El templo

En el templo bizantino


Cuando un cristiano occidental entra en el templo bizantino para la Liturgia Divina se encuentra en otro mundo. 

Al principio, entra en la iglesia, cuya forma, decoración y ornamentos no sólo están sometidos a una tradición, sino que también tienen un significado propio. Tras haber pasado por el nártex, se encuentra en la nave, que no tiene la forma rectangular a la que está habituado, sino la del cuadrado, y que está completamente vacía, a excepción de algunos asientos, destinados a los enfermos y débiles. Alza la cabeza y allí está el Cristo Pantocrátor, que lo mira con majestad desde lo alto de la cúpula central. Alrededor del tambor que sostiene la cúpula están los profetas, los apóstoles, los confesores semejantes a los ángeles, y en las bóvedas en torno a la cúpula se encuentran los querubines y serafines, los cuatro evangelistas y algunas escenas de la vida de Cristo; de ellas suelen surgir las escenas que se recuerdan en los calendarios litúrgicos. Más abajo, sobre los muros, vemos las figuras de monjes y ascetas, de mártires, confesores y maestros; la hilera de los santos es como un marco que envolviera a toda la asamblea orante.

Detrás, en el muro occidental de la nave, se presenta la Asunción de la Virgen María (la Dormición); en el muro oriental, en cambio, se alza una barrera, adornada de iconos: el iconostasio, que separa la nave del santuario. Esta barrera puede ser baja o también llegar hasta el arco. En el centro se encuentra una puerta con dos hojas; a los lados, otras dos puertas con una sola hoja. Sobre el iconostasio alto suelen reproducirse los ornamentos de la nave, pintados al fresco o hechos en mosaico. A la derecha de la puerta central de dos hojas, también llamada “puertas santas”, se encuentra la imagen del Cristo Pantocrátor; a la izquierda, la de la Virgen María con el Niño. Sobre las puertas santas se reproduce la Anunciación, y sobre las dos puertas laterales de una sola hoja, llamadas también "septentrional" y "meridional", los arcángeles Miguel y Gabriel o bien los santos diáconos. Directamente encima de las puertas santas se reproduce la Última Cena. La segunda fila de iconos (u orden de las festividades) está formada por los iconos que representan acciones salvíficas de Cristo en su vida terrenal, en los que se recuerdan las más importantes festividades del calendario litúrgico. Sobre ellos, en la tercera fila (u orden de la Déesis), se representan los apóstoles, vueltos -en actitud de oración- hacia el centro, donde aparece Cristo sentado en el trono y, a sus lados, los dos principales intercesores de la humanidad: la Virgen María y Juan el Bautista. A veces existe una cuarta fila (u orden de los profetas) en la que se encuentran los profetas, situados a ambos lados de la Virgen con el Niño, y todo el iconostasio abraza la cruz con la imagen pintada del Señor crucificado (en el templo no hay imágenes tridimensionales) con la Virgen María y el apóstol Juan a sus lados. 

Cuando las puertas santas están abiertas, en el centro del santuario (que habitualmente tiene forma de ábside semicircular), los que están allí rezando pueden ver el altar, ricamente adornado, de forma cúbica; sobre él se encuentra la cruz, los lampadarios y el arca, muchas veces con forma de templo, en el que se preserva el pan consagrado durante la Eucaristía. Se pueden observar también las pinturas del santuario. En la parte más baja, dos filas de obispos, revestidos para la liturgia y vueltos hacia el altar. Sobre ellos, Cristo dando la comunión a los apóstoles: con una mano distribuye el pan consagrado y con la otra da el cáliz. Desde la cúpula semiesférica del ábside, por encima del santuario, la Virgen mira hacia la nave (su imagen puede verse muchas veces desde la misma nave, por encima del iconostasio). Pero quienes están allí rezando probablemente no verán el otro altar sobre el que se preparan el pan y el vino eucarísticos, cuyo acceso se abre a través de la puerta septentrional del iconostasio. Tampoco verán las pinturas que hay encima, que representan el nacimiento, la muerte y la sepultura de Cristo. Ni podrán ver la parte meridional del ábside, que sirve de sacristía.

