02/09 - Mamés (Mamante) el Mártir


A mediados del siglo III, mientras la ciudad de Roma se revolvía en continuas guerras, vivían en Gangra, aldea de Paflagonia, en Asia Menor, dos cristianos esposos llamados Teodoto y Rufina. Eran muy estimados y venerados en el país por ser ricos en bienes materiales y de noble linaje, ambos descendían de antiguos patricios romanos, y aun, si admitimos lo que afirman algunos autores, parece que estaban emparentados con antiguos reyes de aquella comarca.


Llevaban vida muy ejemplar, dados de lleno a la práctica de todas las virtudes cristianas, y aprovechándose de aquel buen crédito y fama que gozaban, para traer muchos fieles al conocimiento y amor de Nuestro Señor Jesucristo. Supo Alejandro, gobernador de Gangra, que los dos patricios eran férvidos secuaces de la nueva religión, por lo cual mandó detener a Teodoto y le echó en rostro su desobediencia a las órdenes del emperador Valeriano.


Tras largo interrogatorio en el que menudearon promesas y amenazas del gobernador, Teodoto se dejó encerrar en lóbrega y húmeda mazmorra, hasta que llegasen de Roma órdenes precisas.


Por el tiempo en que encarcelaron a Teodoto, su esposa Rufina estaba a punto de dar a luz. Esta valerosa dama, tan intrépida y esforzada cristiana como abnegada esposa, ansiaba compartir la suerte de Teodoto y partió para Cesarea.


Vivieron juntos unos días, hablando de la dicha y bienaventuranza eterna y del insigne honor del martirio que esperaban. Pero murió Teodoto agotado por los padecimientos y las privaciones, y pasados unos días, también Rufina enfermó gravemente y murió poco después de dar al mundo un hijo que estaba llamado a ser gran santo y mártir de Cristo y a quien dejaba en muy triste orfandad.


Mientras todo esto ocurría, una dama cristiana, llamada Anmia, recibió orden del cielo de enterrar los cuerpos del padre y de la madre, y encargarse de la crianza y educación del pobrecito huérfano y de adoptarlo por hijo suyo. Anmia obedeció al punto , fue a la cárcel y, merced a su elevada posición social, logró fácilmente licencia para trasladar los cuerpos de los dos confesores de la fe, a quienes dio muy honrosa sepultura en un campo que le pertenecía. Tomó también consigo a la criatura, y cuidó de ella con la ternura y solicitud que requerían su edad y débil complexión. Se le puso el nombre de Mamés (o Mamante) porque, tras permanecer mucho tiempo en silencio, se dirigió a su madre adoptiva como «mamá».


Educación de San Mamés


Fue criado el muchacho por aquella noble señora con tanto amor y cariño, que no dio en la cuenta de que el Señor le había quitado su natural madre, pues juzgaba por tal a su madre adoptiva.


No se contentó Anmia con dar a su pupilo el pan material y los cuidados corporales. La virtuosa dama despertó asimismo en el corazón del huerfanito aquellos sentimientos de fe y piedad que dan a la infancia peculiar atractivo y encanto.


Cuando el niño tuvo ya cinco años, proporcionóle maestros virtuosos y capaces para coadyuvar con celo a su cristiana educación. Mamés hizo en breve tan admirables progresos en las letras y ciencias humanas, que aventajó mucho a sus condiscípulos, de los cuales era muy querido y respetado.


Con ello logró en la ciudad fama de santo y sabio mancebo. Así llegó a los trece años, habiendo ganado todos los corazones por su asiduidad al estudio y vida ejemplar. De aquella influencia que tenía en la ciudad, servíase el santo estudiante para traer a los paganos al conocimiento de Jesucristo: por eso fue encarcelado.


San Mamés y Aureliano en el desierto


Se hallaba por entonces el emperador Aureliano en Egea, ciudad situada en la desembocadura del río Piramo, poco distante de Capadocia. Allí mandó llevar al santo mancebo el gobernador de Cesarea. Aureliano creyó hallar ocasión propicia para triunfar del cristianismo; como tenía que pelear con un muchacho, esperaba vencer fácilmente su resistencia. Probó, pues, de doblegar la constancia del Santo con halagadoras promesas.


«Amigo mío —le dijo— , se te presenta en tu juventud muy brillante carrera. La fortuna te ofrece en este día dicha y gloria. Si lo quieres, puedes desde hoy tener parte conmigo en mis grandezas y placeres, sacrifica en el altar de Serapis, y tendrás habitación en mi propio palacio, y aun comerás conmigo. Te honraré y mandaré que todos te honren de tal manera, que los hombres más nobles y principales de la nación envidiarán tu suerte. Basta, para ello, con un gesto sencillísimo».


