Este Santo era de Atenas. Era un hombre culto y miembro del famoso tribunal judicial de la Colina de Marte (en griego ‘Areos Pagos’, de donde procede el nombre de ‘Areopagita’; ver Hechos 17,19-34).
Después del discurso de San Pablo en el Areópago de Atenas, muchos se convirtieron al cristianismo. Entre ellos se nombra a Dionisio el Areopagita, y también a una mujer llamada Dámaris; según una tradición atribuida a San Juan Crisóstomo, ésta sería la esposa de Dionisio, pero es una suposición.
Según un escrito posterior, Dionisio y el sofista Apolófanes habrían visto el eclipse del sol el día de la crucifixión, y según De divinis nominibus (III, 2), Dionisio estuvo presente junto a San Jeroteo en la Dormición de la Santísima Madre de Dios; el Doxasticón de los Apósticos para el Oficio de la Dormición está en parte tomado de un pasaje del capítulo 3 de dicha obra.
En una carta de Dionisio, obispo de Corinto, contemporáneo del Papa Sotero, escrita a los atenienses antes de 175, se dice que Dionisio el Areopagita fue segundo obispo de Atenas (el primero habría sido San Jeroteo). Según la antigua tradición, recibió la palma del martirio (algunos dicen que en la misma Atenas) hacia el año 96.
Es considerado el santo patrón de la ciudad de Atenas, junto a santa Filotea de Atenas y a san Jeroteo de Atenas.
Escritos atribuidos a Dionisio
Su importancia en la historia de la Iglesia radica en la atribución que se le hace de una serie de destacados escritos en griego, pertenecientes probablemente al siglo V o VI, titulados "Sobre la jerarquía celestial", "Sobre la jerarquía eclesiástica", "Sobre los nombres de Dios" y "Sobre la teología mística" y diez cartas, que pertenecen todas evidentemente al mismo autor. En la conferencia celebrada en Constantinopla (533), a instancias de Justiniano, entre los ortodoxos y los partidarios de Severo, éstos citaron, entre otras autoridades eclesiásticas, a Dionisio el Areopagita contra el concilio de Calcedonia; cuando los ortodoxos objetaron que Atanasio y Cirilo ciertamente habrían usado tal autoridad contra Nestorio, si hubiera existido y sido conocida de ellos, los severianos afirmaron que Cirilo citó las obras de Dionisio en sus libros contra Diodoro de Tarso y Teodoro de Mopsuestia, como podía verse en las copias de esos libros en las bibliotecas de Alejandría. Esta es la primera cita de las obras supuestamente escritas por Dionisio, pero tras esa ocasión se mencionan frecuentemente. Severo mismo, patriarca monofisita de Antioquía, 512-518, las cita a veces, como lo hace Efraín, patriarca ortodoxo de Antioquía, 527-545. Juan de Escitópolis escribió hacia 530 algunos comentarios sobre esas obras, Sergio de Resaina († 536) las tradujo al siríaco y Leoncio de Bizancio citó a Dionisio. En la Iglesia occidental, Gregorio Magno es el primero que hace referencia a esos escritos (Hom., xxxiv); pero cuando el emperador bizantino Miguel el Tartamudo le envió una copia a Ludovico Pío en 827, fueron mejor conocidos.
Doctrina del alma
Dionisio distingue entre una teología catafática (afirmativa o positiva), en la que la verdad se presenta bajo la indumentaria de un símbolo de la historia o de la enseñanza tradicional de la Iglesia, y una teología apofática (negativa), que prescinde de tal medio, en la que también el iniciado se eleva por contemplación a una idea inmediata de las cosas divinas. Distingue un movimiento directo del alma, cuando su conocimiento está condicionado por las diversas cosas fuera de ella; un movimiento ascendente, cuando aspira a penetrar el conocimiento divino por el pensamiento discursivo y un movimiento circular, cuando guía su poder unificado a la Deidad ("Nombres de Dios" iv. 9). Bajo la influencia de la Deidad somete su propio pensamiento y alcanza la condición del éxtasis y la contemplación mística de Dios. Hay un fuerte parecido con las enseñanzas de Filón y los neoplatónicos.