Un típico templo bizantino, con todas sus lámparas y velas y el olor del incienso que lo penetra todo, se diferencia mucho de la atmósfera de la celebración a la cual está habituado un hombre occidental. El templo es algo más que un lugar donde se reune una asamblea en oración: es la imagen del cielo sobre la tierra. Si las partes bajas de la nave presentan el mundo visible, la cúpula, y también mucho más la parte en la que se encuentra el santuario, son símbolos del cielo, donde los ángeles, los arcángeles y todas las fuerzas celestiales rinden culto al Dios Trino y Uno. El cristiano occidental observa que el templo bizantino suscita en él un santo temor; los bizantinos, sin embargo, se sienten en él más a gusto que el cristiano occidental en el suyo, cuya disposición es más sencilla. Cuando los bizantinos entran en el templo, dan una vuelta alrededor de él, besan los iconos, encienden velas ante ellos, rezan. Pueden llevar hasta la puerta septentrional del iconostasio un pequeño pan de forma redonda, llamado “prosfora”, es decir, “ofrenda”, y dárselo al diácono o ministro junto con una lista donde se recuerda a los vivos y a los muertos. La atmósfera en el templo bizantino está llena de devoción, pero al mismo tiempo no es formal, sobre todo gracias a que en estos templos no hay bancos puestos en batallón. Una disposición de ese tipo raramente se encuentra en las iglesias occidentales, en las que suele haber bancos o sillas.

El templo bizantino frente al occidental


El templo cristiano tiene siempre como planta la cruz de Cristo, signo de salvación. En Occidente, los templos se construían sobre la planta de la cruz latina, alargada, hecho que crea un espacio dinámico, extendido sobre el eje oriente-occidente, inclinado hacia el presbiterio, lugar en el que, sobre el altar, se encuentran las Especies Eucarísticas. Este movimento está subrayado por filas de columnas, que recuerdan una solemne procesión, que seduce y atrae al que entra en la iglesia. En la parte occidental del Imperio Romano se desarrollaba un cristianismo social activo, misionero, y este hecho ha condicionado la elección de las formas arquitectónicas correspondientes, el impetuoso despegue de las torres y los campanarios góticos, como si trataran de asaltar el cielo. La forma del pináculo, como coronamiento de la basílica, reemplaza plenamente a la cúpula, tan amada en Oriente.

En la parte oriental del Imperio Romano se desarrollaba un cristianismo de otro tipo: contemplativo, de oración y meditación, dirigido a la trasformación interior del hombre. Aquí también los templos han tomado otras formas. Ante todo, en la planta del templo cristiano oriental encontramos la cruz griega, de brazos iguales; gracias a ella, el espacio del templo es estático, centrado, congregado bajo la cúpula, la cual, como un manto, abarca a los que están orando. Lo principal aquí no es la dinámica del movimiento, sino la paz de la contemplación, el recogimiento interior y la percepción de la presencia divina. La basílica se transforma aquí en un templo de cruz-cúpula.

Así, en las formas arquitectónicas de los templos se expresan la unidad y la variedad de dos tradiciones: la latina y la bizantina.

La basílica cristiana, como el Templo de Jerusalén, tiene una estructura triple: el presbiterio (llamado santuario en la tradición bizantina) en la parte oriental, la nave en la parte central, y el atrio en la parte occidental. El presbiterio-santuario recuerda el Santo de los Santos del Antiguo Testamento: sólo los sacerdotes pueden entrar en él durante la celebración. En la tradición bizantina, el santuario está separado de la nave con una tienda, que también guarda analogías con el Templo de Jerusalén. Esta barrera se ha transformado en el iconostasio.

Dentro del templo


El templo bizantino es un mundo complejo, en el que se puede aprender a orientarse. El santuario se encuentra en la parte oriental del templo, porque Cristo es la luz del mundo. Esta parte oriental del templo es símbolo también de Tierra Santa, Belén, Nazaret, Jerusalén, donde nació, vivió, murió y resucitó Cristo. La forma del ábside del santuario es semicircular y recuerda una gruta. La tradición cristiana venera dos grutas: la de Belén, en la que nació Cristo, y el Sepulcro del Señor, en el cual colocaron el cuerpo de Cristo tras bajarlo de la cruz, y del cual surgió en la resurrección, destruyendo los cepos de la muerte. La parte occidental del templo, opuesta a la oriental, simboliza la puesta del sol, y allí, en el atrio que se encuentra en esta parte occidental del templo, es donde están los penitentes y los no bautizados.


