Los iconos no pueden compararse con otras obras de arte en el sentido habitual de esta palabra. Los iconos no son cuadros. Los cuadros, con sus rasgos y colorido, hablan de los hombres y de los acontecimientos de la realidad concreta. A partir del Renacimiento, la vida y la naturaleza se expresan en cuadros con imágenes en tres dimensiones, imágenes que narran el mundo de los hombres, de los animales, de la naturaleza y de las cosas. E, incluso, si el tema se toma de la mitología, se traduce en la lengua de las imágenes terrestres.
La pintura de los expresionistas y el arte abstracto están llamados, en cambio, a expresar las emociones del pintor, emociones que cambian y transforman las proporciones de los acontecimientos y de las cosas y las relaciones del color entre unos y otras, deforman las cosas hasta que no se reconocen o bien prescinden del todo de sus imágenes. Pero también en este caso los distintos experimentos del colorido y el modelado no llevan a los espectadores a otro mundo, a otro espacio y época, a diferentes valores.
Esta misión en la historia de la cultura humana le ha tocado en suerte a los iconos. Estos no representan, sino que constituyen propiamente otro mundo. Y lo hacen con medios de representación especiales, encontrados en el transcurso de muchos siglos.
También el color de los iconos desempeña un papel significativo: el de un lenguaje simbólico que debe expresar, no el color de las cosas, sino su luminosidad y la de los rostros humanos, iluminadas por una luz cuya fuente se encuentra fuera de nuestro mundo físico. Los espacios dorados de los iconos encarnan esta luz no terrestre, y el fondo dorado simboliza el espacio que “no es de este mundo”. En los iconos no hay sombras, porque en el reino de Dios todo está lleno de luz.
Los iconos tampoco pueden examinarse como si fueran cuadros. En ellos no sólo no se encuentra el espacio habitual, sino que tampoco existen acontecimientos vinculados con las relaciones naturales de causa y efecto. El icono es una ventana abierta a un mundo de otra naturaleza, pero esta ventana se abre sólo para quienes poseen una visión espiritual.
Para poder aproximarse a la comprensión de los iconos es preciso verlos con los ojos del creyente, para el cual Dios es una realidad indudable. Una realidad omnipresente que subyace detrás de todo acontecimiento, un invisible espectador y juez de cuya mirada ya no puede esconderse en ninguna parte.
Los cánones y métodos de creación de los iconos se han formado en el transcurso de muchos siglos, incluso antes de que se interesaran por ellos en la antigua Rus (como la conocían sus habitantes). Las tradiciones de la iconografía llegaron a la antigua Rus al mismo tiempo en que se aceptó el cristianismo de Bizancio a finales del siglo X.
El arte bizantino de aquella época tenía carácter religioso y estaba sometido a cánones severos. La regulación de la iconografía era resultado de largas discusiones y luchas, unidas a la iconoclasia. Una de las más importantes causas de la iconoclasia se encontraba en la presión ideológica y militar que ejercían los musulmanes sobre el imperio bizantino. En el Islam, la prohibición de venerar ídolos (entre los que los musulmanes incluían también la cruz y los iconos) llegó a ser absoluta.
En el año 730, el emperador bizantino León III prohibió el culto de los iconos. Antes de ser emperador, había trabajado mucho en las provincias orientales del Imperio y se encontraba bajo la influencia de los obispos de Asia Menor, los cuales, influidos a su vez por el Islam, pretendían purificar la religión cristiana de todo elemento material, sensual y no espiritual. Muchos iconos, mosaicos y frescos fueron destruidos. Pero la veneración de los iconos no se detuvo, más bien continuaba aunque sus seguidores eran cruelmente perseguidos.
El culto de los iconos fue readmitido de forma temporal en el año 787 en el VII Concilio Ecuménico, y definitivamente en 843.
Uno de los defensores autorizados de la veneración de los iconos fue uno de los más grandes teólogos y políticos: Juan Damasceno (675-alrededor de 750), cuyos argumentos ejercieron influencia en las decisiones del VII Concilio Ecuménico. Juan Damasceno enseñaba que la prohibición del Antiguo Testamento acerca de hacer imágenes de Dios tenía un carácter temporal: “En la entigüedad, nadie hacía imágenes de Dios. Pero ahora, después de que Dios se ha manifestado en la carne y ha vivido en medio de los hombres, hacemos imágenes del Dios visible. No hago la imagen de la Divinidad invisible: hago la imagen del cuerpo de Dios que he visto...”. Juan Damasceno escribió que Dios había venido para los hombres en su Hijo Jesúcristo, que entra en el mundo de los hombres y acepta el cuerpo humano: “porque teníamos necesidad de lo que es semejante a nosotros”.