Doctrina de la primera persona de la Trinidad
Dionisio cree en el dogma de la Trinidad, pero su principal interés se centra en el Padre. El Padre es para él la fuente única de la divinidad trascendente; Jesús y el Espíritu Santo son el brote, florecimiento y luz trascendente ("Nombres de Dios" ii. 5,7). El ser de Dios per se, su esencia real, no puede expresarse, ya que trasciende todas las cualidades. La Deidad incluye toda perfección; es la causa y esencia de todo ser, pero está por encima de todo ser; es sin cualidad, aunque trasciende la concepción más elevada del bien; sin un nombre, pero incluyendo todo nombre. El principio más elevado no es ni sensual ni espiritual, no es ni representación ni entendimiento ni razón, no es Uno, Deidad ni bondad, y no obstante no está sin esencia ni sin vida, entendimiento o razón, ya que las negaciones también han de negarse. Igual que por la teología apofática, procediendo de la amplia variedad de cosas, asciende por negación a la causa superior y a la unión mística con lo inefable, también por la teología apofática procede desde arriba y desciende a la variedad de criaturas. Por tanto, Dios se convierte en sol, estrella, fuego, agua y todo ser; al ser la causa que todo lo abarca él es todo en todo porque la causa ha anticipado todo en sí misma. Es todo en todo y sin embargo no cualquier cosa en cualquier cosa. Pero no cualquier cosa se puede afirmar o negar de él en un grado igual. Él es vida y bondad en un sentido más elocuente que la luz o la estrella y tales afectos como la intoxicación (Salmo 78:65) o ataques de ira se han de negar de él en un grado mayor que la declaración de que él puede ser expresado o conocido.
Doctrina del universo
Pero todo ser ha procedido de la naturaleza de Dios. Toda emanación del ser tiene su ejemplar original en el desarrollo de la primera causa divina en las hipóstasis de la Trinidad; toda paternidad y filiación de los espíritus e incluso de los seres humanos, procede de la paternidad y filiación original. La participación de todas la cosas en el ser es al mismo tiempo una participación en el bien y la belleza que es una con el verdadero ser; el bien y la belleza trascendente es la causa de todo bien y belleza y de toda participación en lo bueno y lo bello ("Nombres de Dios", iv. 1 y sgg.); pero entre la causa y el efecto no hay relación de igualdad total. Aquí Dionisio comparte con Proclo la idea sobre el mal, según la cual todas las cosas existentes no tienen ser real, sino que sólo son privaciones, carencia, disminución del bien, pues todo ser como tal es bueno. Si por consiguiente el universo aparece por un lado como el producto de lo bueno, por otro lado es también el producto de la negación diferenciada que penetra la unidad de lo absoluto. Pero esta negación no existe para Dios, porque en él todas las diferencias desaparecen. Dios conoce el mal como el bien y ante él las causas del mal son poderes que obran para el bien ("Nombres de Dios" iv. 20). De ahí que el universo sea puesto bajo el punto de vista de la existencia de Dios como causa primera y también, como ser finito y separado, bajo el punto de vista de aspirar a Dios como fundamento y objetivo de todas las criaturas ("Nombres de Dios" i. 5, cf. "Jerarquía celestial" iv. 1). Esos dos puntos de vista hallan su expresión especialmente en la doctrina sobre la jerarquía del ser. Dionisio postula la derivación descendiente de la cadena de seres y una mediación para la ascensión de todas las criaturas hacia la unidad con Dios. Los seres espirituales más elevados, los ángeles, están en la antecámara, por así decirlo, de la Trinidad trascendente, teniendo de ella y en ella su existencia y semejanza con Dios ("Nombres de Dios", v. 8). Son buenos y comunican su bondad a los que están por debajo de ellos (iv. 1). La jerarquía de ángeles contiene tres divisiones: (1) serafines, querubines y tronos; (2) dominios, poderes y potestades; (3) principados, arcángeles y ángeles.