El templo y sus pinturas forman un libro destinado a ser leído. Es necesario leer este libro de arriba a abajo, porque el templo viene de lo alto, del cielo. Y su parte superior se llama “cielo”, mientras que la inferior es “tierra”. El cielo y la tierra forman el cosmos (palabra griega que significa “adornado”, “bello”). Realmente, dentro del templo se pintaba en todas las partes donde se podía, incluso en los ángulos que el ojo no podía ver. Las pinturas se realizaban cuidadosamente y con belleza, porque el principal espectador de todo es Dios, Omnividente y Omnipotente. Su imagen se encuentra en la misma cúpula, en el punto más alto del templo. En la tradición bizantina, a Dios se le representa bajo la forma de Jesucristo Pantocrátor. En la mano izquierda lleva el libro y con la derecha bendice al Universo.


Pasando de la cúpula a la parte central del templo se encuentran superfices semiesféricas, en las que se pinta a los cuatro evangelistas, que llevan del cielo a la tierra la Buena Noticia a través del evangelio. Las bóvedas y los arcos unen el cielo con la tierra. En las bóvedas se representan los acontecimientos esenciales de la historia evangélica; en los arcos, los apóstoles, los profetas, los santos y todos aquellos que ayudan a los hombres en su ascender al cielo. Los muros del templo se pintan con los temas de la historia sagrada: el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, las vidas de los santos, hasta la historia de un país, un territorio o una ciudad determinados. El círculo temático parece a primera vista limitado, como si se repitiera; a pesar de ello, ninguna iglesia es igual a otra: en cada una el esquema pictórico es original.


Puede decirse que el templo bizantino es una enciclopedia. En cada templo está presente toda la historia de la humanidad, desde la caida de Adán y Eva hasta los tiempos contemporáneos, hasta los santos del siglo XX. El culmen de la historia del mundo y la cima del universo es el Gólgota, el lugar donde fue crucificado Jesucristo, donde se cumplió el sacrificio de la cruz y donde se realizó su victoria sobre la muerte en la Resurrección. Todo esto está concentrado en la parte oriental del templo, allí donde se encuentra el santuario. El prólogo y el epílogo del mundo se encuentran en la parte opuesta del templo, en el muro occidental: aquí se pueden ver las escenas de la creación del mundo, el paraiso donde las almas de los justos se encuentran en la bendición. A menudo, el muro occidental está ocupado por las escenas del Juicio Final; así, al salir del templo por la puerta occidental, el hombre tiene la posibilidad de acordarse de la hora en que acabará su vida terrestre y en la que cada uno acudirá a juicio. Sin embargo, al mismo tiempo, el Juicio Final no debería asustar tanto al hombre, sino hacerle recordar que es responsable de la vida que ha vivido.


El templo es el cosmos que abraza a todos los que han vivido, viven y vivirán: todos ellos coexisten en el plan de Dios sobre el mundo. Las bóvedas del templo están sostenidas por fuertes pilares, en los que están representadas las figuras de los santos: los mártires, los guerreros, aquellos que habitualmente reciben el nombre de “pilares de la Iglesia”. Con sus acciones heróicas sostienen el edificio espiritual de la Iglesia, del mismo modo que el templo se apoya sobre pilares. En los declives de las ventanas están pintados los santos monjes. Los muros de los templos paleorrusos eran muy gruesos, se formaban superficies muy extensas para permitir la realización de grandes pinturas. Por lo general, figuran los venerables padres del desierto, los fundadores de monasterios, los maestros de espiritualidad. Las ventanas del templo tienen la función de los ojos: son fuente de luz, a través de las cuales el templo mira el mundo. Así, estas personas benditas y veneradas son los “ojos de la Iglesia”: miran el mundo y ven lo invisibile, lo que está oculto para otros.


En el ábside muchas veces se representa a la Virgen María como Orante. Debajo, en la segunda fila de iconos, aparece habitualmente una escena de la Eucaristía: Cristo sacerdote dando la comunión a los apóstoles. La hilera más baja de las pinturas del santuario la ocupan los padres de la Iglesia: los teólogos, los fundadores de la liturgia, los autores sacros, los maestros: todos cuantos constituyen el fundamento intelectual de la Iglesia. Entre ellos vemos a los santos Juan Crisóstomo, Basilio Magno, Gregorio el Teólogo, Nicolás de Mira...


Las figuras de los santos se pintaban en los muros de los templos directamente a la altura de las personas que se encontraban en la iglesia. Con ello se resaltaba que en la celebración participan los santos: están presentes -de manera invisible- entre nosotros.


