Siendo la cruz un instrumento de tortura donde solo los malhechores eran ajusticiados, y por su aspecto y hechos patibularios era oprobio a los antiguos; quiso nuestro Señor Jesucristo cambiar su significado de humillación, en estandarte de triunfo sobre la muerte y el pecado (1ª Co. 15: 54-57). Dios en su omnipotencia, siempre deriva cosas buenas del mal. De la nada formó el universo, del cáos ordenó leyes que rigen las maravillas del cosmos (Gn. 1: 2 y ss.), de la rebeldía de Satanás destina la gloria para la humanidad. Así, a la humillante cruz transforma en cetro de poder y vida contra el mal.
Cuando Cristo dijo a sus oyentes: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz, y sígame” (Mc. 8:34 ). Nos está invitando a participar de su gloria, el negarse a uno mismo es hacer a un lado los afanes de este mundo para aspirar un mundo superior. Negarse a uno mismo equivale a no tomar gusto por los poderes de la tierra por llamativos que sean, sino anhelar los poderes celestiales. Tomar la cruz de Cristo y seguirle, significa que el alma humana desea enriquecerse de la gracia divina y “crecer a la altura de un varón perfecto” (Ef. 4:13). Tomar la cruz de Cristo y seguirle, es reconocer que necesitamos a Cristo, que por nuestros propios méritos no podemos tener esa gracia santificante, pues Cristo mismo dijo “separados de mí, nada podéis hacer” (Jn. 15:5).
Es bueno que siempre recordemos y pensemos en todos los medios que Dios no da para enriquecer nuestra alma y vivir en estado de gracia, es bueno que meditemos que Cristo, mediante su cruz, nos ha reconciliado con Dios (Ef. 2: 11-16). Es bueno que seamos agradecidos que mediante la cruz de Cristo nos podemos acercar al trono de la gracia de Dios para alcanzar misericordia. Pero no perdamos de vista que no solo en algún tiempo de recogimiento debemos hacer todo esto, sino durante toda nuestra vida; no esperemos el momento de una grande acción, sino brillemos en cualquier momento y en todo lugar como la luz del mundo que Cristo dijo que somos.
Por Cristo, la cruz pasó de ser un instrumento de muerte vergonzosa a símbolo de la victoria de nuestro Señor sobre la muerte: la señal de nuestra Salvación. Para aquellos desorientados que nos acusan de honrar “el arma que mató al Maestro”, les aconsejamos que, con obediencia y lealtad, lean bien la fuente de nuestra fe, pues la Tradición de la Iglesia es un anciano sabio que renueva siempre su juventud alimentándose por la Verdad evangélica que es “ayer como hoy y para siempre.” (Heb. 13, 8).
El Santo Apóstol Pablo dice:
“¡Dios me libre gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Gal. 6, 14)
“La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salven -para nosotros- es fuerza de Dios.” (1Cor. 1, 18).
“Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles.” (1Cor. 1, 23).
El mismo Señor advierte: “El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí.” (Mt.10, 38).
Tengamos confianza en nuestra auténtica fe: nosotros, que veneramos la Cruz de Cristo debidamente, seguimos los pasos de san Pablo y de los Santos de Dios que son los verdaderos testigos del Señor, que sellaron su testimonio no con falsedades e histerias sino con su sangre, imitando al Maestro: el verdadero Dios.
LECTURAS
Gál 2,16-20: Hermanos, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley. Pues por las obras de la ley no será justificado nadie. Ahora bien, si buscando ser justificados en Cristo, resultamos también nosotros pecadores, ¿entonces qué?, ¿será Cristo un servidor del pecado? Ni mucho menos; pues si vuelvo a construir lo que había demolido, demuestro que soy un transgresor. Pues yo he muerto a la ley por medio de la ley, con el fin de vivir para Dios. Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.
Mc 8,34-38;9,1: Dijo el Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla? Quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre entre sus santos ángeles». Y añadió: «En verdad os digo que algunos de los aquí presentes no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios en toda su potencia».
Fuente: iglesiaortodoxa.org.mx / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española