Pero hacía tiempo que el Santo sabía menospreciar honras y placeres, no hizo caso alguno de las vanas promesas del emperador y ni siquiera se dignó contestar a lo que le decía. Este silencio mortificó a Aureliano, el cual mudó de táctica, y amenazó al santo mancebo con atrocísimos tormentos.


Cuando el niño vio que su juez se había sosegado un tanto, díjole con mansedumbre y valor- «Guárdeme el Señor mi Dios, ¡oh emperador!, de dar culto a imágenes de piedra y mármol que carecen de movimiento y de vida. Podéis dar de mano a vuestras promesas y ame­nazas, prefiero sacrificar mi vida por mi Señor Jesucristo, que poseer las riquezas del mundo entero- mi grandeza, mi gloria y mi felicidad, serán morir por mi Dios».


Enojado y fuera de sí, mandó Aureliano que en su presencia desnudasen al niño y le azotasen cruelmente. Pronto brotó sangre, y hasta las gradas del trono imperial saltaron pedacitos de la carne del mártir. El valeroso niño permaneció impasible, como si fuera un sueño. Ordenó Aureliano a los lictores que cesasen de azotarle, y fingiendo compadecerse del mártir, díjole:


«Oye, amigo, di sólo una palabra: basta que me declares que quieres ofrecer sacrificio a los dioses y te dejaré ir.


— Guardaréme mucho de renunciar a la fe cristiana. Creo en Jesucristo, y a pesar de todos los tormentos, no puedo renegar ni de pensamiento, ni de palabra, del Dios a quien adoro. No puedo, me lo impide el amor».


Ciego de rabia, mandó el emperador que abrasasen con hachas encendidas los costados del valeroso mancebo y los miembros todos de aquel cuerpecito ya tan atrozmente herido; pero las llamas respetaron al mártir y volviéronse hacia los verdugos como si quisieran abrasarlos a ellos. Enfurecióse Aureliano al ver que nada conseguía con aquel cruelísimo tormento y mandó que apedreasen al santo niño. Pero fue en balde, porque al mártir le parecían las piedras como rosas y perlas destinadas a entretejer su corona celestial, y las recibía con muy cándida sonrisa.


El emperador desconfió al fin de poder doblegar la constancia del valeroso niño, y así mandó que le arrojasen al mar, después de atarle al cuello una pesada masa de plomo; pero un ángel se apareció en figura humana a los presentes y cercó de resplandores al niño. Los verdugos, al verle, huyeron muy asustados. Rompiéronse al mismo tiempo las ataduras del Santo, y éste, viéndose solo y libre, marchó a ocultarse en la soledad que le había mostrado el celestial libertador.


Había en los alrededores de Cesarea un encumbrado monte llamado Argeo, que servia de guarida a las bestias fieras, por lo que nadie solía acercarse a aquel lugar. En ese monte fue a esconderse el santo niño, cantando al Señor himnos de gracias, mientras Aureliano, loco de rabia, man­daba buscarlo por todas partes, mas no podían dar con él.


Allá en el silencio y la soledad, preparóse el Santo, como otro Moisés, para cumplir fielmente la voluntad del Señor. Cuarenta días estuvo sin comer ni beber, mortificando al mismo tiempo su cuerpo con muchas maneras de penitencias. Edificó un oratorio o ermita en sitio apartado del monte, y allí pasaba casi todo el día, meditando las verdades eternas ante una cruz de madera.


Un ángel se le apareció, y le entregó un milagroso libro de los Evangelios. Abriólo el joven solitario y empezó a leer en voz alta el sagrado texto; ¡cosa maravillosa!, los árboles de los alrededores se estremecieron repentinamente, y las fieras acudieron a oir la voz del Santo, y le rodearon mansamente como si hubiesen perdido su natural ferocidad. Desde entonces, acudían diariamente.


A su voz, juntábanse leones y osos, corderitos y ovejas, y con él permanecían mientras no los despedía. Hasta refiere Montbricio que el intrépido joven se alimentaba con la leche de las cabras y ovejas monteses, las cuales se dejaban ordeñar muy dócilmente y sin mostrar temor alguno en acercarse a él. Tres años permaneció el hijo de Teodoto y Rufina en aquella soledad, dedicado enteramente a la oración, estudio y trabajo, aunque sin dejar de prepararse para el caso, muy posible, de que los perseguidores dieran con su refugio y volvieran para él las pruebas del martirio.


Nueva detención


No fue bastante la oscuridad y apartamiento del bosque para impedir que el gobernador de la provincia tuviese noticia de los milagros del Santo. Envió al monte Argeo dos guardias de a caballo con orden de buscar el paradero del joven cristiano rebelde a los decretos imperiales, y traerle maniatado a su tribunal.


