02/10 - El Santo Hieromártir Cipriano y la Partenomártir Justina


Cipriano vivió en época del emperador Decio, en Antioquía, aunque era natural de Cartago. Era filósofo, mago, alquimista. Sus padres rendían culto al dios Apolo y a los demonios, por lo que, cuando tenía 10 años, fue enviado al Monte Olimpo a perfeccionar sus artes mágicas en el culto a los falsos dioses. Se hizo un experto en magia, logrando dominar la naturaleza, las cosechas, los corazones de las personas, la salud y la enfermedad. A los 15 años le enviaron a Argos, a perfeccionarse en el culto a la diosa Juno… Y así, la tradición se extiende sobre los sitios de culto pagano que fue visitando. Al regresar a Antioquía ya era un mago reputado y presumía de un trato personal con el demonio, al que ayudaba y este le recompensaba con poder, sabiduría y riquezas. No se guardaba su magia para sí, sino que enseñaba a otros a realizar sortilegios y embrujos para lograr sus objetivos, acercándoles a los demonios, como él mismo.


Vivía en Antioquía una doncella llamada Justina, hija de Edesio, un sacerdote pagano y su madre se llamaba Cledonia. En una ocasión en que estaba a la ventana, oyó predicar al diácono San Prelio sobre la Vida, Pasión y Resurrección de Jesucristo. Oírlo Justina y querer conocer a ese Dios Jesucristo, fue la misma cosa. Buscó instruirse en la fe y se fue a una comunidad de cristianos, donde llegó a la fe. Regresó a casa, y convirtió a sus padres. Fueron al obispo San Optato, que les bautizó, ordenó presbítero a Edesio y consagró la virginidad de Justina a Jesucristo. A todas estas, había un joven pagano, llamado Aglax (o Aglaias) que se prendó, con malas intenciones, de Justina, proponiéndole fuera su amante, a lo que ella respondió huyendo de su persona, luego de responderle: “Mi esposo es Cristo; Él me basta, y por amor a Él guardo mi pureza, como Él preserva mi alma y mi cuerpo de toda contaminación". Determinó el joven raptarla, y así lo hizo, ayudado unos amigos, pero Justina comenzó a gritar y fue socorrida por algunas personas.


Ya que no podía hacer más, Aglax se fue a donde al mago Cipriano, para que hechizara a Justina, a cambio de riquezas. Cipriano le respondió que no se preocupara, que la misma joven iría a su presencia, rendida de amor. Y se puso a la tarea: tomó sus libros, preparó sus conjuros e invocó al demonio para que dominara el corazón de Justina y lo entregase al pagano. El diablo le ordenó a Cipriano que dijera al joven rociara la casa de Justina con un brebaje, y esta se encendería de lujuria por él. Así lo hizo este, y esa noche, al despertarse Justina a hacer su oración (hacía oración tres veces en la noche), se sintió fuertemente tentada de lujuria, y recordó a Aglax, pero clamó a Jesucristo, y este le liberó de la tentación. Se apareció el demonio a Cipriano, diciéndole que no podía conquistar a Justina. Invocó Cipriano a otro demonio más poderoso, que halló a la joven haciendo grandes penitencias y ayunando, y tampoco logró nada. Y llamó Cipriano al mismísimo Satanás, que riéndose de los otros demonios, tomó la apariencia de una mujer, se fue adonde Justina, y le pidió vivir con ella, para imitar su vida virtuosa. Pero a la primera sugerencia sobre la superioridad del sexo sobre la virginidad, Justina supo que era cosa del demonio, trazó la señal de la cruz, y el diablo huyó. Al volver adonde Cipriano, le confesó: “Los demonios no podemos ver la señal de la cruz, sino que huimos de ella, porque nos quema como el fuego y nos arroja lejos."