Lo visible no transmite la esencia del Dios inconcebible. Pero, igual que el cuerpo tiene su sombra, también cada original tiene su copia: “el icono es recuerdo”. Y como la Sagrada Escritura es una representación verbal, una imagen de la historia sagrada, también los iconos son representación suya, pero no verbal, sino hecha con los toques del pincel y con los colores.
Por eso el icono -imagen- no es una copia de lo que se representa, sino el símbolo con cuya ayuda podemos alcanzar la comprensión de lo Divino. El icono desempeña el papel de mistico mediador entre el mundo terrestre y el celeste. Así se ha delimitado el sentido de la iconografía.
El VII Concilio Ecuménico exige a los pintores de iconos, durante el proceso de pintura de la imagen, que sigan estrictamente los cánones de la iconografía, los cuales regulan tanto el carácter como el modo de representación de las escenas religiosas y las personas de los santos. Se explica así el hecho de que los iconos son portadores y conservadores de la tradición eclesial. Por ello, la infracción del canon iconográfico y la deformación de la tradición se consideran herejías.
Los iconos están hechos de símbolos y también de letras, con las cuales se puede escribir el texto sagrado. Puede leer y comprender este texto sólo quien conoce las “letras” de este alfabeto.
La recopilación de todos los iconos canónicos constituye por sí misma la plenitud de la enseñanza ortodoxa. “Si se te acerca un pagano, diciendo: Muéstrame tu fe, lo llevarás a la iglesia y lo pondrás delante de varios tipos de imágenes sagradas”.
El icono es una representación sinóptica de la Sagrada Escritura. Y para que permaneciera inmutable, se creaban y transmitían de un autor a otro, de una generación a otra, los originales iconográficos, los modelos. Durante la elaboración de estos modelos, los rostros de los santos canonizados perdían sus trazos individuales y se transformaban en símbolos, es decir, en signos de una espiritualidad sobrenatural.
Poco a poco, el arte religioso de la Europa Occidental se aleja cada vez más de la iconografía y crea lo que se llama cuadros de temas religiosos.
El significado de este proceso es enorme. La actividad del pintor es siempre una búsqueda. Y esta búsqueda encuentra sus frutos: se descubren la perspectiva lineal, los modos de representar el movimento y la transmisión de las características del aire, entre otras cosas.
Los parroquianos, cuando venían al templo y se maravillaban de imágenes que podemos llamar iconos, conocían estos descubrimientos y -sin darse cuenta- aprendían. Este “aprendían” debe entenderse en sentido directo y en serio, porque en aquella época la ciencia todavía no estaba separada del arte, y muchos descubrimientos artísticos fueron embriones de las nacientes ciencias.
En Bizancio y en los demás países bizantinos la situación del arte representativo era diferente. La iconografía canonizada y los dogmas de la fe ortodoxa crearon un sistema de coordenadas que mostraban al hombre el verdadero camino del mar en el cual debía navegar durante su vida. El pintor de iconos no necesitaba la búsqueda de nuevos métodos de representación: ya existían los principios de creación de imágenes adecuadas a la fe.
Al inicio del segundo milenio, la Europa Occidental y la Oriental van hacia el futuro por caminos diferentes tanto en la cultura como en el arte y la ciencia.
La recopilación de las imágenes canónicas que se había realizado y los modelos iconográficos que se habían confirmado, han creado el mundo de la iconografía bizantina, cuyas obras maestras refuerzan y purifican la fe. De esta forma, ya plenamente delimitada, el arte iconográfico fue transmitido por Bizancio al pueblo de la antigua Rus.