Doctrina del Hijo
Al sistema de la jerarquía celestial sigue el de la jerarquía terrenal o eclesiástica. Aquí Dionisio ha entrelazado con su doctrina sobre la jerarquía la idea de la redención como un hecho histórico. Dios es salvación y redención no sólo al guardar las cosas existentes de caer en la nada, sino también porque redime lo que se ha apartado de lo recto y ha sufrido una disminución de la bondad por un abuso de la libertad de la voluntad (ib. iv. 18). Dionisio considera las instituciones de la Iglesia como misterios, siendo "Jesús" la causa de todas; él es la causa trascendente de los seres supra-celestiales ("Jerarquía celestial", iv. 4); sobre su actividad en el mundo él es el trascendente, el Logos, el principio de toda jerarquía y teurgia. Pero la influencia de Jesús sobre las esferas inferiores no es como la de los ángeles. Él se hizo hombre; subsistió entre nosotros perfecto y sin cambio ("Nombres de Dios" ii. 3). Al bajar a la realidad terrenal, lo trascedente no quedó abolido o sujeto a ningún cambio. La naturaleza de Jesús se hizo real y verdaderamente humana, participando de todas las condiciones humanas; pero en las condiciones físicas él fue supra-físico y bajo las condiciones del ser estuvo por encima, al poseer todas las cualidades humanas, aunque en manera trascendente. De este modo Dionisio lo describe caminando sobre el mar porque no estaba sujeto a las leyes de la gravedad. Es evidente que la encarnación de Jesús no quedó reducida a una mera apariencia; pero lo divino en Cristo asume tal realidad humana, que lo humano es elevado y deificado.
Doctrina de la Iglesia
El evangelio es el anuncio de que Dios según su bondad ha descendido a nosotros y nos hace como él al unirnos con él. Los hombres se han apartado de la verdadera vida y se han sometido a los demonios. Según la tradición secreta (oral), Cristo ha roto el poder de los demonios sobre nosotros, no por un acto de fuerza, sino por una negociación forense con el diablo, cabeza de los demonios. Pero cada resultado de la salvación está condicionado a que cada uno se someta a los mandatos de la jerarquía eclesiástica que, igual que la jerarquía celestial, procede del Nous divino como principio de toda jerarquía y eficacia divina, cuyo objetivo es amar a Dios y a lo divino, conocimiento del ser, visión, unión y deificación. Mientras que los mandatos de los espíritus materiales procuran el conocimiento inmediato y seguro de Dios, el hombre necesita velos simbólicos. La jerarquía de la ley del Antiguo Testamento educada por medio de oscuras representaciones y enigmas para el servicio espiritual de Dios, encuentra su cumplimiento en la jerarquía eclesiástica que está a medio camino entre lo celestial y lo legal y está basada principalmente en la Escritura y la tradición. Los apóstoles se vieron obligados a comunicar lo sobrenatural en descripciones naturales porque el hombre necesita la mediación sensual. En cada transacción jerárquica se han de distinguir (1) las sagradas consagraciones, (2) los oficiantes y (3) los candidatos a ser consagrados. Los actos consagrantes son (a) el bautismo, símbolo de la regeneración que consiste en la limpieza y la iluminación; (b) la comunión, símbolo de que Jesús nos une en su unidad original divina, pues la iluminación guía a la unión, (c) unción que completa la comunión. El estado de los oficiantes consiste de tres grados: (a) jerárquico (es decir, el obispo), (b) hierático (el sacerdote-presbítero), (c) litúrgico (es decir, el diácono); este último realiza los actos purificadores de la jerarquía, el segundo los actos iluminadores y el primero los actos perfeccionadores. En el orden de los consagrados hay que distinguir (a) los inferiores, que bajo la supervisión de los liturgistas son primero purificados; (b) los iluminados, laicos cristianos, guiados por los sacerdotes; (c) los terapéuticos, es decir, los monjes que son guiados por la jerarquía a la perfección y llevados a una vida únicamente dedicada al Único.
Dionisio fue de importancia decisiva en el cambio de la Iglesia de Anatolia a un culto mistérico, porque él creó su sistema básico. Fue él quien primero expresó coherentemente los pensamientos que posteriormente modelaron el cristianismo de esa Iglesia, cuyas características fueron el deseo de saber y especialmente la participación en los misterios.
De su obra De la teología mística es el siguiente pasaje:
«Cuanto más nos elevamos hacia el cielo, más se contraen las palabras por la visión en conjunto de lo inteligible. Así, penetrando en la oscura niebla que flota sobre la inteligencia, encontraremos no la brevedad de las palabras, sino la ausencia absoluta de palabras y de pensamientos.
A medida que descendemos de lo sublime a lo ínfimo, nuestro discurso se amplía hasta adquirir una extensión proporcional; pero a medida que ascendemos de las cosas inferiores hacia las que se hallan encima de todo, el discurso se abrevia. Y cuando concluimos nuestra ascensión, se vuelve por completo mudo para unirse totalmente a Él, que es inefable.