El Santo recibió aviso del cielo de lo que iba a suceder. Salió al encuentro de los soldados, los cuales le preguntaron si tenía noticia de un joven llamado Mamés, que vivía en aquellos parajes, y si podía decirles dónde se hallaba oculto. «Amigos —les dijo— , primeramente os convido a mi frugal comida campestre». Habiendo ya comido, abrió el libro de los Evangelios, y con voz potente leyó algunos versículos.


Al punto acudieron las fieras del monte, para rodearlos. Los soldados, muy asustados, se acercaron a su huésped pidiendo protección. «No temáis —les dijo el Santo— , yo mismo soy aquel a quien buscáis. Id pues, volved a casa de vuestro amo, y decidle que llegaré a su presencia poco después de vosotros. Inmediatamente os seguiré». Despidió luego a las fieras y permaneció en oración mientras huían los soldados, contentos de haber salido de aquel peligro a tan poca costa.


Llegó finalmente para el valeroso mancebo la hora de la suprema lucha. Fortalecido con la oración y la gracia, partió para Cesarea, y se fue derecho al palacio del gobernador. Allí se hallaban los dos soldados enviados para detenerle, los cuales estaban dando cuenta de su embajada.


— ¿Eres tú por ventura —le preguntó el gobernador— el famoso mago de quien todos hablan, que sabes encantar a las fieras del desierto?


— Yo soy tan sólo un siervo de Jesucristo —respondió el santo mozo— , para los magos e idólatras es el fuego eterno; pero yo no sé de magia ni de encantamientos ni me he preocupado jamás de esas tonterías.


— Bueno, bueno —repuso el gobernador— , ¿por qué arte secreto domesticas a las fieras, y por qué persistes en no querer adorar a nuestros dioses? Contesta, que si no, te arrancaré el secreto con atroces tormentos y castigos y sin que valgan tus encantamientos para nada.


— Nada tengo que añadir a lo dicho. Adoro a Jesucristo y le serviré amorosamente, aun a costa de mi vida. Puedes atormentar mi cuerpo, pero no mi alma. Mi auxilio y mi fuerza los tiene el Señor en sus manos.


— Jura por el César que no eres hechicero y te daré libertad.


— Yo no juro ni por los hombres ni por los demonios, no tengo más Dios que el que gobierna cielos y tierra y sólo juraré en su nombre.


— Mira, joven — repuso el gobernador con tono moderado— , háblame tranquilamente. Me dan lástima tu temprana edad y tu hermosura.


— Y a mí ir.e duele tu ceguera —le contestó el valeroso mártir.


— ¡Vaya locura y temeridad! —exclamó el gobernador— . ¡Atreverte a resistir a los augustos emperadores y a ultrajarme! Los tormentos te darán sabiduría y te recordarán tus obligaciones con mejor elocuencia.

Y dicho esto, hizo preparar varas y látigos para azotarle.


Martirio y muerte de San Mamés


Mandó el gobernador que extendiesen al mártir en el ecúleo, y le moliesen con azotes; pero el Santo mostró la misma fortaleza y constancia que antes mostrara frente al emperador, y ni siquiera abrió su boca para quejarse. El gobernador achacó la aparente insensibilidad del mártir a la poca fuerza de los latigazos y ordenó a los verdugos que arreciaran los golpes. Hiciéronlo ellos así, y azotáronle con tanta furia, que pronto se vieron las entrañas ensangrentadas del glorioso confesor de la fe.


Oyóse una voz del cielo que decía. «Ánimo, Mamés; pelea valerosamente, porque ya se acerca la hora del premio».


Vencido y avergonzado, quiso el gobernador acabar de una vez, y mandó arrojar al mártir en lóbrega cárcel con la esperanza de que allí moriría después de tantos padecimientos. El santo mozo alentó a los cuarenta cristianos que se hallaban detenidos en aquella cárcel, y luego se apartó a orar. De noche bajó un ángel del cielo, y abrió a los cautivos las puertas como en otros tiempos al apóstol San Pedro. Todos ellos salieron excepto nuestro Santo, el cual se preparó con recogimiento y sosiego al combate supremo.


Al siguiente día, supo el gobernador que aún vivía el intrépido mártir, y quedó muy admirado. Pero pensando entonces en la vergonzosa derrota de la víspera, mandó traerle de nuevo a su tribunal.


— Confío, amigo —le dijo en presencia de la muchedumbre—, que habrás reflexionado y sacrificarás hoy a nuestros dioses.


— ¿A qué dioses? Yo conozco sólo a uno.


— Nosotros tenemos muchos, mira cómo te observa el joven Apolo.


— Bien dices —repuso el mártir— ; vuestros dioses tienen nombre que les cuadran; Apolo significa «perdición», y efectivamente, cuantos le ofrecen sacrificios pierden su alma para siempre.


— Pero, ¿no sabes que he mandado encender un horno espantoso?