En la Rus, la iconografía ha encontrado una nueva patria. Los maestros iconográficos rusos no sólo han asimilado de los griegos la tradición del gran arte que estos crearon, sino que también la enriquecieron generosamente. Han dado a la iconografía la estética y el temperamento de un pueblo joven, apenas salido a la escena de la historia mundial. A diferencia de las pesadas y estáticas imágenes bizantinas, los iconos rusos resplandecen de colores luminosos y sonoros, de líneas difuminadas, pero llenas de fuerza y movimento. Los autores de la mayoría de los iconos rusos no son conocidos. Los iconos, al igual que las oraciones, son producto de la creatividad común y han sido cuidadosamente formados por muchas generaciones, como la talla de una piedra preciosa. El pintor de iconos, durante el proceso de pintar, crea sólo una reproducción nueva del original, se remonta al Prototipo. Pero un buen maestro también podía expresarse con difuminados delicadísimos. Tal icono-oración era un directo y personal modo de dirigirse a Dios, y por ello no tenía necesidad de llevar el nombre de la persona que lo creaba. Los mejores iconos de la antigua Rus están llenos de un profundo significado espiritual y, aunque representan el mismo tema, son sorprendentemente distintos, como distintas eran las personas que los pintaron.
La canonización de la iconografía desempeñaba un doble papel: por una parte, limitaba la libertad creativa del pintor de iconos y, por otra, encarnaba la rica experiencia iconográfica, fruto de esfuerzos intelectuales y espirituales de las generaciones pasadas. La iconografía era una obra creativa común, y cada pintor aportaba su contribución a esta gran labor.
El arte eclesiástico puede considerarse sólo desde el punto de vista eclesiástico; tal comprensión no es posible sin conocer la enseñanza ortodoxa. Los iconos y el canto eclesial no pueden tratarse únicamente desde una óptica estética. Por sí mismos representan algo diferente del arte. Y se comprende por qué la Iglesia Rusa insiste en recuperar los iconos milagrosos, conservados en museos. En un museo, el icono deja de ser icono. Tiene necesidad de toda la estructura de la vida eclesial: el templo, la liturgia, el lugar en el orden de los demás iconos y, sobre todo, los ojos de los fieles, para los cuales el icono es la ventana a otra realidad: la realidad del mundo divino.
La perspectiva invertida
La comprensión de los iconos puede resultar difícil visto el especial modo de representar el espacio, las personas y los objetos que en este espacio se encuentran.
Si miramos los cuadros con ojos occidentales, las cosas representadas en ellos nos parecen iguales a lo que vemos a nuestro alrededor. Esta “verosimilitud” de la pintura occidental se alcanza gracias al uso de la perspectiva lineal. La ciencia de la perspectiva nació en el siglo XIII y ha desempeñado un papel importantísimo en el destino de la historia europea.
El primer pintor que creó sobre la superficie la ilusión del espacio tridimensional fue el italiano Giotto (1267-1332). Antes de Giotto, las partes interiores de las casas en los cuadros, frescos e iconos no existían. Las personas de la acción aparecían sobre el fondo de un edificio o de una montaña con una gruta. Se sobreentendía que la acción descrita sucedía dentro de tal edificio. Para mostrar la parte interior, la pared más próxima al espectador está como sacada del fresco. Se ofrece la sección de la casa. Tal representación de la parte interior de la casa es una gran novedad aportada por Giotto. Es un modo valiente de abandonar la tradición establecida. Según la grandeza de los objetos representados (bancos, baules), puede deducirse la grandeza de la estancia en la que sucede la acción. Giotto construía el espacio de sus frescos como si estuviera hecho de transparentes centímetros cúbicos. Este era el primero y más importante paso en el camino hacia la concepción aritmética del espacio. La geometría analítica, cuyos fundamentos fueron colocados por el filósofo y matemático francés René Descartes (1596-1650), habría nacido, sin duda, mucho más tarde si no hubiera existido el hallazgo de Giotto.
La relación de los pintores de iconos con el espacio era totalmente diferente. El espacio “que no es de este mundo” se indica en los iconos generalmente con el fondo de color dorado continuo, en cambio los objetos y su respectiva composición se presentan en la denominada perspectiva invertida.
Trataremos de aclarar la naturaleza y las características de la perspectiva invertida. Es más antigua que la lineal. Los pintores de iconos estaban convencidos de que la mirada humana no es perfecta, de que no podemos fiarnos de ella por su naturaleza carnal. Por tal motivo, estos pintores representaban el mundo no tal como lo veían, sino como de hecho es, utilizando no la experiencia de la vida terrenal, sino los dogmas de la fe. Los autores de los primeros esfuerzos en la perspectiva lineal, Ibn al Haisam y C. Vitelo, consideraban la reducción de las medidas de los elementos, según la creciente lejanía de ellos del espectador, un engaño de su vista. A pesar de ello, la geometría de la perspectiva lineal (la reprodución del “engaño de la vista”) resultaba cómoda y fue asimilada con el tiempo por los pintores europeos.