Pero quería cumplir el demonio con Cipriano y se le ocurrió tomar la apariencia de Justina, para que Aglax satisficiese sus deseos. Y allá se fue. Al verle Aglax, le abrazó y le dijo: “que bien que has venido a mí, Justina”, y al oir el nombre de la virgen casta, el diablo desapareció. Ni su nombre podía oír Satanás. Otras estratagemas inventó Cipriano, como convertir a Aglax en pájaro, pero nada, solo lo miró Justina, y el joven casi se mata al caer del tejado. Derrotado, Cipriano se vengó de la familia, los animales, los  amigos de Justina, y ella misma, provocándole una enfermedad. Nada logró, pures la virgen, virgen era, así que extendió sus maldiciones a toda la ciudad, muriendo personas y animales, atrayendo tormentas, terremotos y sequías. Entonces fueron las gentes a convencer a Justina que aceptara Aglax, para que Cipriano les dejase en paz, pero ella les dijo que toda esa obra del demonio cesaría por su oración. Eso, que oró a su Esposo Jesucristo, y los demonios huyeron de la ciudad, la gente alabó a Cristo y se burlaban de Cipriano, que había sido vencido por una virgen Justina.


¿Y que logró esto? Pues que Cipriano se diera cuenta que el diablo era mentiroso y ante Jesucristo no tenía poder alguno, así que renegó de él. El diablo intentó matarlo y llevarle al infierno, y Cipriano clamó: "¡Oh Dios de Justina, ayúdame!" haciendo la señal de la cruz, ante lo que el diablo salió disparado, dejándolo. Cipriano tomó todos sus libros, se fue ante el obispo San Antimo, pidiendo el bautismo. Antimo quemó los libros delante de todo el pueblo y le bautizó, al ver la fe y adhesión a Cristo de Cipriano. No solo esto, sino que al año, fue ordenado presbítero, y a los tres años, fue consagrado obispo. Dio a Justina el orden de las diaconisas, y fundó un monasterio para ella y otras jóvenes.


Pero cuando todo parecía estar bien, el diablo comenzó a insidiar en Eutolmio, gobernador de la región, alertándole sobre cómo eran despreciados los dioses, por los engaños del obispo Cipriano y la abadesa Justina. El gobernador les mandó apresar a ambos y llevarlos ante él para juzgarlos. Al estar ente él, y ser inquirido sobre su cambio de vida, Cipriano narró todo lo ocurrido hasta la huida del diablo ante la señal de la cruz, continuando con una apología de la fe cristiana frente a la idolátrica. Esto le valió ser colgado y raspado su cuerpo con peines, y a Justina ser golpeada. Soportaron grandes tormentos, como el caldero hirviente, al que sobrevivieron, mientras que un sacerdote pagano se quemó.


Les mandaron al juez Claudio, que les condenó a ser decapitados, sin más. Justina inclinó su cabeza y fue decapitada primero. Luego Cipirano, y un tal Teoctisto, que al ver la muerte de los mártires, se convirtió y fue martirizado allí mismo. Los cuerpos estuvieron al aire libre durante seis días, hasta que unos cristianos romanos que estaban de paso las tomaron y las llevaron a Roma, donde Rufina, una piadosa mujer las enterró decentemente y sobre ellos levantó un altar. Estas reliquias actualmente se veneran en la Basílica de San Juan de Letrán.  


El reconocimiento, y su culto, de los mártires Cipriano y Justina es tan antiguo como el siglo IV, en el que San Gregorio Nacianceno le menciona en un sermón, corroborando que era un mago, y filósofo, aunque le llama obispo de Cartago. En el siglo V, la emperatriz Eudoxia le llama obispo de Antioquía. A quien no mencionan nunca es a Justina. El Metafrastes y añadidos medievales van aumentado la tradición, y le hacen autor del famoso libro “Grimonio” sobre magia y hechicería. La obra de La vorágine los hizo famosos en Occidente.


LECTURAS


1 Tim 1,12-17: Hijo Timoteo, doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén. 


Jn 10,9-16: Dijo el Señor: «Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante. Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo las roba y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor».



Fuente: Religión en Libertad / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española

Adaptación propia