— Ruégote —le contestó el joven— que no tardes más tiempo en emplearlo. Ya no te hablaré palabra.


Adelantándose entonces a los verdugos que venían a encadenarle, el Santo, como si a lugar de delicias entrase, se arrojó de por sí dentro de aquel horno encendido que causaba espanto a los espectadores.


Dicen los autores que el esforzado confesor permaneció en él tres días, y que «se hallaba en medio de las llamas, tan a gusto como en una pradera cubierta de flores», alabando al Señor, y convidando a todas las criaturas a celebrar su divina grandeza como los tres jóvenes hebreos del Antiguo Testamento.


Todos los presentes y el mismo gobernador, fueron testigos del maravilloso prodigio. Mandó entonces el cruel juez que arrojasen al santo mozo al anfiteatro, para que muriese pasto de las fieras; pero los osos se echaron mansamente a sus pies como para besarlos, los leopardos le acariciaron y le lamieron las llagas, y los demás animales permanecieron echados en el suelo sin hacerle ningún daño.


Hubo entonces fuerte griterío en la muchedumbre; unos alababan al poderoso Dios de Mamés, obrador de aquel prodigio; otros, en cambio, gritaban contra él desaforadamente cual si de un hechicero se tratase.


De pronto se oye gran tumulto en la puerta del circo. «¡Auxilio, auxilio!», gritan de todas partes. Un león bajado del monte acaba de entrar en el anfiteatro sembrando por doquier la consternación y la muerte. Llegado ante el mártir, parece saludarlo con admiración y respeto. El Santo le acaricia, y le manda que no haga daño a nadie y que se vuelva al monte. La fiera parece haber entendido y se retira.


Con esto, el gobernador, ciego ya de cólera, mandó a un soldado que fuese a atravesar el cuerpo del enemigo de los dioses con un tridente de hierro. Obedeció al punto el soldado, y  abalanzándose con furia sobre el inocente mancebo, le dio tan violento golpe, que hundió las tres puntas de hierro hasta el mango en el cuerpo del mártir. Con este tormento entregó Mamés al Señor su gloriosa alma.


De noche vinieron algunos cristianos de Cesarea, tomaron secretamente el sagrado cuerpo del mártir y lo enterraron en una cueva que había cerca de la ciudad. Sucedió su martirio, a lo que se cree, en el año 275.


Reliquias y culto


A los pocos años edificaron los cristianos un templo sobre el sepulcro de este santo mártir. Su devoción se extendió en breve tiempo por todas las Iglesias Orientales. San Gregorio Nacianceno hizo por los años de 389 un panegírico muy elocuente de San Mamés. Los historiadores griegos Zonaras, Cedreno y Nicéforo hablan a menudo en sus escritos del monasterio de Constantinopla que estaba dedicado a nuestro Santo.


No tardó en edificarse un templo en Roma con advocación de este glorioso mártir de Cristo. A él fue en procesión el papa San Gregorio Magno con el clero y fieles de Roma, el día de la festividad del insigne mártir, y allí predicó su trigésimaquinta homilía.


Las reliquias de San Mamés fueron tal vez trasladadas a Jerusalén mientras imperaba Constantino. Andando los años repartiéronse entre varias iglesias. Así llegaron algunas hasta la ciudad de Poitiers por la solicitud de la reina Santa Radegunda, que era devotísima de este santo mártir y las hizo traer al monasterio de la Santa Cruz.


En tiempo de las Cruzadas, algunos caballeros que volvían de Tierra Santa fueron testigos, en el viaje, de un hecho prodigioso. Habíanse detenido en las afueras de la ciudad de Langres, y al querer proseguir el viaje, no pudieron levantar del suelo las reliquias de San Mamés que consigo llevaban.


El obispo de aquella ciudad, al tener noticia del prodigio, salió en solemne procesión y pudo trasladarlas a la catedral sin dificultad ninguna. Dicha catedral se llamó después de San Mamés, y en ella se veneran algunos huesos del mártir; particualarmente un brazo y el sagrado cráneo, encerrado en preciosísimo relicario de plata dorada, el cual suele exponerse a la veneración de los fieles el día de la festividad del Santo.


El culto de este gloriosísimo mártir viene ya de muy antiguo y ha sido extraordinariamente popular entre los cristianos. Quizá explique en parte esta devoción la bella historia de su vida, algunos de cuyos pormenores aparecen en sus Actas con el carácter de lo sobrenatural y milagroso. Suele invocársele en los casos de rabia, pero de muy especial manera, contra los dolores de entrañas y trastornos intestinales.


LECTURAS


Rom 8,28-39: Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó. Después de esto, ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.


Jn 15,1-11: Dijo el Señor a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos. Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud».



Fuente: protectoemaus.com / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española