Los pintores de iconos ortodoxos, en cambio, se mantienen fieles a la perspectiva invertida.
Ya hemos indicado que el icono es una ventana al mundo santo, sagrado, y que este mundo se abre ante la persona que lo mira. El espacio de este mundo tiene características diferentes de las del espacio terrestre, no accesibles a la vista carnal y no explicables con la lógica del mundo de aquí.
Sobre el diseño se da el esquema de la construción del espacio que se alarga. Se crea la perspectiva invertida: también los objetos se hacen más grandes cuanto más se alejan del espectador.
No podía existir un respeto riguroso del esquema: el mundo en los iconos sólo está delineado por los símbolos de los objetos y las personas, y a menudo se encuentran “errores” de representación.
La perspectiva invertida y sus características están claramente expresadas en el icono de la “Deposición en el sepulcro”. En el primer plano del icono se representa el sepulcro, con el cuerpo de Cristo, envuelto en un sudario, dentro de él. La Madre de Dios se inclina sobre él, juntando su rostro al del Hijo. A su lado, también el discípulo amado por el Maestro se inclina ante su cuerpo: es Juan Evangelista, que, apoyando el mentón en la mano, mira con dolor el rostro de Jesucristo. Detrás de Juan, en postura de aflicción, están representados José de Arimatea y Nicodemo. A su izquierda, las mujeres que han traido los óleos.
Esta escena llena de dolor aparece sobre un fondo de “colinas de icono” pintadas en perspectiva invertida: estas colinas se esparcen radialmente “en profundidad”.
La perspectiva invertida crea aquí un efecto excepcionalmente fuerte: el espacio se abre en longitud y en profundidad, a lo alto y a lo bajo, con tanta fuerza que lo que sucede bajo los ojos del espectador adquiere una dimensión cósmica. Las manos alzadas de María Magdalena parecen unir el lugar donde se encuentra el sepulcro del Señor con todo el Universo.
La atención del espectador es atraída, a través del sudario que resplandece con un candor no terrestre, hacia el cuerpo de Cristo envuelto en él, pero los detalles de las partes bajas de los vestidos de Juan Evangelista y de María Magdalena están pintados de tal modo que parecen llamas oscuras que se alzan sobre el fondo terso del omoforión (manto) rojo de María Magdalena. Las manos alzadas en postura trágica llevan tras ellas la mirada hacia lo alto, donde se extiende otro mundo. Pero los bordes de las colinas del icono descienden como rayos hacia el sepulcro, y hacen volver de nuevo la mirada al cuerpo de Cristo, centro del universo.
El laconismo y la expresividad hacen de este icono un ejemplo de síntesis entre oración y llanto, cuyas dolorosas palabras han adquirido rasgos y color y se han metido en la tabla del icono.
La perspectiva invertida no es una falta de habilidad en la representación del espacio. Los antiguos pintores de iconos rusos no aceptaron la perspectiva lineal cuando la conocieron. La perspectiva invertida conservaba su significado espiritual y era una protesta contra las seducciones de la “vista carnal”.
Muchas veces la utilización de la perspectiva invertida también aportaba ventajas: permitía, por ejemplo, desarrollar las composiciones para hacer ver los detalles o las escenas “cubiertas” por ella.
El tiempo en los iconos
Para comprender los iconos es necesario saber cómo percibía y comprendía el tiempo la gente en el Medievo. Las diferencias de comprensión del tiempo en la Europa Occidental y en Bizancio se formaron en la época del Renacimiento, cuando Europa, a diferencia de Bizancio, inició el camino hacia una nueva concepción del mundo. En el año 1204, tras la conquista temporal de Constantinopla por parte de los cruzados, la separación de Bizancio de Europa se hizo aún más profunda e irreconciliable.
La diferente aproximación al concepto del tiempo ha delimitado la diferencia de referirse al mundo, a los acontecimientos que en él han tenido lugar, al papel del hombre en estos acontecimientos. Como consecuencia, han cambiado los objetivos y el sentido del arte representativo en Bizancio y en la Europa Occidental, hecho por el que se formaron de manera esencial diferentes modos de aceptación representativa, utilizados, respectivamente, por los pintores de la Europa Occidental y por los pintores de iconos de los países ortodoxos.