Decimos, pues, que la causa de todas las cosas y que está por encima de todas las cosas no carece ni de sustancia, ni de vida, ni de razón ni de inteligencia. Además, no es ni un cuerpo ni una figura ni una forma, y no tiene ni cantidad ni calidad ni peso, ni ocupa un lugar. Ni ve ni posee un tacto sensible. Al no participar de las pasiones materiales, ni siente ni cae en la sensibilidad ni conoce desórdenes ni perturbaciones. Tampoco es débil, y no está sujeta a los errores de la sensibilidad. No tiene necesidad de luz, no sufre mutación o corrupción o división o privación o disminución alguna. No es ninguna de las cosas sensibles ni posee ninguna de ellas.
Así pues, y continuando la ascensión, decimos que no es ni alma ni inteligencia. Que no posee ni imaginación u opinión o razón o pensamiento. No es ni palabra ni idea, no se puede expresar ni pensar. No es número, orden, grandeza, pequeñez, igualdad, desigualdad, similitud o diversidad. No está quieto ni se mueve; tampoco reposa. No tiene potencia ni es potencia. No es luz, no vive ni es vida. No es sustancia, ni eternidad ni tiempo. No es objeto de contacto intelectual, no es ciencia, no es verdad ni realeza ni sabiduría. No es uno, no es unidad, no es divinidad ni bondad. No es espíritu como nosotros podemos entenderlo, ni filiación ni paternidad.
No es nada de todo lo que nosotros o cualesquiera otro ser conozca, y no es ninguna de las cosas que no son ni ninguna de las cosas que son. Ni los seres la conocen en lo que ella misma es, ni ella conoce a los seres en el modo que éstos existen».
LECTURAS
Hch 17,16-34: En aquellos días, mientras Pablo los esperaba en Atenas, su espíritu se irritaba en su interior al ver que la ciudad estaba llena de ídolos. Discutía, pues, en la sinagoga con los judíos y con los adoradores de Dios y diariamente en el ágora con los que allí se encontraba; incluso algunos filósofos epicúreos y estoicos conversaban con él. Algunos decían: «¿Qué querrá decir este charlatán?». Y otros: «Parece que es un predicador de divinidades extranjeras». Porque anunciaba a Jesús y la resurrección. Lo tomaron y lo llevaron al Areópago, diciendo: «¿Se puede saber cuál es esa nueva doctrina de que hablas? Pues dices cosas que nos suenan extrañas y queremos saber qué significa todo esto». Todos los atenienses y los forasteros residentes allí no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad. Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo: «Atenienses, veo que sois en todo extremadamente religiosos. Porque, paseando y contemplando vuestros monumentos sagrados, encontré incluso un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues eso que veneráis sin conocerlo os lo anuncio yo. El Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, siendo como es Señor de cielo y tierra, no habita en templos construidos por manos humanas, ni lo sirven manos humanas, como si necesitara de alguien, él que a todos da la vida y el aliento, y todo. De uno solo creó el género humano para que habitara la tierra entera, determinando fijamente los tiempos y las fronteras de los lugares que habían de habitar, con el fin de que lo buscasen a él, a ver si, al menos a tientas, lo encontraban; aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos; así lo han dicho incluso algunos de vuestros poetas: “Somos estirpe suya”. Por tanto, si somos estirpe de Dios, no debemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Así pues, pasando por alto aquellos tiempos de ignorancia, Dios anuncia ahora en todas partes a todos los humanos que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia, por medio del hombre a quien él ha designado; y ha dado a todos la garantía de esto, resucitándolo de entre los muertos». Al oír «resurrección de entre los muertos», unos lo tomaban a broma, otros dijeron: «De esto te oiremos hablar en otra ocasión». Así salió Pablo de en medio de ellos. Algunos se le juntaron y creyeron, entre ellos Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más con ellos.
Mt 13,44-54: Dijo el Señor esta parábola: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto?». Ellos le responden: «Sí». Él les dijo: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo». Cuando Jesús acabó estas parábolas, partió de allí. Fue a su ciudad y se puso a enseñar en su sinagoga.
Fuente: catholic.net / goarch.org / Iglesia Pueblo Nuevo / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española