera, San Ananías se las arregló para cumplir su destino como esforzado Obispo que bautizaría a Saulo en la fe (el que luego llegaría a ser el Apóstol San Pablo) (Hechos 9, 10-17).
Bautizar al gran discípulo y evangelizador Pablo (luego de su llegada a Damasco) fue un servicio inmensamente importante para el Santo Evangelio; pero esa no fue la única ocasión en la que Ananías se puso en pie para ayudar a su gran amigo y compañero. En otra ocasión en Damasco, después de que San Pablo hubiera estado predicando en la Sinagoga que Jesucristo era el Hijo de Dios y el Redentor del mundo, un grupo de judíos enojados decidieron que ya habían escuchado demasiado e idearon un plan para asesinar al gran maestro. Dirigidos por Ananías, un ingenioso grupo de cristianos en Damasco frustraron el pérfido plan haciéndolo descender con una cuerda, oculto en una canasta, por las murallas de la ciudad. Una vez seguro en las afueras de la ciudad, San Pablo reinició su ardiente predicación sin temor a las represalias de los enojados asistentes de la sinagoga.
La historia de este resuelto mártir (cuyo nombre significa “Dios es clemente”) terminó trágicamente bajo el reinado del Gobernador Romano Luciano, pero el legado que dejó fue todo menos triste. Con haber conseguido el bautizo de uno de los más perspicaces pensadores y escritores de la Cristiandad (hecho que ocurrió alrededor del año 36) San Ananías ayudó a cumplir el santo Plan de Dios para la humanidad.
Como les sucede frecuentemente a aquellos que han sido llamados por Dios, este maestro de noble corazón y curador de los enfermos recibió su tarea más importante –la tarea de devolverle la visión a San Pablo, así como la de bautizarlo- durante una aparición mística en la cual el Todopoderoso lo llamó a administrar el sacramento al antes brutal opresor de los Cristianos.
San Ananías hizo exactamente lo que le había sido instruido por Dios Todopoderoso, y luego se alejó de Damasco para evangelizar en la región de Eleuterópolis, no muy lejos de Jerusalén, donde maravilló a sus ciudadanos con las muchas curas milagrosas que realizó. Sin embargo pronto chocó con el Gobernador, que adoraba a ídolos paganos y cuyo odio creciente hacia los cristianos se puede ver claramente en el decreto que publicó a lo largo de la Provincia Romana: “Ordenamos que, si alguno es encontrado invocando el nombre de Cristo y adora al Crucificado, será entregado a crueles torturas. Sin embargo, si renuncia a Cristo y ofrece sacrificios a los dioses inmortales, le serán asegurados regalos y honores de nuestra parte.”
Luciano, al enterarse de que el celoso discípulo era reconocido como predicador Cristiano, respondió, como era de esperar, ordenándole que ofreciera sacrificios a los ídolos. Por supuesto, San Ananías se negó, y Luciano lo hizo torturar. Inmediatamente se le aplicaron métodos violentos y severos, pero el evangelizador no cedería. Mientras más era castigado, más alto proclamaba, de acuerdo con testimonio de historiadores de esa época: “No reverenciaré dioses falsos, ya que yo adoro al único y verdadero Dios: mi Señor Jesucristo. Yo lo he tenido a Él delante de mis ojos y he conversado con Él con mis labios, no solo cuando caminó en la tierra como hombre, sino también después de su Ascensión a los cielos. Pues Él se me apareció cuando yo estaba en Damasco y me envió a sanar a Saulo, quien por Su maravilloso poder y sabiduría transformó su conocimiento de la verdad. Él nos ha salvado de las manos de los demonios y nos ha guiado hacia su Padre; por ello lo adoro a Él y no a los demonios, que buscan destruir toda la raza humana.”
Sus torturadores, frustrados y enojados por ese piadoso discurso, en un arranque de desesperación le arrancaron las manos y luego lo llevaron a las afueras de la ciudad, donde lo apedrearon hasta la muerte. Sin embargo el valiente Ananías, antes de que se llevara a cabo la sentencia, explotó en una elocuente y espontánea oración: “Señor Jesucristo, Hijo del Bienaventurado Padre, escucha mi oración y considérame digno de un lugar en la vida futura con los benditos Apóstoles. Tal como salvaste a Pablo con tu Luz, sálvame de la mano de estos impíos opositores de la verdad, de modo que no se cumpla su voluntad sobre mí y que ellos no me envuelvan en sus redes de mentira. No me quites Tu Reino celestial, el cual has preparado para aquellos que aman el camino de Tu Verdad, que ha sido mostrada por Ti, y por aquellos que cumplen Tus mandamientos.”
El gran santo murió después de finalizar su plegaria (alrededor del año 50), al mejor estilo de los Cristianos: mientras invocaba al Señor por el perdón de sus verdugos.
Las reliquias de este mártir amable pero de corazón de león posteriormente fueron llevadas a Constantinopla. San Ananías es alabado frecuentemente por la valentía de su fe, pero su vida fue también un ejemplo brillante del poder del perdón. Para aquellos que luchan por perdonar heridas e insultos pasados, su acción final se nos presenta como un útil recuerdo de que, con la ayuda de Dios, aun las más grandes afrentas pueden ser perdonadas amorosamente.
Fuente: laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com
Adaptación propia