La época del Renacimiento suscitó la comprensión de la historia, separando la historia sacra de la secular. En las fuentes de la historia en cuanto ciencia están los grandes italianos: Francisco Petrarca (1304-1374), Leonardo Bruni (1374-1444) y Lorenzo Balla (1403-1457).
Lorenzo Balla -autor de un celebre escrito “Sobre la belleza de hablar en latín”- tuvo como uno de sus objetivos el renacimiento del latín clásico, en el cual la filosofía, la retórica y el lenguaje eran inseparables. Y debió no sólo volverse a la herencia de la antigüedad, sino también seguir las causas del “deterioro de la lengua” y de la caída de la cultura en un “siglo bárbaro”. Esto condujo al descubrimiento de la retrospectiva histórica y del tiempo histórico.
El tiempo comenzaba a ser referido al cambio, a la unión causa-efecto de los acontecimientos en su sucesión histórica. Nacía la concepción de la continuidad histórica, y en relación con todo ello apareció la comprensión de la profundidad del tiempo: la retrospectiva.
El descubrimiento de la retrospectiva y del tiempo histórico coincidió, prácticamente, con el nacimiento de la ciencia sobre la perspectiva espacial y con el descubrimiento de la perspectiva lineal.
El reconocimiento de la localización espacio-temporal de los acontecimientos condujo al hecho de que en los cuadros de los pintores europeos desaparecieran las escenas donde algunos hechos que sucedían en diferente época se presentaban juntos. Así, en el fresco de Giotto de la “Natividad de María” vemos a una muchachita en dos lugares al mismo tiempo: en manos de la comadrona que está sentada en el suelo cerca del lecho y junto a la madre. Los ejemplos de esta clase son muchísimos.
La nueva relación con el tiempo y el nuevo pensamiento teológico que reconocía al hombre la liberdad de su volundad, a través de la cual se realiza el proyecto divino, dieron a luz un hombre nuevo: el hombre consciente de la acción. El hombre que crea su historia junto a los demás: la historia de su pueblo (Leonardo Bruni). Este hombre nuevo ha podido decir de sí mismo: “yo utilizo el tiempo, ocupado siempre en algún asunto, yo prefiero perder el sueño que perder el tiempo” (León Bautista Alberti, “Sobre la familia”).
Todo esto tuvo un efecto inmediato sobre el arte representativo. Los pintores comenzaron a estudiar el movimiento del cuerpo humano, los cambios de su aspecto exterior, condicionados por el estado de ánimo (ira, alegría, risa, dolor) o por los procesos de envejecimiento. En este campo se hicieron descubrimientos fundamentales: se comprendió el papel de los músculos y su especialización.
La concepción del movimiento como contradicción del equilibrio aportó nuevas formas de composición, como, por ejemplo, el desplazamiento del centro de gravedad del cuerpo, la representación sobre el cuadro del gesto no acabado, que era aceptado por el espectador como movimiento continuo.
El hombre pasivo de la época gótica fue cambiado por otro hombre: el hombre que expresa libremente su voluntad. La prontitud en la acción, el movimiento, se representaba con los músculos tensos, con la expresión del rostro y de los ojos. Al mirar el cuadro esperamos la acción. Gracias a este esperar, el cuadro está vivo, en él se siente el latido del tiempo.
En la Europa oriental -en Bizancio y en la antigua Rus- se conserva en cambio la concepción primitiva del tiempo y de la historia, heredada una vez más de los Padres de la Iglesia (San Agustín y otros). La vida del hombre es un tiempo que tiene su inicio y su final desde el momento de la creación del hombre por Dios hasta la segunda venida de Jesucristo. El acontecimiento que ha separado la historia en dos partes -la antigua y la nueva- fue el nacimiento de Jesucristo, la encarnación de Dios bajo la forma humana.
Antes de la creación del mundo el tiempo no existía. El tiempo es un concepto inaplicable a Dios. De Dios no puede decirse “era” o “es” o “será”: Dios es eterno, todo presente e inmutable. Dios no envejece, no cambia.
En los iconos bizantinos y rusos este hecho se hace evidente con tres letras griegas en la aureola de Cristo, dentro de la cual se pinta la cruz. En ruso se traduce por “existente”, el que “ha sido siempre”, “siempre es” y “siempre será”, y hace referencia al nombre de Dios en el Antiguo Testamento: Yahvéh, el Existente.