La luz en el templo


El símbolo de la unión de lo terrestre con lo celeste se representa mediante la fusión de las dos fuentes de luz que hay en el templo: la luz que se derrama desde lo alto (la parte inferior de la cúpula) y la luz que viene de abajo, de las velas y lámparas, que simbolizan la oración de los fieles. 


En la acción que se lleva a cabo en el templo la luz desempeña la parte del dirigente: precisamente, de la luz depende en gran parte cómo se percibe el espacio del templo y todo cuanto lo llena y se realiza en él. Durante las celebraciones vespertinas, la luz se suele apagar, dejando el templo en penumbra. Esto simboliza al mundo, inmerso en las tinieblas hasta la venida de Cristo. Durante las celebraciones de la mañana, el sacerdote proclama: ¡Gloria a Ti, que nos has mostrado la luz!, y se encienden los grandes candelabros que cuelgan del techo, se encienden las velas y el templo se llena de luz. En cambio, para las grandes festividades, especialmente para la Pascua, el templo se inunda de rayos de luz.


La celebración de la Resurrección de Cristo se inicia el sábado, en plena noche, en plena oscuridad. Precisamente a medianoche, los sacerdotes comienzan a cantar en el santuario las alabanzas pascuales junto con los fieles. Se encienden las velas que lleva en la mano cada uno de los presentes en la iglesia. Y así, de una vela a otra se pasa la llama viva, y el templo se llena de cientos, de miles de llamas pequeñas que se funden en un río de fuego que no deja de moverse, que gira en procesión en rededor de la iglesia. Resuena la voz del sacerdote: ¡Cristo ha resucitado! y miles de voces responden con alegría: ¡Verdaderamente ha resucitado! En la iglesia se encienden todos los candelabros, para que haya la más luz posible. La Resurrección de Cristo la celebra la Iglesia como la victoria sobre la muerte, sobre el mundo de las tinieblas y del pecado. La Pascua es una fiesta de luz.


El sonido en el templo



El sonido es muy importante en el cosmos del templo. La acústica de los templos no suele ser igual para todos. En los templos de madera, para reforzar las posibilidades acústicas, metían en los muros recipientes y ánforas para aumentar el número de superficies esféricas que pudieran reflejar el sonido. Por esto la voz, incluso la que no es muy fuerte, se oye bien aquí. El templo bizantino está orientado para la voz humana, y orientado, como todo el universo, para el hombre.


El único instrumento musical del templo bizantino es la campana. Los Padres de la Iglesia preferían la voz humana, por considerarla el instrumento más perfecto creado por Dios. Pero las campanas perduraron. Al principio, su función era del todo secundaria: llamar a los fieles a la oración.  Las campanas, que parecen naturales para la tradición bizantina, proceden, en cambio, de Occidente; mientras que el órgano, el inevitable instrumento de la celebración romana, fue llevado a Europa desde Bizancio, donde se tocaba habitualmente en la corte del emperador. Las campanas más grandes se usan pocas veces, sólo en momentos solemnes o trágicos. En el campanario del templo bizantino cuelgan diferentes campanas de distintas medidas. Existe la tradición de anunciar mediante la polifonía de las campanas, cuando el campanero pone en movimiento una decena de campanas y cada una de ellas suena por separado, pero los sonidos se basan en una única armonía de alegre júbilo.


En la celebración bizantina no puede faltar el coro. El canto en la Iglesia no tiene acompañamiento instrumental, tal como la Iglesia Romana lo tenía en la época primitiva. El canto del coro es, en cierto sentido, una escuela espiritual para el hombre, que somete su voz al sonido del coro. Así el hombre aprendía la armónica coordinación de su mundo espiritual con el de las demás personas y, en definitiva, con todo el universo, creado por Dios de acuerdo con las reglas de la armonía.


La parte musical de la celebración, como todas las demás, no tiene sólo un significado estético, sino también un sentido profundo que ayuda a comprender con más intensidad la esencia de la fe recta. Aquí las palabras y la melodia se unen mutuamente de forma muy estrecha, por ello los Padres de la Iglesia enseñaban: “Que tu voz cante, y que tu mente reflexione diligentemente sobre el canto”. El contenido de los cantos eclesiales tendría que ajustarse por completo a la dogmatica, a los fundamentos de la fe. Muchos cantos desempeñan el mismo papel que las pinturas del templo: explican, enseñan la Verdad.



Fuente: Orthodox World

Adaptación propia