Dios creó el mundo y el tiempo se “inició”. El tiempo se inició y se acabará cuando se produzca la segunda venida de Jesucristo, “cuando el tiempo ya no será más”. De este modo, también el tiempo mismo resulta ser algo “temporal”, algo que pasa. Es como una “piececita” en lo profundo de la eternidad sobre la cual Dios realiza su proyecto, creó a Adán conociendo desde el inicio la suerte de sus descendientes. Y todo acontecimiento de la vida de los hombres es expresión de la omnipotencia de Dios, y de ningún modo resultado de la acción autónoma de los hombres.
El plan divino existe ya en su plenitud, en la cual encuentra lugar todo: el tiempo, la historia, la vida, todos los objetos, todos los hombres, todos los acontecimientos, y todo tiene su lugar bien delimitado. De este modo, la causa de cualquier hecho no se explica en nuestro mundo terrenal, sino que ya existe, pero en otro mundo. Dios es la fuente de todo, de lo que ya ha existido y de lo que aún existirá.
La vida terrenal de la humanidad es un espacio entre la creación del mundo y la segunda venida, es una prueba antes de la eternidad, cuando el tiempo ya no será más. A los que venzan durante esta prueba les espera la vida eterna. Los santos, representados en los iconos antiguos, ya son considerados dignos de esta vida eterna en la cual no hay movimiento ni cambio, en el sentido habitual de estas palabras. Los dedos de la mano derecha que bendicen son un mensaje de un reino que no se encuentra en este mundo. Dedos muy finos, alzados sin ningún esfuerzo ni tensión. No tienen peso, porque en aquel mundo no existe gravedad. La mirada del santo del icono es una mirada de la eternidad. Esta mirada no está oscurecida por las pasiones, y sólo en momentos de lucidez espiritual podemos responder a esta mirada. Y por ello, los ojos que nos miran desde los iconos nos producen tanto temor, y nos inculcan inquietud, temor, esperanza.
Lo que se representa en los antiguos iconos rusos no se somete ni a la localización espacial ni a la temporal. La imagen está fuera del espacio y fuera del tiempo.
Arriba vemos una de las imágenes del pincel de Andrei Rublev (1360/70-1430): “Cristo Salvador”.
Los ojos se vuelven hacia nosotros desde la eternidad: lo ven todo, lo comprenden todo, lo abarcan todo. Y precisamente porque en la mirada del Salvador puede encontrarse todo, a Él pueden convertirse todos y siempre.
Esta específica comprensión del tiempo y del espacio en la iconografía rusa antigua tenía un carácter principalmente dogmático.
He aquí por qué, cuando, en la segunda mitad del siglo XVII, en la iconografía rusa comienzan a aparecer las influencias del arte occidental, esto ha provocado descontento y protestas. La causa no reside en el conservadurismo de la iconografía, sino en el peligro de deformación de la esencia misma y del significado de los iconos. “Pintar como si estuviera vivo” no se admite en los iconos. Es difícil no estar de acuerdo con ello. Los santos se encuentran en otro mundo, en la eternidad, y ya no viven la vida terrenal y efímera, medida por el tiempo y manifestada en los cambios.
Esto explica por qué a la iconografía no es plenamente oportuno llamarla arte.
La luz en los iconos
Al hablar de los iconos, es necesario hacerlo de “una gracia que lleva la luz de Cristo”. En la iconografía ha encontrado su expresión una ciencia ortodoxa, el hesicasmo: Dios es desconocido en su esencia. Pero este Dios se manifiesta con su gracia a través de una energía divina que Él infunde en el mundo. Dios emana luz en el mundo.
Como enseñaba San Gregorio Palamás (1296-1359), Jesucristo es la Luz, y su enseñanza es la iluminación de los hombres. De una forma aceptable para los hombres, esta luz divina fue manifestada por Jesucristo a sus discípulos más próximos sobre el monte Tabor: “... Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías, que conversaban con él” (Mt 17,1-3).
La luz de la Trasfiguración sobre el Tabor no era ni sensual ni material, y los apóstoles iluminados por ella eran dignos de ver la no carnal “luz sobrenatural”.
La luz en la ortodoxia, bajo la influencia del hesicasmo, ha adquirido un significado especial y un sentido específico. Todo lo que hay que hacer con Dios está penetrado por un esplendor divino y lleva a la luz. El mismo Dios en su inaccesibilidad e incomprensibilidad es una “oscuridad sumamente clara”.
¿Cómo mostrarlo, aunque podamos usar el lenguaje de los símbolos? ¿Cómo podemos representar este “esplendor blanco como la luz” en la escena de la Trasfiguración? Los pintores de los iconos han intentado hacer lo imposible. Si han tenido éxito, podemos juzgarlo por las imágenes de la “Trasfiguración” que han llegado hasta nosotros.
Las energías divinas han agitado la tierra, y más sutilmente se hacen evidentes los bordes de las colinas del icono, “...una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”. Y los apóstoles cayeron por tierra llenos de miedo, tapándose los ojos con las manos.
La figura de Cristo emana una luz increíble, que lleva al mundo la gracia y la iluminación espiritual. Sus rayos están diseñados en el icono con pinceladas doradas, que se propagan radialmente desde su Fuente inexplicable.
Es muy interesante comparar las imágenes rusas de la Trasfiguración con las bizantinas. Nos permitirá imaginar más claramente la intensidad de la vida espiritual de la antigua Rus y la relación de los pintores de iconos con el acto sacramental de la Trasfiguración.
“La gracia que lleva a la luz” se diseñaba en los iconos antiguos con trazos dorados sobre los pliegues del vestido de Jesucristo, y más tarde, sobre las alas de los ángeles y sobre los pliegues de los vestidos de la Virgen. Este esplendor brillante de las líneas doradas creaba un resplandor específico de los iconos, que atravesaba el aire alrededor de ellos.
La relación llena de temor del fiel ruso con la llama de la vela viene precisamente de aquí: esta lucecita de la vela es símbolo de la gracia divina que lleva a la luz bajada del cielo.
El hesicasmo (de la palabra griega esiquia = paz, quietud) es también la ciencia del camino de unión con Dios a través de la penitencia: “Purificado por la penitencia y por ríos de lágrimas, yo mismo llego a ser dios a través de una unión inexpresable”. Así escribía un religioso filósofo bizantino, Simeón el Nuevo Teologo (949-1022).
Esto explica una vez más por qué los rostros de los santos en los iconos son símbolos, es decir, rostros de quienes se han encontrado fuera del tiempo: en la eternidad. Y precisamente por ello, los rasgos individuales del rostro -la faz-, que son únicamente atributos casuales de la vida terrenal temporal, se abandonan sólo como signos que no deben ser fijados.
La faz es un rostro liberado de las pasiones mundanas, transformado espiritualmente. Reconocer o distinguir a uno u otro santo sólo es posible según una serie de signos canónicos (libro, vestido, barba, bigote, etc.). Esta serie es una constante iconográfica de su género, repetida sin cambios en toda representación de tal santo en los diferentes iconos de distintas épocas.
De todas maneras, aun cuando los rostros son símbolos de una elevada espiritualidad del hombre, son también los rostros de las personas. Y la misma faz del hombre llega a ser un icono, porque “el hombre ha sellado en sí mismo la imagen de Dios más perfectamente que los ángeles, que son espíritus puros”. El hombre, su carne, su rostro, han sido santificados por Cristo en el gran misterio de la Encarnación. “Dios ha elevado la naturaleza humana, a la que ya había preparado desde antes, como una condición de Su vestido en el cual se ha envuelto a través de la Virgen María”.
Pero los iconos no representan la carne, como lo hacía el arte de la antigüedad pagana. Reproducen sólo aquellos rasgos visibles que expresan las invisibles características del Prototipo, como la humildad, la bondad, la paciencia, la simplicidad y la mansedumbre.
El iconostasio
El iconostasio es una pared más o menos sin interrupciones que va desde la parte septentrional a la meridional del templo, y en la cual, en un orden delimitado, se colocan los iconos. Esta pared separa el santuario de la parte central del templo ortodoxo. En el iconostasio hay tres puertas. La puerta central, con dos hojas, recibe el nombre de puerta santa, y está prohibido que entre por ella nadie que no sea clérigo. A la derecha se encuentra la puerta meridional, llamada también puerta diaconal, y a la izquierda la puerta septentrional.
Los iconostasios no han estado siempre en la iglesia; en los primeros siglos, el santuario era visible para todos los que rezaban y la única separación consistía en una celosía. Aún hoy la puerta santa muchas veces está adornada por una celosía, y el iconostasio casi nunca llega hasta el techo. Esto es así para que la voz del sacerdote se pueda escuchar en todo el templo.
Contemplemos ahora los iconos. El iconostasio está adornado exclusivamente por diferentes filas de iconos.
La fila de abajo. Hay algunos momentos importantes; si se conocen, es sencillo comprender la difícil simbología del iconostasio. Cuando entras en un templo que no conoces, vale la pena mirar las imágenes de la fila de abajo: en ella se encuentran siempre los iconos más grandes.
Comencemos por la imagen exterior a la derecha. Es un icono propio del templo, y en él se destaca en honor de qué festividad o a cuál santo se dedica la iglesia en la que te encuentras. En este mismo lugar, a la izquierda, está “el icono del orden local”. Al verlo, sabrás cuál es el santo más venerado en tal lugar, ciudad o país.
Al acercarte a las puertas santas, verás sobre ellas los iconos, no muy grandes, de la Anunciación y de los cuatro evangelistas: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Sobre las puertas santas se encuentra “La Última Cena”: el símbolo del sacramento de la Eucaristía.
A la derecha de las puertas santas hay un gran icono del Salvador; a la izquierda, el icono de la Madre de Dios con el Niño en las manos. Sobre las puertas septentrional y meridional, los arcángeles Gabriel y Miguel.
La segunda fila. Veamos los iconos de la siguiente fila. Si la fila más baja nos muestra los momentos más importantes de la enseñanza ortodoxa y las características de la veneración de los santos de aquel lugar, la segunda fila (también llamada orden de la Deesis) es más compleja: el número de iconos es mayor y su tamaño es más pequeño. Toda esta fila simboliza la oración de la Iglesia a Cristo, la súplica que se eleva ahora y que se concluirá en el momento del Juicio Final. En el centro de esta fila (directamente encima de las puertas santas y sobre el icono de la Última Cena) se encuentra el “Spas (Salvador) entre las potencias”. Cristo, sentado en el trono con el libro, está representado sobre el fondo de un cuadrado rojo con los ángulos prolongados (la tierra), de un círculo azul (el mundo espiritual) y de un rombo rojo (el mundo invisible). Esta imagen presenta a Cristo como juez severo de toda la creacción. A la derecha se encuentra la imagen de Juan el Precursor, que ha bautizado al Señor; a la izquierda, el icono de la Madre de Dios. No por casualidad la Virgen es intercesora. Se la representa en toda su estatura, mirando hacia la izquierda y llevando un rollo en la mano. A derecha e izquierda de estos iconos están las imágenes de los ángeles, profetas y santos más conocidos, que muestran con su vida la santa Iglesia de Cristo.
La tercera fila. Esta fila recibe también el nombre de “orden de las festividades” o fila histórica: nos muestra los acontecimientos de la historia evangelica. El primer icono de esta fila es la Natividad de la Santísima Virgen María; vienen después la Presentación de la Madre de Dios en el templo, la Anunciación, la Natividad de Cristo, la Presentación de Cristo en el templo, el Bautismo, la Trasfiguración, la Entrada en Jerusalén, la Crucifixión, la Resurrección, la Ascensión, la Venida del Espíritu Santo y la Asunción.
La cuarta fila. Si los iconos de la tercera fila son ilustraciones del Nuevo Testamento, los de la cuarta nos llevan a los tiempos de la Iglesia veterotestamentaria. Aquí están representados los profetas que predicaban lo que habría de suceder: la venida del Mesías, la aparición de la Virgen que dará a luz a Cristo. No por causalidad en el centro de esta fila se encuentra el icono de la Madre de Dios, “la Orante”, que muestra a la siempre pura Virgen con las manos alzadas hacia el cielo en postura de oración y con el Niño en su seno.
La quinta fila. Esta fila se llama el “orden de los patriarcas”. Los iconos de esta fila nos remiten a los acontecimientos más primitivos en el orden del tiempo. Aquí se encuentran las imágenes de los antiguos padres, desde Adán hasta Moisés. En el centro de la fila se encuentra el icono de la “Santísima Trinidad veterotestamentaria”, símbolo del eterno acuerdo de la Trinidad con respecto al sacrificio del Dios-Verbo para la Redención del hombre tras la caída de éste.
La cima del iconostasio la coronan los iconos de la Crucifixión.
Este esquema del iconostasio no se reproduce en todas las iglesias. En los tiempos de la antigua Rus, el iconostasio de cinco filas era el más comín, pero a veces la cantidad de filas podía reducirse hasta una con la necesaria imagen de la Última Cena sobre las puertas santas.
Fuente: Orthodox World
Adaptación propia